La conversión de Teresa

ABC, 07-09-2006

Por IGNACIO CAMACHO

ESE arrebato intempestivo y porfiado de la vicepresidenta De la Vega, esa severa proclama de tolerancia cero con la inmigración ilegal, ese repentino ceño inhóspito y desapacible en plena crisis de los cayucos, no es más que la plena confesión de impotencia de un Gobierno desbordado por los acontecimientos, una patética protesta que no testimonia otra cosa que el descontrol absoluto de un problema que se le ha ido al poder de las manos. Y, además, llega tarde. No sólo porque los cayucos siguen zarpando en auténticas flotas desde las costas africanas, ni porque los centros de acogida canarios (y andaluces, y madrileños) estén desbordados, ni porque cada día continúen llegando por tierra, mar y aire centenares de inmigrantes sin papeles, sino porque ya nadie, ni dentro ni fuera, cree que en España exista capacidad de maniobra para expulsar a los irregulares, en el supuesto de que al final el Gobierno haya aceptado de veras, aun a regañadientes, la voluntad política de intentarlo.

Es demasiado tarde. Faltan medios humanos y materiales para la vigilancia de fronteras, recursos económicos para las deportaciones, autoridad política para controlar el trabajo ilegal, y fuerza moral para endurecer las leyes de acogida. Porque hasta no hace mucho tiempo, incluso después de llegar al poder, los socialistas han mantenido un discurso filantrópico y buenista de brazos abiertos, papeles para todos y reparto humanitario de la riqueza. Porque cuando el anterior Gobierno – embargado de mala conciencia, titubeos y vaivenes – trataba de fortalecer la vigilancia del Estrecho, era tachado de represivo por una oposición que organizaba encierros de irregulares en iglesias y centros oficiales; porque se daba apoyo a todas las iniciativas de defensa de los sin papeles y se les ofrecía a éstos un amparo moral y hasta legal que daba alas a muchos otros para intentar la aventura de un horizonte nuevo. Y porque, ya desde el poder, se han orquestado regularizaciones masivas por cientos de miles, con bonobuses caducados o tapas de yogur como salvoconducto de permanencia, se ha intentado incluso otorgarles el derecho al voto y se ha seguido manteniendo el criterio falaz de la necesidad de una mano de obra mal calculada que ya empieza – ciento ochenta mil extranjeros en el último cómputo del INEM – a engrosar las listas de los subsidios de desempleo.

De repente, ahogado por el empuje masivo de los cayucos, por la evidencia del creciente colapso de los servicios públicos – transportes, sanidad, enseñanza – y por la tensión social de algunas zonas, el Gobierno se ha caído del caballo de su utopía y se ha convertido a un pragmatismo tan forzoso que resulta difícil de creer. Bienvenidos al mundo real, si fuese cierto, pero el ceño fruncido y el gesto autoritario de la vicepresidenta parecen sólo la escenificación retórica, desganada y a destiempo, de un agobio repentino, de una sobrevenida urgencia.

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