2% a armas, 0,2% a ayuda al desarrollo
Público, , 03-07-2025El expresidente Rajoy firmó en 2014 el acuerdo de la OTAN, que comprometía a los Estados firmantes a dedicar a defensa el 2% del PIB, una cuantía gigantesca respecto de lo que se venía gastando, que no era poco. No sabemos si Rajoy tenía intención de cumplir el acuerdo, pero tampoco es determinante, porque no se trataba de una firma a título personal, sino en su condición de representante del Reino de España. Y en representación del Reino de España, ha sido el Gobierno de turno, el de Pedro Sánchez, el que ha cumplido el compromiso, con creces según los investigadores más fiables, que cifran en un 2,3% el gasto actual en defensa, incluyendo las partidas dispersas en otros ministerios y los compromisos de pago plurianuales, esos instrumentos de ingeniería presupuestaria que introdujo masivamente el expresidente Aznar para gastar mucho más de lo presupuestado.
No ha sucedido lo mismo con el compromiso de la ONU de 1991, al que se adhirió España, de alcanzar el objetivo del 0,7% del PIB para la Ayuda al Desarrollo. 24 años después, el Reino de España dedica un 0,2% a ayuda al desarrollo. Si ya de por sí resulta llamativa tanta preocupación por el cumplimiento de los compromisos armamentistas de la OTAN, y tan poca por los objetivos de desarrollo de la ONU, más aún sucede si tenemos en cuenta cuestiones no solo cuantitativas; porque resulta que parte de ese porcentaje que dedicamos a promover un mundo menos desigual, acaba, al final, engordando intereses privados de fondos de inversión radicados en paraísos fiscales, cuando no financiando políticas represoras de derechos humanos de gobiernos africanos, como vienen denunciando reiteradamente desde hace años organizaciones independientes.
Hacer política es, en gran parte, establecer prioridades y, en un mundo en el que todo se mide en dinero, la forma de gastarlo es una expresión de las prioridades políticas más objetiva que cualquier declaración de intenciones. Es llamativo que nuestra agenda política y mediática esté centrada en el armamentismo, mientras que el desarrollo del planeta se convierta en la “asignatura María” de nuestra particular carrera política, esa asignatura que se da por aprobada casi sin presentarse al examen.
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Todo esto es bastante ilustrativo de una forma de entender el mundo que “intenta resolver los problemas” atacando a las consecuencias y despreocupándose de las causas. Una forma de entender el mundo que suele ir, en general, acompañada de posicionamientos bienintencionados del tipo “a nadie nos gusta la guerra, pero…” o “el problema de las migraciones masivas habría que resolverlo creando oportunidades en sus países, pero …”. Efectivamente, de nuestros argumentos lo importante es el pero el resto sólo indica la capacidad de autojustificarse que forma parte del instinto de supervivencia de nuestra especie.
Todas estas limitaciones las han captado magníficamente los reaccionarios de nuestro tiempo. En eso, han ido mucho más allá que los fascismos del siglo XX. Ahora ya no necesitan contraargumentar para ganar la batalla cultural. No necesitan un nuevo corpus ideológico para competir con los partidarios de la igualdad, de la ciencia y del avance de los derechos. No necesitan ningún Heidegger; ni siquiera un Mein Kampf. No necesitan pensadores, sino estrategas y comunicadores. Les basta con exponer las incongruencias entre las palabras y las praxis de sus adversarios. No necesitan argumentar la razón por la que ellos no son pacifistas o por la que hay que devolver a los migrantes pobres a los países de los que huyen. No necesitan plantear una alternativa, porque no necesitan convencer. Tienen el debate ganado antes de empezar a hablar. Les basta con ridiculizar al adversario, con desvelar las brutales incongruencias entre sus argumentos y sus praxis.
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