De gitanos, bálsamos y verbenas

La Verdad, 04-09-2006

Una de las calles clásicas del casco antiguo es la de Martín Delgado, a la que se accede por la plaza de la Serreta y de la que se sale por la calle del Rosario. Una calle que, en su mitad, tiene el nacimiento de escalones que conducen hasta lo alto, donde la del Rosario se encuentra con la falda del Monte Sacro o de Cantarranas, que poseyó un refugio durante la Guerra Civil con acceso por la misma calle del Rosario y por la de la Roca.

En la cima del monte existió un depósito de agua inglesa, muy necesaria en los tiempos en que Cartagena tenía que abastecerse de ella y de la de los pozos y aljibes, que se distribuía por las calles transportada en cubas conducidas por caballerías. La calle Martín Delgado es paralela a la de Monroy a la de Lizana.

El primer nombre que tuvo la calle Martín Delgado fue el de José Izaguirre, según Federico Casal, por ser este sujeto el que construyó los primeros edificios en ella. Pero, más tarde, en los padrones del reparto de la sal hecho el año 1715, aparece con el nombre de Domingo Lucas, individuo domiciliado en ella, que gozó de cierta popularidad por una tienda de comestibles que allí tenía establecida. Así siguió denominándose hasta principios del siglo XIX en que, habiéndose instalado en ella una familia de gitanos que montaron un taller para hacer calderos, calderetas, velones, sartenes, acetres y demás enseres de cocina, el pueblo comenzó a llamar a esta vía calle de los Gitanos, olvidando todos el de Domingo Lucas.

Rechazo vecinal

Fue el alcalde primero constitucional Nicolás Martínez Fortín, que vivía en dicha calle, quien propuso, en 1821, en el Cabildo del 18 de enero, cambiar muchos nombres de calles ridículos. Y uno de ellos, el la denominada de los Gitanos. El Ayuntamiento, tomando en consideración la propuesta, acordó que en lo sucesivo se llamara calle del Vocal en Cortes, pero este nombre no prosperó y se le siguió llamando de los Gitanos.

El 6 de abril de 1876 se leyó en el Ayuntamiento una instancia firmada por todos los vecinos de la calle, en la que manifestaban que, a consecuencia del arreglo hecha en aquella vía limpiándola y aseándola y, a fin de perpetuar la feliz terminación de la Guerra Civil y para que desapareciera el nombre de los Gitanos, suplicaban que éste fuese cambiado por el de calle de la Paz. La Corporación no accedió, al alegar que tal alteración de nombre podría producir perturbación en los libros del Registro de la Propiedad.

Los firmantes de la instancia no quedaron muy satisfechos con este acuerdo y, cuatro años después, en 1880, los propietarios de dicha calle dirigieron al Concejo otra instancia en la que decían «que era sabido que en esta población, y desde tiempo inmemorial, los gitanos habitaban en las calles de la Palma y el Salitre, y el nombre que llevaba la calle perjudicaba a los propietarios porque desmerecían sus fincas, hasta el extremo de que muchas familias no querían habitarlas porque les repugnaba el nombre tan feo y pedían de la Municipalidad que fuese sustituido por el de calle de la Salud».

Horno de tiro

Tampoco se dignó la Corporación acceder a la citada pretensión de los propietarios, y en el Cabildo celebrado el 10 de julio del citado año, acordó el Ayuntamiento que «siendo pública la notoriedad que el difunto don Juan Martín Delgado, hijo de esta Ciudad e ilustrado farmacéutico, fue el inventor de los hornos llamados de Tiro aplicados a las fábricas de fundición de minerales de este distrito, que tan cuantiosos beneficios había reportado a la población desarrollando la industria fabril y fomentando la riqueza pública; y que teniendo en cuenta, además, que don Juan Martín Delgado prestó grandes servicios a la humanidad con la invención del bálsamo para curar heridas que lleva su nombre, y es conocido universalmente por los prodigiosos resultados que produce, a la calle de los Gitanos se la llame en lo sucesivo de Martín Delgado, como recuerdo de gratitud a todos sus merecimientos».

La calle Martín Delgado tuvo su época de gran vitalidad, como otras calles en cuesta: las de Pozo, Barranco, Macarena, Lizana, Villalba la Larga, San Cristóbal, Saura, Gloria, Rosario, don Matías, San Crispín, Montanaro, Alto, Ángel, o Marango, que se engalanaban durante unas bulliciosas jornadas verbeneras, allá por los años treinta.

Concretamente, la de Martín Delgado se transformaba al conjuro de la verbena anual en cuyo arreglo participaba hasta la chiquillería. Allí estaban Alberto Fernández Amador, que después se transformó en «Alfera», un auténtico artista profesional; la familia Cos; la tienda de Elena Bloise; los hermanos Andrés y Cecilia Cánovas; la carbonería de Cerezuela; Eduardo Espín; Sánchez Marroquí; los hermanos Beatriz y Luis Prieto; la panadería de Galindo

Cada uno, dentro de sus posibilidades, se esforzaba ael máximo para que la verbena resultase lo más lucida posible. Ni había gamberrismo ni drogas. Nadie se atrevía a invadir la labor realizada con tanto cariño y esmero por ese grupo de vecinos. El respeto era recíproco. Y se compartían las alegrías. Porque los de una calle tenían mucho gusto en ser visitantes de las colindantes y compartir los bailes, con el aderezo de las cadenetas, bailes que, normalmente, eran pasodobles en discos de La voz de su amo. Nunca faltaba el cartagenero y universal Suspiros de España, juntamente con España cañí, El gato monté" o El abanico.

Esto no era óbice para que la chiquillería tuviere formados sus correspondientes equipos, que se dedicaban a guerrillas en las que no era de extrañar que resultasen víctimas de importancia, las cuales tenían que ser atendidas en el Hospital de Caridad, situado entonces cerca de la iglesia donde se venera a la patrona de Cartagena antes de trasladarse al lugar que ahora ha dado en llamarse Los Pinos, entre Los Barreros y el barrio de Peral.

Solidaridad innata

Esos mismos equipos guerrilleros jugaban al fútbol con una pelota de goma o de trapo en las mismas calles, bajo cadenetas y sobre el adoquinado. U adoquinado que, dicho sea de paso, y en honor a la verdad, era de tal calidad que ahora, cuando todavía sale a la luz por deterioro de la capa de asfalto que le cubre, demuestra sus bondades y excelente emparejamiento.

De aquella Cartagena, ya historia, no hay quien pueda quitarle la fuerza familiar de sus calles y la alegría sana compartida por todos. Como también los malos momentos. Porque había un espíritu de solidaridad innato, espontáneo, que no necesitaba de eslóganes de ninguna clase. El que mandaba era el corazón.

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