X es un zombi lleno de propaganda nazi y Bluesky, la red donde nadie discrepa
Medio año después de la gran desbandada de la plataforma de Elon Musk, sus alternativas se perfilan como lugares más éticos pero también menos vibrantes: la crisis de las redes sociales, vista por analistas y usuarios
La Vanguardia, , 09-06-2025A mediados de noviembre de 2024, este diario dejó de hacer publicaciones en X. La Vanguardia explicó entonces que la red social que Elon Musk compró en 2022 se había convertido en una “caja de resonancia de las teorías de la conspiración y la desinformación”. Más o menos por esas fechas también dejaron X instituciones como el festival de cine de Berlín, la Universidad de Barcelona, y el club de fútbol alemán St. Pauli. Y, un par de meses más tarde, en enero, siguieron en tromba todo tipo de entidades y usuarios. De ellos, un porcentaje importante aterrizó en Bluesky, que se consolidó durante esos meses, los que fueron de la segunda victoria de Donald Trump a su toma de posesión, como la alternativa más clara a X, por encima de Mastodon, la otra plataforma que durante un tiempo se perfiló como la alternativa menos políticamente contaminada al antiguo Twitter.
Bluesky, que nació a principios de 2023, superó recientemente los 36 millones de usuarios. Está todavía lejos de los 650 millones de usuarios activos que se calcula que aún tiene X, pero de estos no se sabe cuántos de ellos son humanos reales y cuántos son bots o identidades creadas con otros fines, nunca virtuosos. Tampoco abrirse un perfil en Bluesky implica usarlo. Según recogía esta misma semana la newsletter Mixx.io, las personas que de hecho postean algo o incluso likean va bajando mes a mes.
Pasados unos meses de la Gran Migración, ¿qué panorama hay en esa red social? Las respuestas varían, pero si se pide tanto a analistas como a usuarios que lo describan se acaba llegando al mismo campo metafórico. Se habla de Bluesky como un lugar limpio, incontaminado y respetuoso, en el que no hay hueco para el grito pero tampoco se encuentra el estímulo del disenso, un espacio sin duda más ético –el algoritmo de Bluesky no está regido por criterios comerciales ni depende de un dueño tirano con una agenda política autoritaria– pero también notablemente más aburrido. ¿Induce Bluesky al sopor? Digamos que nunca nadie le dio al icono de la mariposa en su teléfono para divertirse, y que eso es bueno y malo a la vez.
La retórica de quienes dejaron X por Bluesky también recuerda a veces a los que dejaron la droga, sin llegar siquiera a sustituirla por otra vía dopamínica tipo la escalada o el crossfit. “Desde luego, es menos adictivo. Por un lado lo echo de menos, pero por otro lo prefiero así. Llega un punto en que la app deja de entretenerme y no está tratando de engancharme y monopolizar mi atención. Preferiría que el resto de redes sociales funcionara así”, dice el politólogo Jorge Tamames, que lleva casi 800 posts publicados en Bluesky, lo que le convierte en un usuario bastante activo –puesto que la plataforma no tiene ese componente adictivo, lo habitual es registrar mucha menos actividad que la que se tenía en Twitter–.
Tamames se considera “un boomer de Bluesky”, un primer poblador, porque llegó muy pronto, a mediados de 2023, cuando se requería una invitación para abrirse una cuenta, aunque apenas la usó hasta finales de 2024. “Me fui de X tras constatar que aquello era insalvable: no ya un espacio desagradable y disfuncional, sino una herramienta electoral de la extrema derecha a la que no quería dar contenido gratis. Soy cero purista pero no entiendo que la gente siga usando X en su estado actual”.
Para los creadores de contenido, dejar X por una plataforma todavía en fase de formación implicaba sacrificar alcance, y por tanto potenciales ingresos. Mikel Herrán, divulgador de Historia (es autor del libro La historia no es la que es: es la que te cuentan, publicado por Planeta), que opera en redes como @putomikel, se fue de X a Bluesky en octubre de 2024 y no ha mirado atrás. “Allí era todo tóxico y desinformativo, ni había ningún tipo de interacción real y quería apartarme. De todas formas, soy más activo en Instagram”.
En la nueva plataforma, que nació de hecho en el seno de Twitter en 2019 y se independizó como empresa autónoma en 2021, se percibe, según Herrán, un mayor efecto cámara de eco: “Nadie se lleva la contraria, pero aun así no creo que le falte conflicto, no lo echo de menos”. El problema de una red en la que nadie discrepa es que ni siquiera sirve para divulgar. Lo constataba esta semana el periodista Max Tani, en la influyente newsletter Semafor, en la que habla de la crisis de comunicación de los Demócratas en Washington. Los congresistas anti Trump se fueron de X y lo intentaron con Bluesky pero se marcharon también, porque las únicas respuestas que obtenían eran las de otros Demócratas riñéndoles por su inacción y su pasividad.
¿Tiene sentido seguir en X si uno no comulga con las ideas de Musk? Se lo preguntaba el analista de medios de The Atlantic, Charlie Warzel, en un artículo exasperadamente titulado “¿Qué hace la gente todavía en X?”. Warzel desgrana en su todas las vulneraciones de Musk a la lógica democrática y a la decencia cívica: la obsesión de su motor verificador Grok con el genocidio antiblanco en su país natal, Suráfrica, el hecho de que X haya servido como plataforma a la canción de Kanye West titulada Heil Hitler, que haya reinstaurado como usuarios a varios neonazis confesos y haya convertido toda la red en un sumidero de contenido falso creado por IA y opiniones racistas, machistas y lgtqifóbicas.
Y, tras eso, se pregunta en buena lógica qué hacen algunos de sus amigos todavía por allí. “Alguna gente no quiere irse porque no quiere echar a perder lo que ha construido. Otros no quieren dar la razón a los nazis. Y hay gente que cree que las alternativas no son lo suficientemente atractivas. Hay muchos comentarios, incluso entre usuarios de otras plataformas sobre el hecho de que Threads no tiene sangre (y además es de Mark Zuckerberg), Mastodon es inescrutable y en Bluesky no hay humor”. Quien sigue aún en X lo hace por adicción, por costumbre, o porque lo asume como una contradicción más de las muchas en las que se puede incurrir a diario en un escenario capitalista crecientemente oligárquico. Probablemente, una mezcla de las tres cosas.
De Manel Vidal, comunicador, integrante del podcast La Sotana y autor superventas con el libro La pasada a l’espai (Destino) se puede decir también que es un puntal de lo que fue (¿y es?) Twitter Catalunya, un usuario con más de 67.000 seguidores que ha intervenido en muchos debates políticos y culturales del último lustro en esa red. Él no se ha ido, pero tampoco se siente allí igual que antes. “Mi relación con X es residual, entro solo por memoria muscular: no disfruto, no me divierte, no me parece que la promoción que pueda hacer llegue a nadie y me pone de mal humor, por el contenido, lleno de nazis y de IA y por la experiencia de usuario”.
¿Echa de menos los buenos tiempos? “Sí, para mí, Twitter fue muy importante ha sido el foro más importante de mi vida y me ha conectado al país cuando vivía fuera. Me lo he pasado muy bien y he conocido a gente. No lo quiero romantizar, pero sí soy hijo de Twitter”. Con los otros integrantes de La Sotana se han planteado irse pero aún no lo han hecho. En los inicios del podcast, hace una década, fue clave para su crecimiento y su difusión. Ahora ya no, puesto que al perder usuarios y músculo, la plataforma ha perdido también esa función de altavoz que un día tuvo. “Colgamos el programa y no miramos ni las notificaciones”, dice.
Vidal también lo intentó con Bluesky. Es más, confiaba en compaginar los dos perfiles, y que el de la red buena ganase a la red mala, pero de momento no lo ha conseguido. “Tengo el cerebro acostumbrado a unos estímulos que Bluesky no me da. Tampoco me gustó el tono de misa que se instauró, como de ‘aquí venimos a hablar sin faltarnos al respeto’. A mí esto no me interesa mucho, esta especie de encuentro de ex alcohólicos anónimos en un balneario”.
A la periodista musical Eva Sebastián (@evasefe) le ocurre algo similar, y engloba ese síndrome dentro de una quiebra general de las redes sociales. “Se han intoxicado tanto que ya no tienen sentido, tienen una crisis de identidad y los usuarios ya no sabemos ni para qué sirven ni cómo utilizarlas. Me doy cuenta de que mucha gente solo observa, en Instagram, en TikTok, en X, no interacciona pero tiene mucha información sobre mí, que sí publico. Eso coarta mucho mi libertad. Si nadie va a hacer el ridículo, yo voy a intentar hacerlo un poco menos”.
Sebastián añora lo que llama el “periodo desquiciado” de redes, que ella sitúa entre 2012 y 2018, con un repunte posterior durante la pandemia, y durante el cual, cree, se publicaba con menos inhibición y menos cálculo profesional. “Ese fue un periodo de absoluta libertad. Recuerdo que me despertaba los sábados y pensaba: sólo tengo ganas de ver lo que ha colgado la gente. Cuando la gente compartía cosas de su trabajo, criticando a gente de allí, era como estar en un reality show de la vida de mis conocidos, de gente que me caía mal ¡Por favor, enséñame tu compra, a tu madre cocinando, ponte intensa y cuelga frases del libro que te estás leyendo, lo quiero ver todo!”. Como buscadora de dopamina, se abrió también un perfil en Bluesky, pero su impresión es que esa red “se siente como el principio de una fiesta, cuando todo el mundo está tenso y nadie se ha emborrachado, nadie se divierte aún”.
Este tipo de sensaciones que tienen los usuarios se explican, según el consultor de estrategia digital Jaime Casas, por la convergencia de dos procesos. Por un lado, lo que el escritor Cory Doctorow bautizó como “enshittification” (literalmente, enmierdamiento) en un artículo en The Financial Times de 2022 que hablaba de la degradación de la experiencia digital, y, por otro, la transformación, buscada y lograda por los dueños de las grandes tecnológicas, de las redes sociales en plataformas de contenido, un proceso que se consolidó a lo largo de la década pasada. Es decir, el paso de un lugar de comunicación horizontal a uno de venta en vertical.
“Las redes han dejado de espacios de conexión para convertirse en entornos de exposición. Están diseñadas para maximizar la visibilidad y el alcance, no para fomentar una conversación auténtica. Lo que se prioriza es el contenido viral, no el intercambio. Esa lógica ha vaciado de diálogo las plataformas”, explica Casas. Entonces, ¿dónde van los que aun quieren hablar? Algunos de ellos, a la IA. El consultor apunta a la importancia de ese uso conversacional que muchos usuarios están dando a motores como Claude y Chat GPT, y a las apps que permiten crear amigos o novios artificiales. En su reciente entrevista con el podcaster Dwarkesh Patel, Mark Zuckerberg ya dijo que el estadounidense medio tiene tres amigos pero querría tener 15, y que su empresa estará ahí para llenar ese vacío existencial con robots que imiten la charla humana.
¿A qué otros lugares ha migrado la conversación, si ya no está en las plataformas convencionales? “Persiste en comunidades más pequeñas y muchas veces cerradas, en foros temáticos, grupos de Discord, en newsletters como alas de Substack, en Reddit y en grupos de Whatsapp y Telegram, que se perciben como más seguros”, cree Casas. “Si antes soñábamos con una gran plaza pública digital, ahora habitamos una archipiélago de comunidades cerradas”. Tiene sentido, porque todos vimos lo que pasó cuando el más rico compró la plaza y empezó a gobernarla según sus intereses.
Para el consultor, X no está todavía muerto, tiene pulso, pero se mueve en modo zombi. “Sigue siendo útil para instituciones que buscan amplificación. No ha muerto, pero ya no es la misma criatura”. Mientras, en Bluesky, se postea educadamente un contenido y los seguidores, que casi nunca son muchos, lo reciben asintiendo con parsimonia y cortesía, como lo harían en una reunión un poco tediosa a la que hay que asistir por compromiso.
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