Escuchar a los ultras

Público, Jonathan Martínez, 05-06-2025

Hace unos días, El País publicaba una entrevista con Erika Staël von Holstein y añadía un titular que tenía algo de señuelo o de provocación: “A los extremistas no hay que intentar convencerlos, sino escucharlos”. La directora del think tank Re-Imagine Europa analiza las raíces del malestar social con el objetivo de atajar la desinformación y despolarizar el debate social. Casi nada. Según Staël von Holstein, la sociedad es cada vez más incapaz de comprender al otro y eso nos lleva a engrosar polos opuestos del espectro ideológico. Si escucháramos las opiniones diversas con un espíritu más receptivo, añade la experta, el cambio sería inevitable.

Por una inevitable paradoja, las palabras de Staël von Holstein han polarizado las reacciones. Hay quienes la ven cargada de razón y claman contra las trincheras, las cámaras de eco y la degradación general del diálogo público. Otros, en cambio, se han puesto a la defensiva y repiten con recelo que no hay conversación posible con aquellos que pisotean derechos elementales y desprecian cualquier mínimo democrático. Es curioso porque Staël von Holstein culpa, entre otras cosas, al poder emocional de las redes sociales. Ahora sus palabras seducen o cabrean por igual en los dominios del like y del hate. Es imposible despolarizar sin terminar polarizando.

La socióloga Cristina Monge recoge el guante en las páginas de El País y aborda de paso la crisis de la izquierda. Basta asomarse a las elecciones en Portugal, Polonia y Rumanía para entender que las derechas extremas nos comen la tostada. Según Monge, las formaciones progresistas son incapaces de administrar el malestar social. Es por eso que los ultras avanzan sin freno colándose por las rendijas del sistema y transformando la frustración en votos. De hecho, dice Monge, la internacional reaccionaria no necesita imponerse en las urnas porque los partidos sistémicos ya están asumiendo sus postulados.

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Monge acierta cuando identifica un difuso descontento que los ultras han amortizado. La inseguridad vital, el miedo y las desigualdades estructurales pueden encontrar en el populismo derechista un suculento placebo. Hay además, es cierto, un cuestionamiento de las instituciones democráticas. Monge subraya tres puntos de fricción: las políticas migratorias, el avance del feminismo y la transición ecológica. Dicho de otro modo, los populismos derechistas se alimentan de la xenofobia, el machismo y el negacionismo climático. La izquierda, dice Monge, se limita a descalificar a los reaccionarios en lugar de esforzarse en entender estos vértices de irritación.

Pero aquí aflora otra paradoja: los partidos que han tratado de abordar esos asuntos aproximando sus programas a la agenda ultra han terminado por alimentar el monstruo que los está devorando. En 2023, por ejemplo, Macron promulgó una ley migratoria con los votos lepenistas. Unos meses después, en las elecciones legislativas, los macronistas perdían 84 escaños mientras que Rassemblement National ganaba 53. En Alemania, Merz rompió el cordón sanitario y arrimó el ascua a la sardina de AfD para aprobar un endurecimiento de las condiciones migratorias. Un mes después, Alice Weidel duplicó sus resultados electorales.

El análisis de Monge comete un pecado de omisión. Al enfocarse en los ejes que articulan la agenda ultra ha descuidado los temas que la extrema derecha trata de sortear y que son, según el último estudio del CIS, aquellos que más preocupan a la ciudadanía: la vivienda, el trabajo, la crisis económica o la sanidad. Si la derecha populista intenta enmascarar esas cuestiones es porque representa los intereses de la clase dominante, de los tenedores, de los patrones, de los privatizadores, de las viejas instituciones que atraviesan una crisis de credibilidad y que son el fundamento objetivo del malestar social.

Los socioliberales flojean frente a la ultraderecha cuando protegen los privilegios de los grandes propietarios y desatienden las demandas materiales de la clase trabajadora. La ultraderecha avanza cuando el sindicalismo juega todas sus cartas a la concertación y al carameleo. El problema no es la polarización sino contra quién polarizamos. Tras la crisis de 2008, las calles antagonizaban contra la avaricia bancaria, los especuladores, los jeques inmobiliarios y los políticos corruptos. La derecha populista no ha hecho otra cosa que reconducir la rabia. A ojos del ricachón, es preferible que odiemos a los migrantes, a las feministas, al colectivo LGTBIQ+ o a los activistas climáticos.

Porque el discurso político, amigas y amigos, tiene capacidad performativa. Es decir, que los ultras no se limitan a recoger el malestar social sino que lo moldean a su gusto imponiendo la agenda que más les conviene con la inestimable ayuda de los dueños de todos los dineros. La derecha populista no existe porque odiamos a los extranjeros sino para que los odiemos. Y es que la xenofobia, en última instancia, cumple el inestimable cometido de abaratar la mano de obra. El capitalismo crea ciudadanos de segunda categoría para rebajar el coste de explotarlos y promueve el racismo para dividir a la clase obrera según su origen.

Si hay que escuchar a los extremistas es solo para comprender qué relatos articula el capital contra las mayorías sociales. Qué asuntos abordan, sí, pero también qué asuntos desvirtúan y omiten porque los incomodan. La derecha populista no siempre consigue decidir qué debemos opinar sobre ciertos temas pero tiene mucho éxito en decidir sobre qué temas debemos estar siempre opinando. Por eso juegan al escándalo diario. A la declaración incendiaria. A parecer mucho más estúpidos de lo que en realidad son. Saben que, salvo honrosas excepciones, tienen enfrente a izquierdas insípidas y dubitativas que terminarán agonizando por exceso de prudencia.

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