TESTIMONIO Inmigración irregular

El peligroso viaje de Yaya, de Gambia a Mallorca en camión y patera: "Los patrones argelinos nos dejaron en mitad del mar"

Tiene 21 años y llegó a la costa balear desde Argelia en un bote de 6 metros junto a otras 23 personas. Los dejaron a merced del mar: "Pudimos morir". Antes de eso cruzó el desierto a pie y en camioneta. Le entrevistamos en la playa más turística de Mallorca: "Quiero quedarme, en mi país no tengo futuro"

El Mundo, Eduardo Colom, 14-05-2025

Cuando la patera en la que viajaba llegó a la costa de Formentera el pasado 27 de marzo, él y sus compañeros de travesía estaban exhaustos. Desesperados, los 24 tripulantes de la chalupa de 6 metros se arrojaron a las rocas en cuanto la embarcación tocó tierra. Uno de ellos se hirió en una pierna y acabó con la carne sajada por el filo de la piedra, cortante como una navaja.

A Yaya le dolía todo el cuerpo. Estaba entumecido de pies a cabeza por la larga travesía de 35 horas en mar abierto, hacinado, sin espacio para mover las piernas ni cambiar de postura. Al desembarcar, deambulaba por la costa paradisíaca de Es Caló con un móvil en la mano y vestido con una camiseta lila del Real Madrid.

El día era luminoso, el mar estaba en calma. Y en aquel lugar idílico de aguas turquesa, el grupo de 24 inmigrantes subsaharianos (veinte hombres, tres mujeres y un niño) dejaba una estampa propia de una distopía. La realidad bipolar e incesante de las pateras que llegan a las islas más turísticas del Mediterráneo por la ruta ilegal del norte de Argelia. Migrantes desnortados en la tierra prometida de las vacaciones.

Ha pasado un mes desde ese día y Yaya Colley, nacido en Gambia hace 21 años, accede a contar a Crónica su peligroso viaje hasta Europa en camioneta y patera.

Tras permanecer unos días en prisión preventiva en Ibiza, bajo sospecha inicial de haber patroneado la patera en la que llegó, algo que él niega por completo, ha quedado finalmente en libertad sin cargos, y ha sido acogido temporalmente en un centro de Cruz Roja en Mallorca.

Antes de empezar a hablar, se cala una gorra del revés y se sienta con las piernas abiertas en la arena de la Playa de Palma, uno de los lugares más turísticos de España, meca de los veraneantes alemanes más hedonistas y excesivos. El centro de acogida de migrantes está en las inmediaciones.

Yaya aún tiene el miedo incrustado en los ojos. Habla con un hilo de voz que, por momentos, queda sepultado bajo el rumor de las olas en la orilla, donde un niño corre frente al puesto del socorrista. Sonríe levemente cuando habla de su madre, a la que le gustaría tener a su lado.

“Soy de Gambia, tengo 21 años y esta es la historia de mi viaje”, arranca. Así empieza la reconstrucción de un largo periplo de más de siete meses y 5.300 kilómetros a lo largo de África. Una peregrinación en camioneta, con largas caminatas en grupo por el desierto y trayectos en lo que denominan “las mafias del taxi”.

Un exilio en el que ha gastado 3.000 euros. Dinero que pagó, en buena medida, trabajando por el camino como albañil, “mezclando cemento” en una de las ciudades argelinas en las que estuvo meses esperando una plaza en la patera. Dormía en el mismo lugar en el que trabajaba y no llevaba su sueldo en mano “por temor a que se lo robaran”.

“No lo repetiría”
“Es un viaje muy peligroso, nunca volvería a repetirlo, puedes perder la vida en cualquier momento”, replica tajante cuando se le plantea si lo volvería a hacer o animaría a sus amigos.

“Lo que pasa es que cuando llegas al mar y ya has pagado el dinero para la patera, no puedes echarte atrás, tienes que seguir, tienes que partir”, explica mientras hace con las dos manos el gesto universal de largarse de un sitio, aunque sea para lanzarse al abismo desconocido del Mediterráneo.

Habla todo el rato en inglés pero, llamativamente, usa una palabra en español: patera.

Sabe bien lo que es. Sólo faltaba que no lo supiera. Porque en una patera casi pierde la vida cuando los patrones que les acompañaban, relata, les dejaron en mitad del mar, metiendo a todos los migrantes en una misma embarcación y dando ellos media vuelta con la otra.

LA RECONSTRUCCIÓN
“Partimos en dos botes, cada uno patroneado por un árabe. Así hicimos 150 kilómetros. Luego los dos patrones argelinos se volvieron en uno y nos dejaron solos; dijeron que sólo faltaban 15 kilómetros y que veríamos las barcas de salvamento…pero era mentira, tardamos mucho más y nunca vimos barcas de salvamento, llegamos directamente a Formentera”. “No había barcas de salvamento”, repite una y otra vez. En bucle. Como quien todavía no entiende por qué.

Patera en la que llegó Yaya a la costa de Formentera.
Patera en la que llegó Yaya a la costa de Formentera.JAVI PAREJO
La ruta había comenzado mucho antes, en su tierra natal, Gambia, un país costero y fluvial al suroeste de África, al sur de Senegal.

“Mi madre siempre me dice que busque un trabajo; estudié en el instituto y aprendí el oficio de fontanero, pero no tenía trabajo, allí no hay futuro, las cosas están muy mal, me pasaba el día sentado sin nada que hacer”. Dice que esa desesperanza fue la que le empujó a salir.

“Empecé el viaje con tres amigos cogiendo un bus hasta Mali”, reconstruye mientras va recitando en cascada el nombre de las poblaciones por las que pasó. “En Mali seguí en bus hasta Tombuctú”, la histórica ciudad a las puertas del Sáhara meridional.

“Allí me llevaron en pick up —camioneta con la parte de atrás descubierta— hasta Tamanrasset”, en Argelia. “Íbamos 15 personas y viajamos durante cuatro o cinco días por el desierto, fue muy largo”.

Las mafias
Esa fue la forma en la que siguieron moviéndose hacia el norte de Argelia, parando en localidades en mitad del desierto. En algunas fueron trasladados “en taxi” por “mafias” que mueven grupos “de cinco personas”. En otras, sencillamente caminaron para ir de un lugar a otro. “Llegamos a caminar en una semana casi trescientos kilómetros”.

Así es como llegó finalmente a Blida, una ciudad argelina donde permaneció durante unos meses trabajando, esperando una oportunidad para llegar a la costa mediterránea y poder embarcarse en el último tramo, el más peligroso, el que une la costa argelina con Formentera.

El joven gambiano minutos después de desembarcar en Formentera.
El joven gambiano minutos después de desembarcar en Formentera.JAVI PAREJO
Es la ruta ilegal de las pateras que conecta Argelia con Baleares. Un drama humanitario que ha eclosionado con fuerza en los últimos años ante los ojos atónitos e impotentes de los ciudadanos de las Islas. Las llegadas han seguido subiendo, y el pasado año se batió un récord histórico, con 5.846 personas, más del doble que el registro anual más alto hasta la fecha.

Las mafias cada vez mueven más gente. Y cada vez trasladan personas llegadas desde más lejos, en condiciones más penosas. En lo que va de año han llegado 1.345 personas a Baleares. De ellas, un 68% 918 son de origen subsahariano (el triple que en 2024). Como Yaya. Como sus 23 compañeros de travesía.

La historia de su patera ejemplifica además el fenómeno más reciente detectado por las fuerzas policiales españolas, que tratan a toda costa de frenar el efecto llamada deteniendo y persiguiendo judicialmente a los patrones de las embarcaciones, empleados de organizaciones que se lucran con el tráfico ilegal de personas.

Durante los últimos tres años, las autoridades policiales baleares han detenido a decenas de patrones que han sido encarcelados. La Justicia ha llegado a imponer condenas de hasta cuatro años de cárcel.

Es por ello por lo que últimamente llegan embarcaciones cuyo motor llevan los propios subsaharianos, a los que obligan a ponerse al timón de sus propias pateras, sin que sepan el motivo.

Final del Ramadán
“Eran los últimos días del Ramadán y fue entonces cuando pagué el bote”, recuerda. “En Blida me dijeron que conocían a alguien que podía gestionarlo y el martes 25 de marzo zarpamos”. A las cuatro de la tarde le recogieron en su trabajo y a las cinco llegaron a una localidad costera situada al este de Argel.

“A las siete aparecieron los dos árabes con dos botes”, uno de ellos con más reserva de combustible que el otro. Y zarparon. No llevaban comida ni chalecos salvavidas, dice. Sólo agua.

“Los argelinos condujeron durante unos 150 kilómetros y luego nos dijeron que tendríamos que hacer los últimos 15 kilómetros nosotros solos”. Un “chico de Mali” hacía de traductor: hablaba francés.

“Eran casi las 6 de la mañana. Los patrones nos dijeron que no estábamos lejos, que veríamos las barcas de salvamento, y fue allí cuando ellos se volvieron en una de las barcas”. A partir de entonces, sostiene, un compañero de travesía maliense cogió el timón hasta la noche, pilotando a duras penas durante todo el día. Él tomó el relevo hasta que, ya de madrugada del día 27, siguiendo las luces, llegaron a la costa sur de Formentera.

“Eran mucho más de 15 kilómetros, no nos dijeron la verdad, estábamos aterrados; el primer chico que cogió el timón no sabía llevarlo porque en Mali no hay mar…y yo cogí el motor, había estado mirando cómo lo hacía el patrón y por eso lo tuve que coger, no quería que nos muriésemos allí”.

Esos días el mar estaba en calma. Eso fue lo que evitó una tragedia y les permitió llegar.

Una vez en tierra, no ocultó que había llevado el timón el último tramo. Por eso lo arrestaron. “Les dije la verdad, que traje el bote pero no desde Argelia, sólo el final”, sostiene. Durmió una noche en el calabozo y luego lo llevaron al juzgado. “Me dieron un abogado y, aunque se opuso, me dijo que por procedimiento pasaría por la prisión”. Luego le llamaron para decirle que quedaba en libertad, y fue atendido por la organización humanitaria.

Cuando acaba de contar su odisea, Yaya parece agotado. Se pasa la mano por el rostro. Habla de su madre y de sus tres hermanas pequeñas. Cuenta que sus padres se divorciaron y que «de tanto en tanto» va a ver a su padre. Dice que no quiere volver a su país. «Quiero quedarme en España, me gustaría aprender el idioma y buscar trabajo, ayudar a mi madre».

Antes de despedirse, camina por las calles atestadas de turistas que separan la playa del centro de acogida. Observa el bullicio de los bares, donde la gente se divierte. También se detiene a mirar las camisetas de fútbol que despliegan sobre sus mantas los vendedores ambulantes. Por último, se despide del fotógrafo con educación y da media vuelta para seguir caminando a 5.000 kilómetros de su casa.

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