Días de Ramadán
ABC, 02-09-2006POR LORENZO SILVA ESCRITOR FOTOS: LUIS DE VEGA
Apartir de la tercera vez, uno siente que el lugar es algo suyo. Mi tercer y hasta la fecha último viaje a Tetuán tuvo lugar a finales de 2004, coincidiendo con el mes de Ramadán. Y esta circunstancia marcó en buena medida mi estancia allí, que fue por otra parte la más larga. En los siete años transcurridos desde 1997, fecha de mi primer encuentro con la ciudad, la realidad marroquí había ido evolucionando en múltiples aspectos. Al monarca entonces reinante, Hassán II, le había sucedido su hijo, Mohamed VI, que si bien en un principio pareció impulsar un proceso modernizador y de apertura, rehabilitando a los perseguidos políticos de la época más dura del reinado de su padre (los conocidos como «años de plomo», marcados por las torturas, ejecuciones extrajudiciales y cárceles secretas), con el transcurso del tiempo se instaló en una especie de plácido continuismo de los privilegios heredados (como su progenitor, siguió nombrando a los ministros clave, al margen de los resultados de las urnas). En cuanto a las contradicciones de la sociedad marroquí, dividida entre el embeleso ante la prosperidad europea, alimentado por las remesas de los emigrantes, y el peso de la tradición, representado por la pujanza de los partidos islamistas (que ganarían las elecciones si éstas fueran realmente libres), se veían agudizadas. Junto a un incipiente desarrollo económico, resultaba más que notorio el avance de las ideas integristas, y el mes de Ramadán era una buena ocasión para comprobarlo.
Tradicionalmente, los marroquíes siempre fueron unos mu – sulmanes bastante laxos. No en vano vivían en el confín occidental del imperio, rasgo geográfico al que remite el nombre árabe del país, Maghrib al Aqsá. Sus prácticas religiosas, al amparo de la distancia, eran más descuidadas que las de sus hermanos de Oriente. En mis primeros viajes a Marruecos, pude ver que muchos marroquíes se tomaban con notable flexibilidad los mandatos coránicos, comenzando por la prohibición de beber alcohol, y que muchas mujeres se abstenían de cubrirse la cabeza o incluso vestían como cualquier occidental. Pero aquel Ramadán de 2004 observé que el ayuno se seguía a rajatabla, y que el hiyab era la norma indumentaria entre las tetuaníes que habían superado la pubertad, con contadas excepciones.
Paranoia antimusulmana
De todos modos, y más a la vista de la paranoia antimusulmana desatada en Occidente tras el 11 – S, conviene situar el fenómeno en sus justos términos. La mayoría de los creyentes en Alá son tan rigurosos en la práctica de sus obligaciones religiosas como tolerantes y respetuosos con quienes no profesan su fe. Aun estando en Ramadán, los infieles teníamos, por ejemplo, donde poder almorzar en Tetuán. Yo lo hice en la Casa de España, un lugar donde el tiempo parece congelado en los años del Protectorado, y adonde van los pocos supervivientes de la colonia española de la ciudad. Sus camareros musulmanes servían las mesas con admirable estoicismo y sin que el ayuno mermara su amabilidad, aunque disminuyera sus energías.
Aprovechando que tenía más tiempo y este estado de actividad amortiguada de sus gentes, que le daba a Tetuán un aire más sosegado que de costumbre, aproveché para conocer mejor la ciudad moderna, levantada con el afán rectilíneo y cuadriculado propio del urbanismo colonial. Calles paralelas, avenidas que sirven de eje y confluyen en plazas circulares y bien trazadas, como la antigua de Primo de Rivera, hoy de Mulay el Mehdi. En el llamado Ensanche Español de Tetuán trabajaron destacados arquitectos, que dejaron en sus calles una huella aún hoy bastante visible. Junto a la gracia de la estación ferroviaria, en un estilo historicista que fusiona la arquitectura tradicional marroquí con el gusto europeo, hay edificios más funcionales, como los de viviendas o dependencias oficiales. Pero hay una pretensión de armonía, como atestigua por ejemplo la homogeneidad de alturas, y una sucesión sugerente de estilos, desde el neoherreriano de los Pabellones Varela hasta el racionalismo tardío de la estación de autobuses o el edificio de La Equitativa. Pasear por esta parte de Tetuán viene a ser como retroceder a una ciudad andaluza de los años 40, y en algunas de sus confiterías aún perdura el mismo ambiente deliciosamente rancio. Otro de los alicientes de esta zona son las vistas, bien sea hacia la parte alta de la ciudad, bien hacia el impresionante macizo montañoso del Gorgues, que llena con su mole pétrea la perspectiva de muchas de las calles descendentes del Ensanche.
Calles vacías
En Ramadán, a la caída de la tarde, las calles de Tetuán, como las de cualquier ciudad marroquí, se vacían rápidamente. La gente vuelve a casa para celebrar en familia la ruptura del ayuno, que tiene lugar tan pronto como se pone el sol. Para compensar la privación de toda la jornada, se prepara una sucesión de manjares que abre la harira, una recia sopa de legumbres y verdura que reconstituye al más alicaído. En esa hora algo fantasmagórica, encontré una buena oportunidad para redescubrir la medina. Para ello, desde la ciudad española, lo mejor es dirigirse a la más señorial de sus siete puertas, Bab Ruah (o la «puerta de los vientos»), que se abre junto a la plaza Hassán, donde se encuentra también el palacio real y el edificio de la antigua Alta Comisaría española. Desde allí se entra por la calle Tarafin, una de las más hermosas de la medina, no lejos de una de sus plazas más características, la de Souk (o Zoco) el Hut el Quedim. En esta zona suroriental de la medina, la más próxima al palacio, se hallan el barrio judío y el barrio aristocrático. Algo común en las medinas marroquíes: tanto los notables como los hebreos estaban cerca del poder, del que los unos eran auxiliares y los otros, protegidos. Más al oeste están los barrios más «populares», y una plaza que es el gran espacio de encuentro: Souk el Foki, cuya apertura contrasta vivamente con lo intrincado del resto de la medina.
Aventurarse solo y sin guía por las callejas es una experiencia que no cabe recomendar a los timoratos. A medida que uno avanza va creciendo la sensación de desorientación, hasta llegar a un punto en que parece imposible encontrar sin ayuda el camino de salida. Después de tomar tres o cuatro callejones cegados, e ir a parar a portales oscuros e inquietantes, puede muy bien cundir el pánico. Pero la estructura de la medina, en apariencia caótica, obedece a unas leyes, y pronto, si el caminante pone atención, puede desvelarlas. La mejor ayuda es el desnivel. Por mucho que uno se pierda, sabe que bajando acabará por llegar a la muralla. Cuando uno se da cuenta de eso, puede abandonarse al placer de callejear y al azar de los pasos. Así puede descubrir rincones asombrosos, que mantienen el encanto que apresara con sus pinceles el pintor español Mariano Bertuchi, gran retratista de Tetuán.
Este tercer viaje, además de para proyectar una mirada más detenida y profunda sobre la ciudad, me serviría para constatar una realidad más bien amarga. En Tetuán hay un Instituto Cervantes y un colegio español, el Jacinto Benavente, que tratan de mantener viva allí la herencia española. También hay una universidad con una buena facultad de Filología Hispánica, y se proyecta construir una universidad hispanomarroquí. Pero todo esto no sirve para ocultar que el rastro de lo que un día fuimos allí los españoles se va debilitando poco a poco, y que los esfuerzos y los recursos invertidos parecen pocos para oponerse a la inercia con que se impone el olvido. Tetuán parece sumida en una decadencia somnolienta a la que sus antiguos conquistado – res (y también artífices) son indiferentes. Los ilusos imaginamos otro mundo, en el que la dura frontera de la pobreza quede abolida y españoles y marroquíes podamos festejar juntos, desde la diferencia, la memoria común. ¿Llegaremos a verlo?
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