Inmigración y sufragio
El País, 01-09-2006En casi todos los países de nuestro entorno, el de la inmigración extraeuropea ha sido un fenómeno de digestión gradual, prolongada a lo largo de más de cuatro décadas. La posesión de extensos territorios ultramarinos, y su posterior descolonización, hicieron que el paisaje humano de Londres, Bruselas o Amsterdam empezase a motearse de paquistaníes, congoleños, antillanos o moluqueños desde la década de 1960, si no desde antes. Por las mismas fechas, importantes comunidades de origen argelino comenzaban a establecerse en Francia mientras que, en la Alemania del “milagro”, los gastarbeiter españoles, italianos o yugoslavos iban siendo reemplazados por inmigrantes turcos. Poco después, en los países nórdicos, generosas políticas de asilo daban entrada a decenas de miles de refugiados latinoamericanos, africanos o asiáticos, muchos de los cuales se convirtieron en residentes definitivos. Así, las recientes intensificación y mundialización de los flujos migratorios hacia Europa han hallado a esas sociedades receptoras y a sus instituciones políticas, si no preparadas, por lo menos familiarizadas con el asunto. Esto, obviamente, no impide los problemas ni las crisis episódicas, ya sea en las banlieues francesas o en los barrios musulmanes de Inglaterra.
A este lado de los Pirineos, por el contrario, la inmigración laboral extraeuropea fue inexistente o anecdótica (el servicio doméstico filipino, los primeros gambianos del Maresme y de Girona…) hasta hace dos o tres lustros, y es a lo largo de la última década cuando ha adquirido un carácter masivo, hasta alcanzar en Cataluña, el pasado 1 de enero, los 900.000 individuos empadronados, el 12,8% de la población total. No sé si ustedes recuerdan que, poco tiempo atrás, algunos expertos señalaban un 6% de población extranjera no comunitaria como el límite a partir del cual podían empezar a registrarse, a escala local, conflictos de convivencia. Pues bien, según datos extraídos del Anuario Social de España 2004 editado por la Fundación La Caixa, en esa fecha sumaban ya 143 los municipios catalanes de más de 1.000 habitantes que habían rebasado con creces ese 6%.
Sobre la progresión geométrica del fenómeno puede ilustrarnos un ejemplo concreto: el de Salt. En 2004 ese municipio del Gironès tenía 23.214 habitantes, de los cuales el 11,7% eran extranjeros; hoy, dos años después – tomo las cifras de un reciente reportaje de este diario – , el padrón ha aumentado hasta las 28.500 personas, y se ha triplicado hasta el 33% el porcentaje de extranjeros, pertenecientes a 75 nacionalidades distintas. Que, en estas circunstancias y condiciones, no haya surgido en Cataluña nada ni remotamente parecido al Front National francés o al Vlaams Belang flamenco; que, enarbolando el eslogan “por un mejor control de la inmigración”, la Plataforma per Catalunya haya conseguido menos de 5.000 votos y cinco concejales en todo el país; que, descontados el brote de Ca’n Anglada y esporádicas protestas vecinales contra algunas mezquitas, no haya habido altercados significativos entre quienes llegan y los que ya estaban aquí, eso constituye un verdadero milagro. Laico, pero milagro. ¿Debemos, a partir de ahí, tentar a la suerte?
Por otra parte, es evidente que el atractivo de España y Cataluña para los inmigrantes, legales o ilegales, lo mismo sudamericanos que magrebíes y subsaharianos, no muestra visos de disminuir. Este pasado agosto, mientras la marea de cayucos dejaba en las costas canarias hasta a 400 sin papeles por día, el secretario de Política Autonómica y Relaciones Institucionales del PSOE, Alfonso Perales, anunció: “en 10 años tendremos seis millones de extranjeros”. Tal fue el contexto escogido por el PSOE e Izquierda Unida – Iniciativa para lanzar su propuesta parlamentaria de concesión del voto municipal a los inmigrantes. Y con urgencia: para mayo de 2007, añadieron.
Pues lo siento, pero me parece una irresponsabilidad tan bienintencionada como frívola. Éste de la inmigración es un tema acerca del cual resulta fácil hacer grandes discursos y trazar planes perfectos desde un despacho institucional – ¿no iban las sucesivas regularizaciones a “resolver” el problema de los ilegales? – , discursos y planes que pueden ser explosivos una vez caídos sobre el áspero terreno de la realidad. Porque es ahí donde de veras se dirime el profundo cambio sociodemográfico que estamos viviendo: en la sutil convivencia cotidiana de las calles, las escuelas o los ambulatorios; en el delicado encaje entre valores, costumbres y modos de vida dispares, entre los miedos de quienes pueden sentirse invadidos y los recelos de quienes tantean los límites de la integración. Esta misma semana hemos sabido que la economía española crece gracias a los inmigrantes. Estupendo; pero, ¿tranquilizará eso a la familia autóctona que no obtenga la plaza escolar deseada, o la ayuda social pedida, en favor de unos inmigrantes más necesitados? ¿Acallará a los vecinos que se sientan agredidos por la instalación de una mezquita en su calle? ¿Puede alguien garantizar que nuestra economía será capaz de absorber esos tres o cuatro millones de inmigrantes adicionales que se anuncian para la próxima década?
Frente al mantra buenista de derecho al voto para todos – adaptación reciente del clásico papeles para todos – , frente a las prisas inexplicables y alarmantes, opino que lo sensato sería abrir un debate político y social reposado y pedagógico sobre este importante tema, para luego traducir sus conclusiones en reformas legales aplicables de manera paulatina a partir de 2011, en función del arraigo y la reciprocidad. Que no puede haber inmigrantes perpetuos, privados por siempre del derecho al sufragio es tan evidente como que un sistema político estable no puede aumentar su censo electoral con un 10% o 20% de recién llegados cada cuatro años. Y, por favor, que los políticos dejen de acusarse de “electoralismo” a cuenta de la inmigración: hace mucho tiempo que nuestros partidos – todos – no se posicionan sobre éste ni sobre ningún otro asunto sin previo cálculo de pérdidas – beneficios electorales.
(Puede haber caducado)