Otro naufragio de la UE

Canarias 7, 01-09-2006

Aunque diplomática y correcta, la protesta de la vicepresidenta Fernández de la Vega ante nuestros socios comunitarios, primero en Helsinki – Finlandia preside este semestre la Unión Europea – y después en Bruselas, ha sido bien audible y expresiva. El viaje ha tenido lugar horas después de que los euroburócratas manifestaran lacónicamente que “no hay más dinero” para atender las legítimas, perentorias y bien fundadas reclamaciones españolas de abastecer con suficientes medios la misión que la Agencia Europea de Control de Fronteras (Frontex) debe desarrollar en µfrica Occidental para detener o al menos mitigar la presión inmigratoria que padecen las islas Canarias. La ‘número dos’ del Gobierno ha exigido “barcos, aviones y más personal” y, en definitiva, una respuesta más efectiva al evidente problema; de momento, sólo ha recibido buenas palabras y promesas de cooperaciones futuras, pero la dureza de la interpelación española ha obligado a Durao Barroso y a sus comisarios a reconocer su inoperancia, a pretextar su inexperiencia y a considerar, en definitiva, su obligación de atender un requerimiento que es manifiestamente comunitario porque afecta a los 25. La supresión de las fronteras interiores, y aun de toda clase de controles fronterizos entre los países pertenecientes al espacio Schengen, convierte la vigilancia de las fronteras exteriores en una tarea obviamente común.

Lo sucedido en relación a este asunto resulta especialmente sorprendente si se piensa que, durante los años ochenta y noventa, la Comunidad Europea, después Unión Europea, se manifestaba orgullosamente cerrada al resto del mundo, hasta el extremo de que muchas voces del interior y del exterior criticaron con gran dureza la tentación de construir una “fortaleza europea”, inexpugnable para quienes no fueran sus ciudadanos y, por supuesto, para cualquier clase de inmigración sistemática.

Ahora, en cambio, ya ni siquiera existe una mentalidad capaz de ‘comunitarizar’ el problema de la permeabilidad de las fronteras: existe tan escasa perspectiva europea que, a lo que parece, los centro y los norteeuropeos son incapaces de ver que la sobresaturación de inmigrantes en España también les afecta ya que cualquier mínimo signo de crisis económica en nuestro país provocaría una desbandada de las masas inmigrantes hacia el Norte.

En definitiva, lo que está sucediendo, la incapacidad de Bruselas para movilizar un dispositivo después de todo simplicísimo – unas cuantas patrulleras, unos cientos de policías y una organización capaz de coordinar el conjunto y de vincularlo a su vertiente diplomática – , pone de manifiesto que la crisis de Europa, creciente y definitivamente impulsada por e fracaso de la Constitución Europea, es mucho más grave de lo que se pensaba. No estamos en un ‘impasse’ del proceso evolutivo de la construcción europea: estamos en franco retroceso de lo que se consiguió antes del último naufragio, e incluso perdiendo las referencias del camino y los objetivos que decíamos pretender.

La idea de edificar una Europa unida fue una consecuencia lógica de la gran conmoción que supuso la Segunda Guerra Mundial, cuya médula fue el enfrentamiento entre Francia y Alemania. Occidente entendió entonces la necesidad de establecer una trabazón interna que asegurase que nunca más estallarían aquellas ominosas rivalidades. Nadie dudó entonces de la necesidad de construir Europa en torno al eje franco alemán; apenas surgió un debate metodológico entre federalistas y funcionalistas, entre Altiero Spinelli y Jean Monnet. Ese debate concluyó con los Tratados de París y Roma y el triunfo de las tesis de Monnet, a quien, en palabras de Spinelli, corresponde por eso el mérito de haber puesto en marcha la unificación de Europa y la culpa de haberlo hecho por un camino equivocado. Los términos de la opción siguen siendo hoy los mismos: Federación o Comunidad; Estado Federal o Unión de Estados. Y cuando pretendíamos resolver el dilema, uno de los elementos centrales del edificio, Francia, ha manifestado que no quiere seguir avanzando Aunque bien es cierto que ella se ha atrevido a decir en voz alta lo que otros muchos pensábamos y callábamos sobre el bodrio de la pretendida Carta Europea.

La ampliación a 25, tan diplomáticamente inaplazable como políticamente prematura, ha complicado todavía más el escenario. Y no sólo por la mayor complejidad del conjunto sino porque no ha prosperado la herramienta constitucional que debía haber facilitado la gobernanza y la funcionalidad del sistema. Pero ésta no es la causa fundamental de la decadencia, de la desactivación del espíritu europeo, de la indolencia que se ha adueñado de Bruselas y de todos los vectores comunitarios de los países miembros. Francia, que ha de renovar sus instituciones el próximo año, tiene la obligación histórica de reparar el daño causado, y la ‘intelligentzia’ y la clase política europeas tienen el deber de activar y hasta de electrizar una vez más el espíritu europeísta para que la gran Idea recupere cuanto antes su entidad y su futuro.

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