TODAS LAS MANOS QUE SOSTUVIERON A MALAK Y A JOSÉ

Son tantas las dificultades, tantos los factores que se tienen que alinear para que la igualdad de oportunidades se abra paso hasta los barrios más humildes, que el estatus social de las familias sigue siendo el mejor predictor del futuro de sus hijos. Pero, a veces, las cosas salen bien

El País, J. A. Aunión, 31-03-2025

En el primer trimestre del curso en que José Santos se cambió al instituto público Séneca de Córdoba suspendió cinco asignaturas. Se había trasladado allí con la esperanza de alcanzar un nivel académico más alto que en el instituto de su barrio —uno de los más pobres de España, el Sector Sur—, y lograr así su objetivo de estudiar Periodismo en la Universidad. Pero después de los primeros tres meses, esos cinco suspensos —a él, que nunca había suspendido nada— le desfondaron, porque además no le estaba siendo nada fácil encajar; era el único gitano matriculado en el centro. Así que empezó a plantearse seriamente volver a su barrio tal y como, de hecho, le había recomendado su tutor al poco de llegar. Pero cuando José y sus padres fueron a hablar con Miguel Santiago, el orientador de la Fundación Secretariado Gitano que le había estado ayudando en sus estudios, este le dijo: “¿Te han quedado solo cinco? Enhorabuena, no está nada mal. ¿Tú sabes lo difícil que es lo que tú has hecho? Ya verás como el trimestre que viene te va mejor. Y a tus compañeros, dales la oportunidad de que te conozcan y vean lo buena persona que eres. Ellos se merecen conocerte y tú a ellos”. José aguantó y, efectivamente, todo acabó mejorando. Seguramente la vida de este joven periodista de 25 años sería hoy distinta si en aquel momento hubiera tomado otra decisión.

Algo parecido sucedió el día en que Manuel López, profesor de la FP de grado medio de Administración en la Fundación Tomillo de Madrid, paró un momento a una de sus alumnas, Malak Jaber Lafriakh, antes de entrar al aula: “No estás bien, vete por favor a ver a Bárbara [Muñoz García, la orientadora]”. Cuando la joven se preocupó por la clase que estaba a punto de perder, añadió: “Olvídate de eso. Ya la recuperaremos cuando sea. Ve”. En el despacho, la chica de 18 años por fin se desahogó: su padre, su referente, el hombre que un día llegó a España en patera desde Marruecos y logró sacar adelante a una familia de 12 hijos, acababa de morir. Y lo estaba pasando muy mal. La orientadora comenzó entonces un trabajo que, junto al de sus compañeros y al esfuerzo de la propia Malak, mantuvo a la muchacha en el camino. No solo se sacó aquella FP, sino después otra más. Ha trabajado en hostelería, como auxiliar de enfermería y asistente personal de una familia adinerada. Hoy tiene 29 años.

Son tantas las dificultades, tantos los factores que se tienen que alinear para que la igualdad de oportunidades se abra paso hasta los barrios más humildes, que el estatus social de las familias sigue siendo el mejor predictor del futuro de sus hijos. Ni Malak ni José proceden de los márgenes más extremos de la exclusión social, pero precisamente por eso sus historias ilustran tan bien toda la red de apoyo familiar e institucional, todas las personas que hacen falta para romper las barreras de prejuicios y de falta de expectativas, no ya para alcanzar una vida y un trabajo determinados, sino para poder tener la vida y el trabajo que elijan y no los que acepten pensando que no les queda más remedio.

Para contar su historia, les hemos pedido a los dos que nos señalen a esas personas que les ayudaron a tomar buenas decisiones y a seguir en el camino que se habían trazado.

La historia de José
“Yo vengo de una familia gitana, humilde. He crecido en el Sector Sur de Córdoba, muy pegado al polígono Guadalquivir y a los vikingos”, cuenta José Santos, de 25 años. “Allí el éxito educativo es muy bajo, muy pocos llegamos a la universidad o, incluso, a obtener el graduado básico. En el colegio de mi barrio, donde la mayoría de mis compañeros eran gitanos, estuve muy bien. Pero al llegar al instituto, vi que mis oportunidades iban bajando, el nivel educativo era menor, casi nadie tenía aspiraciones de seguir estudiando, pero yo sí”.
La historia de Malak
Malak Jaber Lafriakh tuvo claro muy pronto que el camino académico del bachillerato y la Universidad no era el suyo. Última de una prole de 12, llegó a España desde Marruecos, a un pueblo de Cuenca, a los tres años. Cuando a los seis, ya en Madrid, comenzó su escolarización, el idioma supuso una gran dificultad. Repitió segundo de primaria. Con todo, sus recuerdos del colegio, en el barrio del Puente de Vallecas, son muy felices. Fue al llegar al instituto cuando los estudios se le hicieron cuesta arriba; no podía con ellos. Y repitió también segundo de la ESO. Decidió que así no quería seguir. Pero una vecina le habló de una fundación que ofrecía unos cursos llamados PCPI con los que los chavales aprendían los rudimentos básicos de un oficio mientras seguían avanzando en las materias básicas. Eso sí, estaba en Orcasitas, a varias paradas de metro y otras pocas de cercanías. Su madre no estaba convencida. Por la lejanía (había perdido un hijo años atrás, enredado en una pelea, y se había vuelto mucho más protectora, sobre todo con las niñas), pero también porque creía que si no lo conseguía donde estaba, tampoco lo haría en un sitio nuevo. Su padre, aunque al igual que su esposa no terminaba de entender bien qué era aquello del PCPI, decidió confiar. Y acertó.
Tuvo que dejarlo. Pero, a estas alturas ya estaba equipada con la confianza y las herramientas necesarias para seguir adelante sin grandes aspavientos. Acordándose, tal vez, una vez más, de su padre: si él, que lo había tenido mucho más difícil, que había llegado a España en patera cuando apenas era un adolescente, había conseguido salir adelante —fue albañil, jardinero, pintor, carpintero…—, ella también podría.

Así, tras algo más de un año y medio como asistente personal de una familia adinerada, Malak lo dejó el mes pasado: “Soy muy joven para dedicarme a algo que requiere un compromiso y una disponibilidad que no dejan hueco para nada más”. Su idea es concentrarse durante unos meses en estudiar inglés y seguir su camino en el extranjero: “Estoy pensando en Suiza, Noruega, tal vez Luxemburgo…”.

José Santos, de momento, no piensa en marcharse de Madrid. Está contento en la fundación, aunque no se cierra la puerta a nada. Hace poco, estuvo en el Parlamento Europeo presentando una iniciativa de la red de jóvenes gitanos. “Yo estoy orgulloso de venir del mercado y por eso me he fotografiado aquí, en el puesto de mis abuelos. Pero ellos mismos, igual que siempre han querido que nos sintiéramos orgullosos, también han querido que progresáramos, porque esto es muy duro, el día que no vendes, no cobras…”.

Miguel Santiago, el orientador del Secretariado Gitano que siguió la progresión de José desde el principio, lleva toda la vida en el activismo en favor del pueblo gitano. Cuenta que, como parte del colectivo que tuvo más oportunidades, que pudo formarse, ha sentido siempre una cierta obligación. Después de posar para nuestra sesión de fotos, un sábado nublado en el mercado de la Fuensanta de Córdoba, cuenta las discusiones que tiene a veces con los jóvenes: “Si yo no te digo que seas una cosa o la otra. Y me parece muy bien que te quieras dedicar al mercado, pero fórmate. Primero, porque te irá mejor con el puesto y, si el día de mañana quieres por lo que sea hacer otra cosa, también te será más fácil. Es así de sencillo”.

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