EL DRAMA DE LA INMIGRACION / La vida sin papeles
El Tercer Mundo está en Albacete
El Mundo, 31-08-2006Cientos de inmigrantes hacinados en una nave se niegan a ocupar un albergue por el que el Ayuntamiento les quiere cobrar un euro Atravesar la valla de la antigua fábrica de Cereales Saltó es como traspasar la barrera que separa el Primer del Tercer Mundo. La gran diferencia es que aquí no estamos en un poblado de Nigeria o Malí, sino en el corazón de La Mancha.
Detrás de los 11.826 subsaharianos trasladados desde Canarias a la Península a lo largo de 2006 se esconde la mirada desesperada de Mohamed, mauritano de 32 años; la risa nerviosa de Omar, maliense de 38 años, o la elegancia innata de Mohamed Wague, otro maliense de 30 años, que bien podría trabajar como modelo si sus circunstancias fueran distintas.
Si Buñuel tuviese que rodar hoy en día Los Olvidados no tendría que irse a México, sino que debería recalar en esta nave industrial abandonada en la carretera de las Peñas, en Albacete. Allí, unos 900 inmigrantes viven o, mejor dicho, malviven entre escombros en este pabellón y en las viviendas y almacenes aledaños.
A pesar de la cochambre y la miseria, los sin papeles se resisten a desalojar el recinto y a trasladarse a unas casetas nuevas, que les ha instalado el Ayuntamiento y por las que les quiere cobrar un euro diario. «Estas viviendas están muy lejos, fuera de Albacete. Además, hay que pagar un euro. ¿Cómo voy a pagarles si no tengo dinero para comer?», se queja Mohamed Hamadi.
Otros argumentan que no hay gas para cocinar y son muchos los que tienen miedo a que la policía vaya allí a buscarles para expulsarlos del país. «No me gusta porque están muy lejos. Y dicen que tienes que pagar algo», argumenta Hassán, marroquí de 23 años.
La concejala de Inmigración de Albacete, Adriana Menéndez, no oculta su sorpresa ante la situación: «Es un contrasentido. No entiendo que prefieran vivir hacinados contra una pared en condiciones de insalubridad. No comprendemos por qué no quieren venir», asegura a este diario la edil socialista.
Contrato de trabajo
Las casetas están reservadas para los trabajadores temporeros sin vivienda, es decir, inmigrantes que tienen un permiso de trabajo y un contrato o para aquellos que aunque no tengan un contrato puedan acreditar que están trabajando. Por desgracia, el 98% de los sin papeles que habitan en la nave no reúne ninguno de estos requisitos.
Las casetas prefabricadas tienen duchas, aseos, comedor, e incluso, hornillos para cocinar, lo que puede parecer un hotel de cinco estrellas al lado de la antigua fábrica en la que residen. Cartones rotos, colchones tirados, sillones desvencijados, tiendas de campaña maltrechas, mantas roídas… cualquier material es oportunamente reciclado para adecentar, si es que es posible, el recinto. En medio de tanta cochambre, rodeado de miseria, un africano recién duchado se da crema hidratante para refrescar su piel.
A pesar de sus ropas viejas y de sus harapientos zapatos, los subsaharianos conservan su dignidad intacta y dan un trato exquisito a los periodistas. Cuando se les pregunta si en sus países dormían en estas circunstancias, exclaman tajantemente: «¡No! En Africa dormíamos en condiciones mucho mejores».
Mohamed Wague deseaba venir a Europa: «Esperaba encontrar dinero y fortuna. Para Africa, Europa es el paraíso terrestre», relata en francés mientras se fuma un cigarrillo. Como decía Santa Teresa, ha derramado más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.
Ninguno de sus sueños se ha cumplido y sus anhelos se han convertido en pesadillas. Lleva seis meses en España y, como el resto de los sin papeles, vive a salto de mata, de acá para allá, de Cataluña a Murcia, de Albacete a Almería, en busca de un trabajo que nunca llega, esperando la enésima cosecha y que le empleen durante tres días seguidos si es que hay suerte. Son carne de cañón de los rumores, de las mafias y de desaprensivos, que, en ocasiones, les hacen trabajar a destajo y luego, se dan a la fuga sin pagarles.
«No tengo papeles y no puedo tener un empleo estable. Me gustaría quedarme y trabajar», explica Mohamed, consciente de su situación. Recaló en Tenerife tras una travesía infernal de seis días; después fue trasladado a Madrid, se fue a Alicante y encontró trabajo en Lepe (Huelva) en la campaña del melocotón. Ahora, en Albacete, se levanta a las cuatro de la mañana con la esperanza de que alguna de las furgonetas que vienen a buscarlos le lleve a la recogida de la cebolla. El martes logró trabajar, pero ayer no tocaba.
Albacete se ha convertido en un enclave estratégico para los inmigrantes debido a su cercanía a Murcia y a Valencia. Muchos se han asentado allí aunque no trabajen en la ciudad, sino en los pueblos cercanos o en otras provincias.
La historia se repite. Conseguir los papeles y tener comida es la letanía que entonan todos al unísono. El campamento está repleto de hornillos con enormes cazuelas en donde cocinan purés y el omnipresente arroz. A media tarde, Juan Miguel, empleado en una tienda de muebles, rompe la monotonía y les trae unas persianas de madera para que las quemen. Al cabo del tiempo, comienza la fiesta. Los rumanos llegan con un cordero en su coche que será sacrificado por la noche. Lo han comprado entre varios africanos para comer carne durante algunos días.
Como en la vida misma, hasta en esta fábrica abandonada existen clases. Los rumanos están mucho mejor instalados y poseen más medios que los subsaharianos. Los primeros viajan con la familia a cuestas, habitan en viviendas y algunos poseen coches. Los segundos son los sin nombre y no tienen nada. Sólo les queda la esperanza: «Esta situación se va terminar. No hay nada que no tenga fin», afirma confiado uno de ellos.
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