Tenerife, mi niña
La Verdad, 30-08-2006Cuando se avista, casi nadie se mata por comprobar si tiene forma de triángulo isósceles. Ni por medir la la intensidad con que soplan los tropicales alisios, tan evocados por los marinos de las viejas epopeyas. Los nuevos Ulises que arriban a la isla son impulsados por sueños y motivaciones bien distintos. Todos buscan, todos buscamos una especie de paraíso perdido que, en verdad, el capricho del Pantocrator encestó desde lo alto en el Atlántico corsario y bravucón y acertó, hizo diana.
Este peculiar microcosmos acoge por igual, acoge siempre. La alfombra guanche ha adaptado desde hace décadas su autoctonía a la convivencia multicolor, con los alemanes más selectos, con los peninsulares inquietos y amantes de los pequeños placeres, sean más o menos selectos, y también con otros. El cóctel de plátano o de ron pueden adormecerte bajo las palmeras y las oquedades del paisaje volcánico pueden resecarte. Hay opciones, múltiples y distintas. Prisa, no la hay. Sería una intrusa, un huesped mal avenido con la costa azulísima e inquietante que salta a pequeñas zancadas desde Puerto de la Cruz a Icod de los Vinos, la Orotava o a Playa de los Cristianos con la elegante sagacidad del podenco que todo lo olfatea pasando del reloj. Una hora menos en Canarias. Fastidioso e innecesario el tiempo ficticio y cronometrado entre la exuberancia de los tapices de patatas, tomatitos, abetos en flor, retamas y almendros. La madre tierra no precisa de aquél para germinar, sino del beso climático, siempre igual, siempre meciendo a la isla con el mismo sabor y el mismo ritmo para que no se altere, para que no escore por ninguno de los puntos cardinales, para que siga siendo, al igual que sus hermanas del Archipiélago, Afortunada.
Así las llamó ya Sertorio, en el siglo primero a.C., cuando arribó a sus costas para enganchar a los nativos a su escarapela. Lo consiguió tan sólo a medias. Bajo su aparente mesura y apacibilidad, los canarios son firmes y viriles. Su cortesía, con un regusto melancolicamente luso y algo inglés, no siempre es concesión. No pudieron con ellos ni Fernández de Lugo,a la primera, en época de los Reyes Católicos, ni siglos después Blake, pirata, ni Nelson, almirante pero con resabio de filibustero. Islas codiciadas por su estratégica posición geográfica y sus recursos naturales y también marcadas por la contradicción. Centrípetas donde podía adormecerse la presunta disidencia ideológica – que se lo digan a Unamuno – o centrífugas para acallar aventuras de enaguas – digánselo a Benito Pérez Galdós – . Había y sigue habiendo muchas preguntas y opciones en este juego de los porqué. Por qué Colón recaló en Gran Canaria antes de lanzarse a su sueño del Continente matematicamente intuido, por qué Tenerife, mi niña, al igual que la mayoría del archipiélago, exhiben artesonados mudéjares en las techumbres de sus espléndidas iglesias, por qué el Teatro Guimerá es de estilo isabelino, por qué los bordados en hilo con encajes son exquisitos, por qué Chirino y Kraus son precisamente canarios, por qué la visita a Loro Park – que no es sólo para niños – resulta tan imprescindible y por qué los zumos de papaya y mango allá saben mejor. Todo tiene un porqué que yo no intento ni quiero desvelar ahora. Seguramente, la experiencia sea la mejor maestra. Quizá, lo sea la imaginación, que suele ser más piadosa. Probablemente, sea la imaginación la impulsora del viaje de los otros que también se agitan con el insomnio del Edén. He dicho al principio que en Tenerife están los alemanes, los peninsulares y también los otros.
Este insomnio del Edén, alcanzable porque está a la vuelta de la esquina, y donde basicamente se puede comer, empuja a cientos y miles de africanos – no importa su exacto país de origen – a perseguir a nado la supervivencia, o quizá la estabilidad tras la onírica inserción. No es ficticio, lo he presenciado, lo he vivido. Sin avisar, irrupciones de ébano que caen en las tumbonas playeras o en lo setos del chalé de lujo o en los snacks de moda. No es grato degustar el té de las cinco con un remo de cayuco invasor, seamos sinceros y no fariseos. Pero es absolutamente ingrato el rechazo y la indolencia ciega ante el problema. Las autoridades y la ciudadanía ya se han percatado. Tenerife, mi niña, acoge. Que no griten otras Comunidades autónomas ni se alarmen en exceso ante el riesgo de una recolonización de la Costa Brava – de la que soy devota, por otra parte – . Las islas han sido siempre hospitalarias y ahora lo están demostrando. Pero no se cabe, no cabemos, el Paraíso en la tierra también es finito. Hay opciones, como dije. Es cuestión de saber elegir la más adecuada y eficaz ante la evidencia de que la ONU, la FAO y todos los demás han demostrado hace tiempo pasar del problema ignorando la verdadera solución: no repatriar ni dar limosna, sino promocionar las fuentes de riqueza de todo el Padre Atlas, que tener las tiene, educando y formando a sus legítimos habitantes en su legítima tierra. También mi frase suena a utopía del Paraiso. Pero la he dicho. En ese pequeño paraiso que es Tenerife, en Puerto de la Cruz y en su casco histórico, hay una pequeña iglesia franciscana, joya artística, que en tiempos fue la ermita de San Juan. Dentro, en uno de sus muros, pende un crucifijo del bajo Gótico, tallado en madera, pequeño, algo carcomido y de rostro sereno. No tiene brazos. Los perdió no se sabe dónde ni cuándo. Quizá fue el pellizco del Atlántico, quizá el amargor del tiempo vivido. A sus pies, reza esta inscripción: «Vosotros sois mis brazos». Con los brazos se acoge y se abraza, pero también son los mástiles para escribir. La legislación se escribe y, aunque por motivos obvios, debe mantener su idiosincrasia, también puede empaparse de ese mensaje de quien, en vida, fue entrañablemente misericordioso. En todo paisaje y en Tenerife, mi niña.
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