ARTÍCULO // EL DERECHO EUROPEO

Sobre la ciudadanía romana

El Periodico, 30-08-2006

JUAN-JOSÉ López Burniol
Notario

Los romanos fueron el único pueblo que logró unificar la totalidad del litoral mediterráneo bajo una sola autoridad y mantener su imperio durante siglos, lo que constituye uno de los hechos más notables de la historia. Roma, a diferencia de la Grecia clásica, supo construir un imperio y una civilización compactos, bajo la hegemonía de una ciudad. ¿Cómo fue posible este fenómeno? Los historiadores coinciden en que la razón de este éxito radicó en la perfección y sutileza del Derecho romano, no considerado nunca por los juristas de Roma como un corpus cerrado y dogmático, sino como un sistema jurídico susceptible de una continua adaptación a la realidad cambiante según sus propios principios. En efecto, paulatinamente y en continua readaptación a las exigencias planteadas por las nuevas circunstancias, las viejas normas consuetudinarias de los antepasados – – las mores maiorum – – , de base aristocrática, exclusivista y cerrada, fueron evolucionando hasta conformar un plan vinculante de convivencia en la justicia, al que quedaban sometidos y de cuya protección gozaban todos los hombres libres que llegasen a ser ciudadanos del Imperio. Es decir, las instituciones del Derecho romano y sus formas jurídicas tuvieron una capacidad creciente de ampliarse y de hacerse más complejas – – al tiempo que se hacían más abiertas y flexibles – – a medida que Roma crecía y aumentaban sus territorios y súbditos.

LA CLAVE de esta capacidad de evolución jurídica descansa sobre dos factores. Por un lado, la flexibilidad del sistema jurídico romano supuso un avance extraordinario respecto a las anteriores civilizaciones, para las que toda norma – – código de Hamurabi, Decálogo… – – era por esencia inmutable, mientras que, para los romanos, era justo – – ius – – lo que la sociedad, a través de sus jueces, reconocía como ordenado y ajustado, en cada caso, a las conveniencias generales. Y, por otra parte, el juego desempeñado a lo largo de la historia de Roma por el concepto de ciudadanía constituyó un desafío y un estímulo.
En efecto, hasta la caída de la República en el siglo I a. de C., Roma estuvo gobernada por una oligarquía. No era una casta sino un grupo grande y fluido de ciudadanos que consentía la admisión de nuevos miembros – – no precisamente pobres – – en su seno. En este sentido, existe cierta similitud entre la República romana y la forma de gobierno representativo que se desarrolló en Gran Bretaña durante los siglos XVII y XVIII, donde la clase dirigente era elegida por un limitado pero significativo sufragio público. Pero, en Roma, lo auténticamente esencial era que el concepto de ciudadano romano – – de romano – – era estrictamente jurídico, por lo que cualquiera, fuera cual fuese su raza, podía llegar a ser ciudadano romano. Esto constituía – – escribe Richard Jenkyns – – “una medida notablemente liberal, y como tal asombró a los mismos griegos: ya en el siglo III a. de C., el rey Filipo V de Macedonia fue informado de que los romanos eran tan liberales otorgando la ciudadanía que se la concedían incluso a los antiguos esclavos”. Y es que gran parte del mundo romano – – añade Jenkyns – – “carecía hasta extremos sorprendentes” de sentimiento nacionalista; razón por la que no puede suponerse – – por ejemplo – – “que un caballero britano – romano del siglo II a. de C. sintiese la misma clase de resentimiento hacia la dominación extranjera que un indio culto de la época de Ghandi, pues la Britania romana no era simplemente una sociedad de celtas gobernados por itálicos; da la casualidad de que uno de sus primeros gobernadores era de origen bereber”, lo que permite ironizar a Jenkyns acerca de que “en Britania los negros comenzaban su carrera por el nivel superior”.
Pero es que, en la propia Roma, los no itálicos alcanzaron posiciones de poder ya en el siglo I d. de C. En este marco, resulta lógico que – – tras la guerra social del 91 al 88 a. de C. – – se ampliase a casi toda la península Itálica la ciudadanía de Roma; y que – – el año 212 d. de C. – – Antonino Caracala la otorgase a todos los súbditos libres del Imperio.

SOBRE ESTE acto integrador – – “fundidor de pueblos”, según Álvaro d’Ors – – se asienta la idea de ciudadanía universal que constituye uno de los ejes axiales de la cultura europea: que una única ley hace libres e iguales – – en derechos y deberes – – a todas cuantas personas están dentro de su ámbito de aplicación. A ello se refería sin duda Xavier Zubiri cuando escribió que “la metafísica griega, el Derecho romano y la religión de Israel (dejando de lado su origen y destino divinos) son los tres productos más gigantescos del espíritu humano”. Y, por eso mismo, cada vez que el nacionalismo adopta en Europa su peor faz, se suspende la vigencia del Derecho y decae la noción de ciudadanía. Joseph Roth lo denunció con fuerza: “El mundo amenazado y aterrorizado debe darse cuenta de que la intromisión del cabo Hitler en la civilización europea no significa solo un nuevo capítulo del antisemitismo. … Combatiendo a los judíos se está persiguiendo a Cristo. Por una vez, no se mata a los judíos porque hayan crucificado a Cristo, sino porque lo han engendrado. Cuando se queman los libros de autores judíos, en realidad se está echando a la hoguera el libro de los libros: la Biblia. Cuando se expulsa y encarcela a jueces y abogados judíos, se está atacando, en el fondo, al derecho y la justicia”. Se ataca, en suma, la raíz última de Europa. Un viejo profesor me dijo lo mismo, de forma chusca, hace tiempo: “Las identidades existen, pero cambian. Por eso, si alguien se empeña en que son intocables, ojo con él: algo tuyo peligra”. “¿Por qué?”, pregunté. “Porque quiere seguir cortando el bacalao”, respondió.

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