Desheredadas

La Vanguardia, 29-08-2006

MIQUEL MOLINA

¿EXIGIREMOS al inmigrante que vota que, además de hablar catalán, sepa que aquí la mujer es libre?
La constatación visual y estadística de que España ha registrado estos años una sacudida demográfica que la va a cambiar para siempre ha generado un lógico desasosiego en la ciudadanía. Pocos observadores de la realidad dudarían ahora de que de seguir incrementándose en el futuro el número de sin papeles en la misma proporción que lo ha hecho en el último lustro nos veremos abocados a un auténtico problema social.

La percepción de que la inmigración podía ser a la vez un problema y una ventaja se tenía ya a mediados los 80, cuando los desheredados del África negra empezaron a hacerse visibles en las plazas públicas de la Catalunya frutícola. Por ejemplo, en 1987 en algunos pueblos del Segrià. Fue cuando un grupo de temporeros subsaharianos inició una huelga de brazos caídos para protestar por el salario de atropello que percibían y por tener prohibida la entrada en los bares. La denuncia de aquellos abusos despertó el interés de la Inspección de Trabajo, que empezó a incomodar a los negreros.Fue el inicio de una desconfianza mutua que con el tiempo no hizo más que aumentar. Pero aquel desembarco tenía también su cara amable. En la misma Lleida, el African Bar de la calle La Palma se convertía en refugio de jóvenes locales que abrazaban los ritmos de Salif Keita y el exotismo del cuscús como una vía de escape de la monotonía cultural imperante. El impacto revitalizador que tuvo en la vanguardia francesa de 1920 el desembarco de la negritud lo degustaba en los 80 la Catalunya hastiada del monopolio de rockeros con flaviol y de restaurantes de manteles a cuadros.

Desde entonces, la lista de supuestas ventajas e inconvenientes de la inmigración no ha hecho más que agrandarse, aunque lo que de verdad da una nueva dimensión al debate es el anuncio de que se extenderá a los inmigrantes el voto en las municipales. La sola mención de esta posibilidad ha propiciado tomas de posición significativas. En Catalunya, tanto en la esfera política como en la ciudadana – las cartas al director-, lo que polariza la controversia es si procede o no exigir al inmigrante que quiera votar la aceptación previa de los valores en que se basa nuestra convivencia. Y, en este contexto, se ha hablado y escrito sobre todo del necesario o no necesario conocimiento del catalán y el castellano. Así, en la próxima campaña electoral habrá quien abogará por una nueva normalización lingüística y quien recordará que las lenguas evolucionan irremediablemente a su aire al margen de las más férreas voluntades políticas.

Pero lo que es poco probable es que el debate se fije en una delicada cuestión que afecta sobre todo – aunque no únicamente- a la inmigración musulmana. Porque está por ver si nos preocupa que sus tradiciones patriarcales y la cultura que relega a la esposa a la oscuridad del hogar conyugal van a acarrear un retroceso de los derechos de las mujeres sobre el suelo de nuestras ciudades. Que tras décadas de lucha por la igualdad tengamos que tragarnos el sapo de ver que no todas las barcelonesas censadas pueden elegir libremente – sin permiso del marido o padre- entre Joan Clos o Xavier Trias debería preocuparnos como mínimo tanto como la aptitud lingüística del votante. ¿O no? Tal vez hará falta que se cometa en el Raval un crimen de honor como el que sacude estos días Italia para que nos demos cuenta de lo que realmente cuenta.

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