Miles de migrantes afrontan el temor de celebrar su última cena de Acción de Gracias en Estados Unidos por miedo a ser deportados

Nueva York ofrece garantías a los indocumentados, que los protegen parcialmente de la política migratoria anunciada por Donald Trump, a diferencia de otros Estados

El País, María Antonia Sánchez-Vallejo, 28-11-2024

El temor a deportaciones masivas —y a posibles separaciones familiares— se cierne como una losa sobre decenas de miles de migrantes como los que el viernes pasado acudían a un reparto de comida para la fiesta de Acción de Gracias, organizado por la ONG New Immigrant Community Empowerment (NICE, en sus siglas inglesas). Para muchos de ellos este jueves será su primera Acción de Gracias (Thanksgiving en inglés), la fecha más importante del calendario festivo estadounidense, pero también la última si los planes de Donald Trump de expulsar a los indocumentados (11,3 millones en EE UU, 412.000 en Nueva York) se sustancian por encima de las abundantes complejidades técnicas (la gestión de expedientes, la mayor de todas).

Gladys Carolina, venezolana, que llegó a Nueva York en marzo con su esposo y dos hijos de 17 y 9 años, relativiza la amenaza, pero no oculta su ansiedad. “Quienes hemos cruzado el Darién y sobrevivido a la Bestia [el tren de carga que atraviesa México], podemos afrontar lo que sea, menos volver a Venezuela, eso jamás. Pero claro que tememos lo que pueda suceder, estamos en vilo, porque es una incógnita”. A su lado, Carolina López, ecuatoriana de 28 años, se aferra a la bolsa con el pavo que le ha entregado la ONG mientras acuna a Liam, de dos meses. Su primera cena de Acción de Gracias, que en otras circunstancias sería dichosa, se ve empañada por el miedo a que una orden de expulsión la separe de su hijo. “Tengo pánico por el bebé, porque si me deportan lo dejarán aquí, donde ha nacido. Mi esposo espera recibir pronto permiso para trabajar, pero parece que eso tampoco garantiza nada”, explica. Según los abogados de inmigración, el trámite en curso no exime de la deportación.

La primera, beneficiaria con el resto de su familia del denominado estatus de protección temporal (TPS, en sus siglas inglesas) por proceder de Venezuela, corre el mismo riesgo de expulsión que la segunda, inmigrante económica sin amparo legal. Para la futura Administración republicana, no hay diferencias, y los dos millones de residentes temporales legales, como Gladys Carolina y su familia —en total, el 4% de los extranjeros que vivían en EE UU en 2022, según Pew Research Center—, son hoy poco menos que un brindis al sol del complejo, y disfuncional, sistema migratorio, que ahora mismo tiene pendientes de resolución 3,7 millones de expedientes. Al ritmo actual, su tramitación llevaría cuatro años, pero pueden llegar a ser 16 bajo el plan de deportación masiva del presidente electo. Toda la operación podría costar a los contribuyentes entre 150.000 y 350.000 millones de dólares.

Grupos y activistas de derechos humanos han pedido al presidente Joe Biden que acelere medidas para proteger a los migrantes más expuestos, los sin papeles, pero también los titulares de una green card, el otrora preciado permiso de residencia y trabajo, que ya no protegerá más. Entre los miembros de la comunidad de NICE, “hay estatus migratorios diversos: gente con TPS, beneficiarios de DACA [el programa de la era Obama para quienes llegaron al país de niños, y contra el que ya arremetió Trump en su primer mandato], personas sin ningún tipo de papeles, incluso tras 20 o 30 años en el país; algunas casadas con estadounidenses o con hijos estadounidenses”, explica Nilbia Coyote, directora ejecutiva de la ONG. Todas ellas tienen en las leyes del Estado de Nueva York una garantía adicional de la que carecen, por ejemplo, los jornaleros indocumentados del sur de California, previsibles víctimas instantáneas de los planes de Trump.

“Toda esta gente es parte de Nueva York, y es una parte visible, que ya no vive en las sombras gracias a años de trabajo y lucha. Nueva York es una ciudad santuario [refugio] y vamos a defender esa condición frente a cualquier retórica divisoria. Hemos vivido otras crisis, como la pandemia o la que arrancó en la primavera de 2022″, cuando decenas de miles de inmigrantes empezaron a ser enviados a ciudades demócratas como Nueva York, Denver, Boston o Chicago por el gobernador republicano de Texas para presionar al Gobierno federal, y NICE llegó a acoger entonces a un millar al mes. “Hace ocho años [primera presidencia de Trump] y hace dos semanas escuchamos lo mismo: ‘Tengo que salir a trabajar a las 3 de la mañana para encadenar tres turnos seguidos”, continúa Coyote, “esa es la realidad”.

La directora de NICE relativiza los planes de contingencia para subrayar que lo urgente no debe relegar lo importante, “empoderar a los que llegan con un plan de aprendizaje para la vida cotidiana, sobre cómo tramitar el carné del Estado [de NY, un documento de identidad legal incluso para los sin papeles], el permiso de conducir, cómo abrir una cuenta bancaria… Son personas resilientes, que han cruzado siete u ocho fronteras y por supuesto tienen ansiedad, sentimientos… pero no están solos. No podemos dejarnos arrastrar por el miedo justo cuando más hay que hacer”.
Los servicios legales, a la expectativa

Omayra, voluntaria que regula la fila para la entrega de comida, cuenta que para calmar los ánimos suelen decirles que los planes de deportación afectarán primero a aquellos con antecedentes penales u orden de expulsión previa, un supuesto confirmado por el propio zar de la frontera de la Administración entrante, Tom Homan. Pero nadie está libre de un fortuito encuentro con policías en la calle, por ejemplo. “Nuestro equipo legal está preparado para responder a casos urgentes, también se han reforzado los servicios de salud mental, pero hay que esperar y ver cuál es la maquinaria de deportación”, subraya Coyote. Gladys Carolina dice no temer un encontronazo con la policía, “somos gente de bien, tenemos el expediente limpio como una patena”, pero su tocaya ecuatoriana sufre cada vez que su esposo se aventura en el barrio. “Cuando se demora y regresa tarde al albergue yo ya temo que le haya pasado algo”, explica.

En otros puntos del país, como las zonas agrícolas, donde el trabajo de los indocumentados es la norma, las ONG les recuerdan que tienen derecho a permanecer en silencio si son detenidos, que sólo deben abrir la puerta a los agentes de inmigración con una orden de registro judicial, que no deben firmar ningún papel sin un abogado presente, y, muy en especial, que preparen un plan de contingencia familiar: un poder notarial o equivalente por si son separados de sus hijos, en favor de los eventuales tutores que queden a su cargo.

“No queremos fomentar más miedo, pero sí que todos estén preparados para cualquier eventualidad”, ha dicho Luz Gallegos, directora ejecutiva de Centro Legal TODEC, una ONG de California que realiza sesiones informativas a diario en los lugares de trabajo después de que su teléfono de atención se viera colapsado por un aluvión de consultas nada más conocerse el resultado de las elecciones.

La incierta suerte de un indocumentado diferirá mucho de su lugar de residencia: es más bien negra en Texas, que se ha propuesto como el gran trampolín para la repatriación; ambigua en California, con una legión de irregulares sin cuyo trabajo no habría cosechas, o más benigna en Nueva York, donde se emplean mayoritariamente en la construcción y los servicios. “El país entero se pararía si deportan a los migrantes”, recuerda Coyote. La Gran Manzana, “además de ofrecerles ayudas” como el citado carné de identidad estatal, cupones para alimentos o atención sanitaria como la que permitió a Carolina López dar a luz “sin ningún tipo de problema ni papeles” en un gran hospital, también los protege, teóricamente, con leyes que limitan la cooperación del Departamento de Policía con los agentes federales a la hora de ejecutar una orden de deportación. Eso sí, un rango por encima de la policía local, el temido Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, en sus siglas inglesas) tiene la prerrogativa de detener a personas en la ciudad aunque ni esta ni el Estado tengan fronteras exteriores.

No deja de ser una paradoja que la ciudad que se ha bandeado a duras penas para dar cabida a más de 223.000 nuevos migrantes en los últimos dos años —más de 150.000 han salido ya del sistema de albergues y viven por su cuenta o se han ido a otro lado—, se vea obligada ahora en el sentido contrario, el de expulsarlos. El alcalde, el demócrata Eric Adams —muy disminuido políticamente tras ser imputado por corrupción—, ha dicho que se opone a las deportaciones masivas, pero no a la de los acusados de delitos. Tanto Gladys Carolina como Carolina López aún viven en albergues, pero en Thanksgiving trincharán el pavo que les ha entregado NICE en casa de conocidos y familiares que ya han dado un paso hacia la integración y viven en apartamentos compartidos. “¿Qué daño hacemos si lo único que pretendemos es trabajar y vivir decentemente para criar a nuestro hijo?”, se pregunta Carolina López. “Quedarnos en EE UU no es un capricho ni un sueño, es la única opción posible, porque a Venezuela no podemos regresar”, concluye Gladys.

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