No es metáfora

Las Provincias, 27-08-2006

Pasear por Valencia durante los lentos y tórridos días de agosto se puede convertir en una experiencia cultural interesante para los que no hemos tenido ocasión de abandonar del todo el trabajo o no hemos encontrado lugar mejor donde descansar: una gran cantidad de extranjeros la invaden atraídos por el turismo de élite, y una mayor cantidad impelidos por el hambre en busca de un trozo de pan.


Pero todavía hay un lugar más específico para poder comprobar la alegría de ese reencuentro con el estómago normalizado: los supermercados. En ellos, midiendo cuidadosamente cuánto cuesta un céntimo, las compras dejan de ser rutinarias y sin desgana para convertirse en la alegría de toda la familia que la va a gestionar con eficacia y cierto recelo a lo largo de la semana. Pero aun así, estos emigrantes de ciudad, intentando olvidar los recientes jirones en el estómago, no dejan de ser unos privilegiados.


A pocos kilómetros y ya en nuestras costas, cada fin de semana nos vamos acostumbrando a la información cada vez más inflada por la realidad misma de los miles de subsaharianos que alcanzan las costas de nuestro próximo archipiélago, y cada fin de semana nos parece que los números se hacen insostenibles. Y ya empieza a ser Gobiernos, no sólo de Canarias, sino de casi todas las comunidades autónomas. Todas las gobernadas por el PP, y la nuestra también… por supuesto.


Pero a pesar del miedo teórico que nos invade ante semejante invasión (que suele ser inmensamente mayor y más amenazante a través de los aeropuertos…) yo todavía no he encontrado en mi propia vida el menor efecto negativo por la presencia de esta sangre nueva. Ya nadie habla del quiebro de la seguridad social o de que peligren las pensiones de los que peinamos canas… La consabida baja tasa de natalidad española ha salido de una zona de futuro alarmante, con el simple fallo de que los orígenes de los nuevos españoles no sean estrictamente castizos… Y a pie de obra, el paro es como si hubiera desaparecido, a pesar de que los descontentos de siempre atribuirán injustamente a los emigrantes que se ocupen en unos trabajos que muchos de ellos desprecian.


Sin embargo, estos remedios a nuestra opulenta riqueza, tendemos a atribuirlos casi exclusivamente a los inmigrantes legales. Quien no se encuentra en situación administrativa regular, parece que no le reconozcamos siquiera el derecho ni a contribuir a ganarse su pan ni a colaborar en la riqueza común. Contribuyen a la riqueza común, sin duda, sólo que mediatizados normalmente por algún intermediario más, que usurpa los derechos al ilegal asalariado, y los de todos los ciudadanos que tenemos derecho a que quien se enriquezca lo haga de acuerdo con la ley y en iguales circunstancias con sus conciudadanos, y que pague al fisco lo estipulado en cualquier contrato.


Pero el mayor reproche que les hacemos a los ilegales, especialmente a los que vemos llegar en esquemáticos cayucos, es que golpeen nuestras conciencias cada fin de semana, viéndolos en los reportajes televisivos y comprobando de manera directa la situación en que llegan, y comprobando la injusta disparidad de niveles de vida en tan pocos kilómetros de distancia.


Es un hecho que muchos de los que llegan, además de la macabra travesía atlántica y de la previa travesía terrestre africana a veces de muchos meses de duración, han alcanzado previamente un nivel incluso cultural y académico que no tenemos muchos de nosotros. Nadie se despierta una mañana en cualquier poblado aislado del África profunda y decide alcanzar Europa… Hay siempre un contexto mucho más rico personal, cultural, y muchas veces hasta formativo y científico, que pretendemos ignorar, escondiéndonos en los interesados recovecos de nuestras globalizaciones mentales. Y la única generalización aceptable es que son de nuestra misma especie, que son iguales y muchas veces mejores que nosotros, y con la misma dignidad, todavía intacta, como personas.


Por eso se hace moralmente imprescindible el reconocimiento de sus derechos y su aceptación entre nosotros, convencidos como estamos desgraciadamente de que las instancias del máximo poder internacional, ocupadas como están en seguir produciendo, experimentando y vendiendo misiles de muerte, no quieren siquiera abordar este auténtico problema mundial, hasta que el miedo a la imparable invasión les obligue a hacerlo, habiendo perdido ya toda la dignidad que exige ocuparse de los más necesitados, cuando es tan poco lo que piden. Porque sus presupuestos contra el hambre y la muerte no alcanzan siquiera a lo que nosotros gastamos en crema antiarrugas. ¡Y no es metáfora!


Concienciados los ciudadanos, los políticos tendrán que buscar el voto ante la generosidad y no entre la mezquindad, reconociendo y favoreciendo todos los derechos de cualquier persona, y promoviendo políticas que hagan que cada uno pueda realizarse como persona en el lugar donde nació, si así es su deseo.

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