El Hierro, una puerta de esperanza al final del abismo

Crisis migratoria · Sus habitantes se han volcado prácticamente desde el principio en dar la atención más humana posible a los miles de migrantes que han llegado en el último año a la isla, que ya se ha convertido en la principal puerta de entrada a España

Diario Vasco, Almudena Santos, 11-11-2024

En medio del Atlántico, donde los ecos del mundo parecen apagarse, se encuentra El Hierro, el punto más al sur de Europa y que durante mucho tiempo fue considerado el último pedazo de tierra antes del fin del mundo. Un rincón de naturaleza salvaje y abrupta que alberga poco más de 11.000 habitantes. Una sociedad, que, a pesar de que su edad media crece con el paso de los años, se ha volcado «por completo» en el que se ha convertido en uno de los grandes problemas: la inmigración. Desde hace algo más de un año, el puerto de La Restinga, al sur de la isla, es la principal puerta de entrada a Canarias y, con ello, a España -desde el pasado 1 de noviembre han llegado más de 2.000 personas al archipiélago. Los que trabajan sobre el terreno, tanto en el momento en el desembarcan como durante los tres días que allí pueden quedarse como máximo, siguen sobrecogidos. Dos de ellos son Darwin y Gabriel, dos sacerdotes destinados en El Hierro que, viendo lo dramática que era la situación y la ayuda que se necesitaba para poder darles «lo más humano posible», decidieron emplear parte de su tiempo libre en el cuidado de estas personas.

Ambos llevan algo más de un año como voluntarios de Protección Civil y, a pesar de haber vivido situaciones de todo tipo y haber visto las consecuencias más amargas de estas travesías por el océano Atlántico, que no duran menos de 4 días y que se han llegado a alargar hasta los 20, siguen sobrecogiéndose con las historias que estos migrantes llevan a la isla. «La historia más dura que recuerdo, por la que varios compañeros acabaron llorando, es la de una patera en la que llegaron entre 30 y 40 personas», explica Gabriel. Sin embargo, narra, habían embarcado más de 90. El problema es que «la embarcación partió sin patrón, ni forma de orientarse, y acabaron perdiéndose en mitad del mar», continúa. Cuando los supervivientes arribaron a La Restinga, la mayoría callaban. No tenían fuerzas para contar la tragedia que habían protagonizado. Hubo quien sí buscó ese desahogo en este sacerdote, a quien le confesaron que «se habían visto obligados a tirar a su mujer o a su hija por la borda». «Otro chico- de Ghana- empezó a llorar y a contarme que había tenido que tirar a su mejor amigo y a su hermano al mar», añade.

«Lo que nos cuenta la gente que llega a la isla son historias muy duras», asegura Darwin, quien con la mirada perdida recuerda algunos de los testimonios que ha escuchado desde que comenzó a colaborar en el Centro de Acogida de la isla, situado en el municipio de San Andrés y que tiene capacidad para 500 personas aunque el aforo puede incrementarse hasta las 800 gracias a un polideportivo que han adaptado en caso de que sea necesario. Las «alucinaciones» con las que llegan algunos de estos migrantes por haber bebido agua de mar mezclada con azúcar -para neutralizar el sabor salado es algo que sigue dejándole perplejo. «Cuando se les acaba el agua, si es que salen con ella, se ponen muy nerviosos y acaban bebiendo la del océano», cuenta este sacerdote que se encarga también de oficiar las misas en los pueblos pertenecientes a El Pinar, en la parte sur de la isla. La «locura» que se apodera de estas personas, que solo querían huir de la guerra, pobreza o persecuciones por diferentes motivos, se traduce en un movimiento descontrolado dentro de la embarcación que acaba por «desestabilizar» el cayuco en el que viajan. Para evitar que este dé la vuelta y se produzca un desastre fatal, como el de finales de septiembre, les atan y, si aún así el tambaleo no cesa, acaban «tirándoles fuera», por mucho que puedan ser familia o amigos. «Se trata de supervivencia», asegura Darwin.

Los efectos de este agua mezclada con azúcar también han impactado en Gabriel, que ha visto cómo un chico llegaba al centro seguro de que sus compañeros, y el resto de personas que se encontraban en la explanada habilitada por el Gobierno central, querían asesinarle. Ante la posibilidad de que se pudiese producir un conflicto entre los migrantes que se encontraban en aquel momento en el centro, los agentes de la Policía Nacional, que se encargan de la gestión de este lugar, optaron por habilitar una carpa en la que pudiese estar solo. «Normalmente comparten estas instalaciones, donde caben aproximadamente 16 personas. Pero, por seguridad, decidieron dejarle solo y él, de las primeras cosas que hizo, fue construir una especie de muro con lo que pudo para evitar que otras personas pudiesen entrar y asesinarle, como él pensaba que iba a ocurrir», cuenta.

Víctimas de las mafias
Cada año, miles de personas abandonan sus países de origen en busca de un futuro mejor. A Canarias, en los últimos 10 meses, han llegado 34.087 personas. El periodo entre septiembre y noviembre ha sido, históricamente, un trimestre en el que las arribadas de migrantes se multiplican notablemente debido a que es el momento en el que se calman los vientos alisios. Sin embargo, algo pasó a mediados de octubre, pues no llegó ninguna embarcación desde el jueves 17 hasta el sábado 26. Una paz que despertó los presentimientos de que las embarcaciones podrían haber naufragado o de que estaba por venir una llegada masiva. Un presentimiento, este segundo, que acabó por cumplirse el pasado 1 de noviembre, pues han llegado casi 2.000 migrantes al archipiélago, con la esperanza de encontrar una vida digna y segura. El camino hacia esa promesa está plagado de obstáculos y peligros, muchos de ellos impulsados por organizaciones criminales que se aprovechan de su vulnerabilidad.

Las mafias internacionales han hecho de la inmigración un negocio multimillonario, ofreciendo rutas ilegales, documentos falsos, e incluso promesas de empleo que muchas veces terminan en explotación y abuso. Unas mentiras que tanto Darwin como Gabriel han vivido muy de cerca. «Ellos (los migrantes) son muy alegres y de la nada hacen una fiesta, como, por ejemplo, cuando fue la Copa de África, que todos estaban pendientes de quién iba ganando», cuenta Gabriel. Sin embargo, antes de que lleguen esos pequeños momentos alegres y de evasión de la realidad, se enfrentan a la realidad. «Cuando llegan, piensan que su vida va a mejorar inmediatamente y que van a tener un trabajo», cuentan estos sacerdotes, cuyas funciones en el centro de acogida pasan por explicarles que la situación no es así, que «tienen que empezar de cero» y que «es un camino difícil de recorrer».

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