Opinión

Gana Trump, pierde el mundo

Las sociedades occidentales en general se radicalizan y optan por la ultraderecha y la ultraizquierda, y ello tiene mucho que ver con el fracaso de las políticas en la resolución de problemas

Diario Vasco, Daniel Reboredo , 07-11-2024

a rotunda victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses es la consecuencia última del fracaso del concepto e ideario de la democracia occidental. Sus penosos representantes algo tendrán que decir y asumir de sus fracasadas políticas, pero cabe deducir, por ejemplo, que el proceso de degeneración se acentuará gracias al terremoto político y geopolítico global que caracterizará la cristalización del cambio de modelo que se lleva gestando desde años atrás y cuya germinación es ya una realidad.

Hablar de galopadas ultras; de aranceles; de guerras comerciales; del abandono de los socios estadounidenses; de la soledad europea; de la xenofobia, de la intolerancia y el matonismo; del triunfo del insulto, la confrontación, la mentira, el odio, la venganza y el rencor… son sólo excusas y cortinas de humo para la no asunción de responsabilidades. El mundo político, y las sociedades occidentales en general, se radicaliza y opta por la ultraderecha y la ultraizquierda y ello tiene mucho que ver con el fracaso de las políticas en la resolución de problemas y con los permanentes distractores de quienes son incapaces de solucionarlos.

El ‘trumpismo’ es una realidad que ni empezó con Donald Trump ni acabará cuando él ya no esté, ya que es la última manifestación de una antigua tradición estadounidense: el ‘jacksonismo’. El presidente Andrew Jackson encarnó algunos de sus rasgos más duraderos y perennes: la blancura, la dureza, la fortaleza, la hombría, la masculinidad y la virilidad. Dicha tradición no es más que el torrente nacionalista estadounidense, el chovinista, el excluyente, el nativista y el pesimista de la cultura política del país que coexiste desde hace mucho tiempo con el espíritu universalista y optimista del ‘credo’ y los ‘principios’ de su Constitución, y con el nacionalismo cívico, combinándose ambos en no pocas ocasiones.

Esta corriente nacionalista nunca ha dejado de estar presente en el gigante norteamericano y su crecimiento ha sido exponencial en las últimas décadas como resultado de las presiones económicas, culturales, sociales y raciales a las que se han visto sometidas las denominadas clases trabajadoras blancas y los conservadores religiosos desde la década de los años sesenta del pasado siglo. Los chivos expiatorios de su odio y los culpables en sus teorías conspirativas han variado a lo largo del tiempo, incluyendo en diferentes períodos a católicos, judíos, masones, socialistas y siempre a inmigrantes y negros. Por lo tanto, no hay nada nuevo en estas grotescas teorías que florecen en la actualidad en la derecha estadounidense y que tienen múltiples raíces entrelazadas. Las más antiguas emanan del cristianismo milenarista europeo que llevaron al continente americano alemanes, escoceses, ingleses e irlandeses.

Las tradiciones que dieron lugar primero a los Tea Party y luego al ‘trumpismo’ han estado presentes en EE UU desde hace siglos, aunque sólo estallaron y adquirieron notoriedad en los períodos de gran intranquilidad y zozobra nacional. Su progresiva importancia y auge hasta lograr el predominio en el Partido Republicano provienen de los cambios culturales y raciales que se iniciaron en los ya citados años sesenta, de los efectos de la renovada inmigración masiva posterior a 1964 y del pronunciado declive económico y social de las clases trabajadoras y de las clases medias blancas, junto con las enfermedades generadas por la desesperación y la pobreza y el aumento de patologías sociales como la crisis de los opioides.

Nacionalismo cristiano de nuevo cuño, ‘Proyecto 2025 de Transición Presidencial’ de la ‘Heritage Foundation’ y milicias armadas (Proud Boys, Oath Keepers, etc.) son tres de la patas de un proyecto que rechaza las ideas de la democracia radical inscritas en la Declaración de Independencia. El control absoluto del Partido Republicano y la victoria electoral ofrece a Donald Trump el dominio absoluto de la política estadounidense en su conjunto y la posibilidad última de dominar y dirigir el Estado reinstaurando la autoridad, la tradición y el orden moral de quienes ansían una nueva doctrina en un nuevo país. No es su guerra, pero la asume sin complejos.

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