Historias

El drama de las inmigrantes sin papeles abocadas al trabajo doméstico: "Te atenaza el miedo a que te detengan, a que tus hijos, que dejaste allí, se olviden de ti..."

Este grupo de mujeres que un día huyeron de sus países con el mantra de labrarse una vida mejor se hace llamar 'Las Caminantas'. Como en un exorcismo, han decidido descargar sus vidas sobre un escenario con la obra de monólogos 'Se fue el país y quedamos nosotras'

El Mundo, Javier Cid Madrid , 21-10-2024

«Durante meses, mi hija, mi nieta y yo vivimos en una habitación minúscula, con una pequeña ventana que daba a un patio interior… Yo no sé cómo no nos volvimos locas. Ahí me di cuenta de lo resistente que es el ser humano». El testimonio de Graciela Oliveros, venezolana de 65 años, viene remendado por todas las cicatrices del exilio, la vida sin papeles en un Madrid extraño y gigantesco, la nostalgia por los que se quedaron atrás y el pánico a un futuro siempre incierto. Algunos expertos han bautizado a esta trituradora de emociones como «duelo migratorio». Un duelo migratorio que, en el caso de Graciela, cristalizó en ese cuartucho en el distrito de Tetuán en los preliminares de la pandemia, y por el que pagaban 450 euros. Una historia, la suya, que se repite demasiadas veces. Y es que 555.000 mujeres que llegaron a España huyendo de sus países se dedican hoy al trabajo doméstico y los cuidados en condiciones precarias.

«En el 2018, la situación en Venezuela se puso muy fea: había cortes de luz y de agua, escaseaba la comida en las tiendas y supermercados, las colas para conseguir víveres eran interminables. Mi hija, que es abogada, decidió venir a España, y yo me quedé al cuidado de mi nieta. A los pocos meses, vine a Madrid a traérsela y mi intención era regresar. Yo allí tengo mi casa, mis cosas, mis otros nietos, y el terruño me tiraba mucho, demasiado. Pero cuando llegué, ella ya estaba trabajando como empleada del hogar, y yo pensé: ‘¿Cómo voy a dejarlas aquí solas? ¿Quién va a cuidar de la pequeña mientras su madre se pasa todo el día fuera?’. Y al final me quedé. Cuidando niños por horas, cogiendo todo lo que me salía. Pero ese sacrificio acabó cobrándose un precio muy alto: una depresión que empeoró con la pandemia. Fueron tiempos tremendos, no quiero ni recordarlos… pero hemos conseguido salir adelante».

Graciela (Venezuela, 65 años).
Graciela (Venezuela, 65 años).
El eterno mantra de «perseguir una vida mejor» ha sido motor en combustión de todas estas mujeres que aterrizaron en Barajas con el estigma de ilegales. Que cruzaron el charco con la intención de ahorrar algo y después regresar. «Todas pensamos en tirar la toalla en algún momento y siempre venimos por un tiempo, pero luego nunca te vas, siempre lo pospones para el año que siguiente, porque el dinero que envías a tu familia es muy útil». Y así, retrasando una y otra vez la vuelta a Paraguay, Delia Servín lleva 18 años atrincherada en Madrid. «Tuve que dejar a mis hijos allí, y el miedo a que me olvidasen es terrible, te atenaza. Yo era gerente de una empresa e incluso tenía servicio, y cuando empecé a trabajar como empleada doméstica no sabía hacer nada. Fue un shock verme en el otro lado». De hecho, Delia regresó a Paraguay tras unos años. Y como en una paradoja de ida y vuelta, volvió a sentirse de nuevo una extraña en su propia casa. «Algo se había roto, algo muy íntimo y muy difícil de explicar, relacionado con los afectos. Mi hija mayor tenía su marido y sus hijos… y decidí volver a España, esta vez con mi hijo pequeño».

Delia (Paraguay, 58 años).
Delia (Paraguay, 58 años).
Todas las idas y, sobre todo, venidas de estas mujeres están unidas por un hilo invisible: la agonía de estar lejos de casa, la fragilidad de una vida que depende de un permiso de residencia que parece que nunca llega, el trabajo a destajo y no siempre reconocido. Para dignificarlo, Graciela y Delia y otras 20 mujeres de 11 países latinoamericanos se unieron hace cinco años en una especie de comunión sagrada para contar sobre un escenario sus historias. Y aunque algunas abandonaron el barco y hoy solo quedan 13, han conseguido estrenar en el Teatro del Barrio de Lavapiés la obra Se fue el país y quedamos nosotras. Junto a las dos directoras que las han ayudado con la dramaturgia y las interpretaciones, se hacen llamar Las Caminantas. Y como en una terapia grupal o un exorcismo, en un salto al vacío hacia quién sabe dónde, tras cruzar el charco han abierto la puerta de sus vidas para ventilar sus experiencias más difíciles y personales.

«El teatro salva vidas, mueve el mundo, pone luz a la oscuridad, incluso a las historias más duras, más difíciles, con más dolor y con más violencia», explica Pamela Palenciano, una de las dos directoras de la obra y, tras cinco años de travesía en común, una caminanta más. «Llevo 21 años en los escenarios con mi monólogo No sólo duelen los golpes, en el que narro lo que viví con mi primer novio en la adolescencia. Y decidí embarcarme con estas mujeres porque su historia tenía que ser contada». Todo empezó con unos talleres de teatro para trabajadoras migrantes del hogar y los cuidados, pero cuando éstos terminaron estas mujeres quisieron más. Y así fue cómo siguieron en contacto, reuniéndose en parques de Madrid para dar forma a la obra de teatro, incluso a través de videollamadas durante la pandemia, hasta que consiguieron un espacio en Vallecas donde poder ensayar los domingos.

Marina (Honduras, 50 años).
Marina (Honduras, 50 años).
«La gente nos preguntaba: ‘¿Cinco años para montar una obra? ¿Eso no es mucho tiempo?’. Pero lo que ocurre es que primero tuvimos que hacer un proceso para poder sacar lo que llevábamos dentro, para sanar, que no es lo mismo que olvidar, ¿eh? Fue como una terapia donde reíamos, llorábamos, recordábamos, nos dábamos apoyo unas a otras. Pero nunca desde el victimismo, sino para reivindicar los derechos laborales y el reconocimiento jurídico de las trabajadoras del hogar y los cuidados». Así explica Marina Díaz, hondureña de 50 años que llegó a España en 2007, el leit motiv de Las Caminantas. Ella es una de las fundadoras de este colectivo, impulsada por un activismo que le hierve en la sangre desde muy niña. Tras estudiar Trabajo Social, en Honduras trabajó en distintos proyectos de cooperación internacional y desarrollo local. Pero el dinero no llegaba para sacar a flote a sus tres hijos como madre soltera. «La mayor tenía nueve y el pequeño dos cuando no tuve más remedio que emigrar a España, dejándolos con mi madre», recuerda. «Lo más duro es llegar aquí y no tener a nadie. Ni familia, ni amistades… Nada. Recuerdo mi primer alojamiento, en una habitación compartida que encontré en el periódico segunda mano. Y el primer trabajo, como interna, donde sólo aguanté 15 días porque no me daban de comer. Y la primera vez que me detuvieron, cuando iba sola en el autobús, con ese miedo que se te queda porque si hay una segunda vez te deportan. En el fondo, emigrar es un acto de rebeldía. Una decisión muy dura que tomamos pensando que es para mejorar, dejándolo todo atrás. Y no cualquiera tiene el valor para hacerlo».

Marina pudo traerse a sus hijos de forma escalonada, y tras 17 años en España ya tiene la nacionalidad española. Pero sucedió algo que le marcaría para siempre. «En 2016 asesinaron en Honduras a Berta Cáceres, una indígena defensora de los derechos humanos y el medio ambiente que era mi amiga desde los 14 años. Eso me indignó. Y me junté con otras dos compañeras para ver qué podíamos hacer». Y esa indignación fue la semilla de los talleres de teatro y la obra que ahora representan.

Cristina (Bolivia, 48 años).
Cristina (Bolivia, 48 años).
«Las experiencias de estas mujeres han sido durísimas», explica Pamela, una de las directoras. «Las relaciones con sus hijos son complejas, porque éstos les han reclamado ‘por qué me dejaste’ o ‘por qué me trajiste’. Antes o después, todas se han roto contando cosas. A Delia la ingresaron en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) tras ser detenida, pero trata de disociarlo por sentirse como una delincuente por no tener papeles. Y una de mis mayores empeños es que, aunque fueran sus vidas, cuando subiesen al escenario, entrase la actriz y la persona se quedase afuera, protegida».

Cristina Burgos dejó Bolivia en 2006 tras cerrar un restaurante que había montado con su marido. «Era un restaurante bueno, una churrasquería, con manteles de tela, bufet de ensaladas, bien ubicado…», cuenta a GRANMADRID. «Mi marido quiso emigrar a Suiza y cometí el gran error de mi vida: seguirle. Allí me embaracé de mi segundo hijo, y la situación se volvió insostenible. El idioma, la persecución policial, la relación que se desgasta… Me fue infiel. Y la única escapatoria que me quedó fue hacer las maletas y venir a España». Durante esos primeros meses en un piso compartido en el barrio madrileño de Pacífico, encontró trabajo como limpiadora en una casa. Pero cuando descubrieron que estaba embarazada, la despidieron. Quiso volver con los suyos, pero no tenía dinero para comprar el billete. «Pero también encontré gente buena que me ayudó. Que me fue haciendo contratos para que pudiese obtener los papeles. Les doy las gracias». Yañade:«Cuando nació mi hijo vivíamos en una habitación sin ventanas, en muy malas condiciones, y yo creo que por eso enfermó del riñón. Pero ahora está tratado gracias a la Sanidad española, va a cumplir 18 años y es feliz. Tal vez, si me hubiese quedado en Bolivia, su suerte habría sido muy distinta. Así que todo pasa por algo. Lo bueno, lo malo y lo peor».

Zaida (Perú, 63 años).
Zaida (Perú, 63 años).
Zaida es otra de las caminantas cuya historia parece repetirse en bucle. Llegó de Perú a a la capital hace dos décadas tras pasar por Chile, Argentina, Alemania, Barcelona… «Durante la pandemia se necesitaba gente de limpieza en los hospitales, un trabajo que casi nadie quería por miedo, y que acepté en una clínica de La Moraleja. Además me asignaron la zona Covid. Todos se contagiaron menos yo». Ahora, a sus 63 años, ha bajado el ritmo. «Tengo derecho a la ayuda para mayores de 55 años con más de 15 años cotizados. ¿Lo más duro? Cuando mi madre falleció el año pasado y no me pude despedir. Estaba fenomenal, y yo ya tenía todo preparado para ir ade visita en Navidad. Pero tuvo una caída tonta… y no llegué a tiempo».

Gladys (Ecuador, 55 años).
Gladys (Ecuador, 55 años).
«La gente cree que los que inmigrantes somos lo peor, que no sabemos ni leer ni escribir», explica Gladys Quezada (Ecuador, 55 años). «Pero muchas veces, el que deja su país es el mejor en lo suyo». Hoy, tras 24 años en España y demasiados vaivenes (pisos patera, embarazos, un divorcio, muchos miedos…) por fin ha encontrado la estabilidad.

El próximo 9 de noviembre, cuando a alguien le llegue un ramito de violetas, como siempre sin tarjeta, Las Caminantas, que no han parado de andar ni un solo día desde que dejaron atrás sus raíces, volverán a descargar sobre el escenario todas esas mochilas que llevan sobre la espalda. Porque Se fue el país…. pero quedaron ellas.

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