De la indignación al odio: el cambio de ciclo político

Al avance ultraderechista ha contribuido la inexperiencia de las izquierdas surgidas del 15-M y la arrogancia de las izquierdas clásicas

Diario Vasco, Roberto Uriarte Torrealday Profesor de Derecho Constitucional de la UPV/ EHU, 15-10-2024

l actual ciclo político europeo, con el ascenso fulgurante de la ultraderecha, constituye el reflujo de la ola de la década pasada, cuyo espíritu sintetizaba el manifiesto ‘¡Indignaos!’, publicado en 2011 por Stéphane Hessel y prologado en su versión española por José Luis Sampedro. «¡INDIGNAOS!», les dice Hessel a los jóvenes, «porque de la indignación nace la voluntad de compromiso con la historia. De la indignación nació la Resistencia contra el nazismo y de la indignación tiene que salir hoy la resistencia contra la dictadura de los mercados» (Sampedro). La mecha prendió en movimientos como el 15-M u Occupy Wall Street y centró el debate político de la década en la que «el poder del dinero nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos, desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado» (Hessel).

Frente a esa década indignada, la actual se caracteriza por una extrema derecha que extiende día a día sus tentáculos por el mundo y que ha conseguido imponer su agenda en la batalla cultural. Por primera vez desde la II Guerra Mundial, ha triunfado en la tierra natal de Mussolini, en la de Adolf Hitler y en un largo etcétera de países, incluidos los que fueron referente de la resistencia. Frente a un mundo que fomenta la avaricia sin límite, la depredación de los recursos y su concentración en poquísimas manos, la indignación de los excluidos no ha desaparecido de las calles, pero ha mutado de naturaleza y ha sido reorientada hábilmente hacia el odio como nueva expresión de la indignación.

Ya no se trata de rebelarse frente a la desigualdad, a la guerra y al saqueo del planeta; se trata de reconducir el malestar hacia el odio al diferente; al que no encaja en un arquetipo construido sobre mimbres de masculinidad tóxica, nacionalismo, y desprecio a los sectores sociales desfavorecidos.

En esta victoria cultural ultra, hay una parte que se debe a sus propios aciertos y otra a errores ajenos. Los ‘think tanks’ reaccionarios, con sus enormes recursos, han conseguido imponer su agenda, gracias a la habilidad en la generación y difusión masiva de bulos y en la manipulación del lenguaje, creando sus propios y exitosos ‘palabros’, que diría Unamuno, para ridiculizar y deconstruir el lenguaje común de la democracia, del progreso, y de la ciencia. Europa musulmana, estercoleros multiculturales, consenso progre, feminismo nazi… conceptos destinados a enturbiar el debate democrático y cortocircuitar cualquier avance en derechos. El mayor éxito de los liberticidas ha consistido precisamente en apropiarse de la bandera de la libertad y resignificarla como «libertad contra los demás» (Innerarity).

A este avance ultra han contribuido también la inexperiencia y las prisas de las izquierdas surgidas al calor del movimiento indignado y la arrogancia de las izquierdas clásicas, que fían todo a la superioridad moral de sus reivindicaciones, sin autoexigencia excesiva de adecuación de sus dinámicas a los objetivos que las inspiran.

Pero, con todo, el principal factor de normalización del discurso ultra lo han constituido los medios de comunicación masivos y los generadores de opinión ‘mainstream’. Algunos vieron que el ascenso de la indignación cuestionaba sus discursos complacientes y reaccionaron introduciendo de forma forzada la idea de equidistancia entre dos supuestos extremos, uno de derechas y otro de izquierdas, obviando que todas las medidas propuestas por las organizaciones que salieron del movimiento indignado, como La Francia Insumisa o Podemos, son medidas que hace unos años se habrían considerado estrictamente moderadas y tendentes a rectificar las injusticias que generan unos mercados con reglas de ventaja para el poderoso: aumento del salario mínimo y de los derechos laborales, control de precios abusivos, impuestos más progresivos o medidas compensatorias para los colectivos desfavorecidos. Son propuestas que nadie sensatamente puede calificar de extremistas, sino de estrictamente socialdemócratas, cuando no meramente keynesianas.

Pero ¿a quién le importa hoy la verdad, si se puede sustituir por un buen relato? Y resulta evidente que el construido para meter en un mismo saco la indignación y el odio ha resultado eficaz. Eficaz para desactivar la indignación, a costa de normalizar el odio. Y, ¡no!, por mucho que se haya repetido el argumento, hasta convertirlo en hegemónico, la honestidad intelectual mínima exige rechazar dicha equiparación. Es perfectamente legítima la indignación ante las profundas injusticias de lo que el politólogo norteamericano Robert Dahl definió como «democracia de las grandes empresas»; mientras que es radicalmente ilegítima la política basada en la estigmatización del diferente y en el desprecio de las minorías.

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