Los fantasmas del pasado

En política el ayer opera como una bomba de efecto retardado. Nunca se acaba de cerrar

El País, Fernando Vallespín, 14-10-2024

1. La semana pasada se suponía que la principal actividad del Congreso iba a ser el debate sobre la inmigración, una discusión imprescindible y que no admite demora. Al final, y con la ya consabida furia que allí impera, se acabó concentrando sobre ETA. No niego, desde luego, que aquella pueda ser objeto de discusión parlamentaria, pero no es lo que tocaba. Y si se puso tanto énfasis sobre ella fue en gran medida por un “error” previo del PP sobre una votación, que, por otro lado, era la correcta.

2. Las revelaciones, bien acompañadas de fotos y diálogos, sobre una historia afectivo-sexual de Don Juan Carlos han inundado también nuestro espacio público. Son sobre acontecimientos que ocurrieron hace ya varias décadas, y afectan además a la concesión ilegítima de dinero público, y se suman a las más recientes protagonizadas por otra señora, que dieron pábulo al escándalo por todos conocido. Ahora se ha abierto la veda para ir a la caza y captura de otras posibles candidatas.

3. El caso Koldo, que ha llegado a su punto de ignición al apuntar a una responsabilidad directa del exministro y aún diputado Ábalos, alguien que en su día fuera el brazo derecho del presidente del Gobierno. Y si este asunto provoca tanto rechazo es porque conecta sus barrabasadas con un momento de sufrimiento generalizado por la pandemia y el confinamiento.
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No pretendo jerarquizar estos ejemplos por su nivel de gravedad, eso me conduciría a otra columna, sino hacer observar cómo el pasado opera siempre en política, al igual que en cualquier biografía, como una bomba de efecto retardado. Nunca se acaba de cerrar. Se dirá que el caso Koldo/Ábalos se escapa de esa consideración, y estaría de acuerdo. Pero lo que nos remite a algo pretérito es la corrupción como tal, aquello que, salvo algún que otro rescoldo puntual, ya considerábamos casi superado. Al escándalo se une así el desánimo cívico, como si nunca pudiéramos hacer tabla rasa de nada ni romper el círculo de los conflictos que nos asolan, incapaces de cambiar y mirar de frente al futuro.

En el caso de la corrupción, y esta es también una parte del malestar que provoca, es que la narrativa que la acompaña y las declaraciones de uno u otro bando deben ser sujetas después a comprobación judicial; es decir, la sanción jurídica es precedida por investigaciones periodísticas que solo al cabo de los años serán corroboradas, o no, por alguna sentencia. El iter lo conocemos bien, escándalo, acusaciones/defensas según de qué partido sean los afectados, una fase transitoria en la que es casi inevitable el recurso a la letanía del “y tú más”, y conclusión alejada ya del tiempo en el que estalla la mina. En el ínterin ya no hay apenas espacio para casi nada, menos aún el ambiente tan polarizado que nos caracteriza.

Lo novedoso del caso que nos ocupa, sin embargo, es que el fundamento del mismo, el enriquecimiento por las mascarillas —no así las derivadas sobre la aparición de Delcy en Barajas—, no han sido negadas por el partido que se ve más afectado por el escándalo, y el presunto responsable fue apartado de sus responsabilidades políticas. Es lo menos que podría hacer un partido que accedió al gobierno por la corrupción del que le precedía. Pero faltaba algo por hacer, haber explicado las razones del cese —seguro que había algo más que sospechas— y haber puesto sobre la pista a la justicia para evaluar las responsabilidades penales de los implicados. ¡Qué ocasión perdida para ahuyentar este fantasma del pasado y habernos introducido en una nueva época! Hubiera sido ejemplarizante, sobre todo para la vida interior de los partidos.

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