Inmigración
Las huellas de un naufragio en El Hierro: “Un castillo de arena no puede parar un tsunami”
El tercer hospital más pequeño de España ha hecho frente a 15.000 llegadas de migrantes en cayuco a la isla en 2024
El País, , 07-10-2024Este texto contiene algunos finales felices, pero, sobre todo, demasiadas tragedias. Son historias que nacen en la guerra que asola Mali desde hace 12 años, en la dictadura militar en Guinea-Conakri o en la falta de oportunidades en Senegal. Muchas se truncan anónimamente en el fondo del Atlántico. Otras dan fe de las graves consecuencias para la salud de subirse a un cayuco. Ante ellas, trabaja el tercer hospital general más pequeño de España, tras el de Formentera (Baleares) y el Virgen del Castañar, de Béjar (Salamanca).
El Gobierno de Canarias construyó el Hospital Insular Nuestra Señora de los Reyes, en El Hierro, en 2003. Sus 32 camas y su plantilla de 327 empleados están calculadas para los 11.000 habitantes de esta abrupta isla, el punto más occidental de España, pero hasta septiembre llevaba atendidas junto a la Cruz Roja a 14.349 migrantes solo a pie de muelle. “Hemos intentado convertir en gigante a un pequeño centro, aunque un castillo de arena no puede parar a un tsunami”, ejemplifican los doctores Manuel Gálvez (62 años), coordinador de Urgencias, e Inmaculada Mora (53 años).
El sábado 28, a eso de las dos de la mañana, Gálvez recibió una llamada del director médico, Luis González. “Manolo, ha volcado un cayuco. Mira a ver si puedes echar una mano”. A unos siete kilómetros de la costa, una embarcación había naufragado cuando iba a ser rescatada por la Guardamar Calíope. Hubo solo 27 supervivientes —entre ellos, cuatro menores— y fueron recuperados nueve cuerpos —entre ellos, el de un niño—. “Los dos que ya estaban en el hospital se encontraban relativamente bien, así que me bajé al puerto”, rememora. “Allí trabajamos hasta las 5.30 o 6 de la mañana, y quedamos a la espera de que llegasen más supervivientes. Cuando nos comunicaron que no habían encontrado nadie más con vida, se hizo el silencio y cundió el drama”.
Es probable que la experiencia deje una profunda huella. “Ayer nos llegó al hospital uno de los niños”, relataba Mora el jueves. “Parecía tener no más de 10, aunque decía que tenía 13. Listo como pocos”. Estaba acogido en uno de los dos centros de la ONG Quorum 77. Venía por un dolor de cabeza y de barriga. “Nos contó que no duerme, que vio ahogarse a su hermano mayor y a su hermana pequeña… Se echó a llorar y, con él, los que estábamos allí. De ahí los dolores. Son dolores del alma en un niño pequeño. La pediatra le daba abrazos y besos, porque es lo único que se te ocurre hacer. Ahí es cuando yo digo que nos quedamos sin medicina”.
Inmaculada Mora habla inglés y francés. Ella es clave para conocer las historias de los migrantes. “En cuanto están conscientes, intento preguntar su nombre, de dónde vienen y saber qué es lo que ha pasado”. Fue ella quien descubrió que entre los supervivientes había un panadero maliense de 30 años y su hermano de 18; o quien medió para que una madre senegalesa lograse contactar con su hijo. “Había visto la noticia en televisión y estaba desesperada”.
De izquierda a derecha: Melany Roblas, Inmaculada Mora, Sandra Hernández, David Socorro, Manuel Gálvez, María Jesús Barbeiro, parte del equipo de Urgencias del Hospital Insular Nuestra Señora de los Reyes, el día 2 en un box de Urgencias.
De izquierda a derecha: Melany Roblas, Inmaculada Mora, Sandra Hernández, David Socorro, Manuel Gálvez, María Jesús Barbeiro, parte del equipo de Urgencias del Hospital Insular Nuestra Señora de los Reyes, el día 2 en un box de Urgencias.
PACO PUENTES
Hasta el jueves, Canarias había recibido 30.982 personas por vía marítima. De ellas, 15.044 entraron por El Hierro. Pese a lo abultado de estos números, el día a día de los apacibles herreños apenas percibe el flujo migratorio. “Aquí no se nota nada”, sostiene Javier Iglesias, un asturiano de 33 años, propietario de restaurantes y de apartamentos en La Restinga. “Lo único es que tenemos más policías y enfermeros de clientes”. Sus efectos se aprecian algo más en Valverde, cuya tranquilidad se ve alborotada por los grupos de menores que recorren sus calles. “Son nuestros niños”, advierte desafiante Carlos, un técnico del Cabildo de origen vasco al borde de la jubilación, aferrado a un cigarrillo. “Parte de nuestro futuro”.
Cada cayuco que llega a La Restinga es atendido en el hospitalito a pie de muelle. Los mayores de edad que no requieren atención médica pasan al CATE [Centro de Atención Temporal de Extranjeros, donde se traslada a los recién llegados para su identificación y los interrogatorios policiales], un frío campamento ubicado una zona forestal en Valverde. Una vez la Policía los ha filiado, pasan a disposición de la Cruz Roja. La organización gestiona un centro de acogida en un antiguo convento en La Frontera. Gracias a este sistema, los supervivientes sanos del naufragio ya se habían derivado el martes a Tenerife, apenas tres días después de la tragedia.
En cambio, el fenómeno migratorio sí ha alterado las dinámicas de los sanitarios y el propio hospital. El salón de actos se ha reconvertido en una habitación más con media decena de camas, se ha instalado una carpa frente a la entrada de Urgencias y tomas de oxígeno en el pasillo para emergencias. La cafetería ahora es el centro de formación.
“En teoría”, bromea Gálvez, “hacemos turnos de 24 horas y luego libramos cuatro días”. Este estadillo raramente se cumple. Desde hace un año, todos sus profesionales viven atentos a las alertas del móvil y haciendo malabares para no descuidar a la población residente. “El volumen de trabajo ha aumentado considerablemente”, apunta Paco Pamos, técnico del laboratorio. “Un cayuco malo puede duplicar o triplicar el trabajo en todos los niveles”. La Consejería asegura haber reforzado recientemente la plantilla con profesionales de otras islas y creado un equipo de Atención Primaria en el puerto para los migrantes, además de lanzar un programa de apoyo psicológico a los profesionales.
Patologías
Un viaje en cayuco no solo supone un alto peligro de muerte. La lista de patologías que detalla Gálvez es prolija: rabdomiólisis —destrucción muscular por estar sentados en la misma posición durante días—; cuadros de deshidratación o de hipernatremia —alta concentración de sodio, bien por deshidratación o por beber agua del mar—; hipotermias; perforaciones de esófago debido al vómito; distintos grados de sepsis —la respuesta del cuerpo a una infección—; taquicardias en reposo… “Te das perfecta cuenta del tiempo que llevan por sus heridas, muchas veces llegan con escaras en los glúteos. Y no te digo ya cómo viene la zona genital…”.
Además, cada pirogue (piragua en francés) tiene su drama. Pocos días antes del naufragio, arribó una embarcación con un chico atado de pies y manos. “Se vuelven locos y comprometen el viaje”, detalla Mora. “Yo solo quería agua”, relató a Mora. Sus ataduras han dañado su sistema nervioso, probablemente de por vida. A él lo ataron. A otros los tiraron al mar.
En el cayuco que llegó el lunes 30, el primero tras el naufragio, apareció tras desalojar el pasaje un chico inconsciente, semisumergido en el fondo. Presentaba una hipotermia y deshidratación severas, además de acidosis metabólica grave (presencia excesiva de ácido en los líquidos del cuerpo). “Casi no lo cuenta”, explica la doctora. “Y aún tiene que decirle a su familia que su hermano y su primo han fallecido durante el viaje. Dice que no está preparado”.
Al médico Jazael Santana (34 años) le costará olvidar el lunes 15 de julio. Comenzó a las 9 de la mañana en puerta (en la sala de urgencias), junto a una enfermera. “A las 8.30 ya me estaban llamando: el director médico se iba a La Restinga porque estaba llegando una patera en malas condiciones”. Esa embarcación había salido de Senegal una semana antes con 51 personas a bordo. Siete de sus ocupantes, entre ellos una niña de dos años y su hermano de ocho, fueron hospitalizados de urgencia. Una vez ingresada, la pequeña comenzó a ser tratada por el director médico y la pediatra, pero su situación requería un traslado urgente a Tenerife. El helicóptero aún tardaría cuatro horas en llegar.
Fueron momentos “desbordantes”, recuerda. “No paraban de llegar otros pacientes críticos, éramos dos médicos y no dábamos abasto”. Uno de esos pacientes era un joven de 20 años con un shock séptico. “En esos momentos sentí una gran impotencia. Aislados, sin poder hacer más”. Fue el propio Santana quien se ocupó de trasladar a la pequeña al aeropuerto, donde finalmente se la llevó el helicóptero. “Mientras estaba fuera, mi paciente entró en parada cardiorrespiratoria y falleció”, recuerda al teléfono. La pequeña sufrió una parada durante el trayecto, de la que pudo salir y llegó con vida al Hospital de La Candelaria. Falleció al día siguiente.
“Estás acostumbrado a estas situaciones”, concluye, ya con voz entrecortada, “pero tras esa guardia no quise volver al hospital en un mes. Y eso es algo que nunca había sentido”.
Aún hay otra patología, el pie de patera. Los migrantes pasan cinco o seis días con los pies metidos en el agua acumulada, en la que caen, además, la orina y las heces de todo el pasaje. Al final el pie se hincha y se forma un edema, lo que puede desembocar en la amputación del pie. O la muerte.
Fue, precisamente, la dolencia que en noviembre venció a J15 en el salón de actos del hospital, pese a los esfuerzos de profesionales como Gálvez, que tuerce el gesto al recordar el episodio. Tanto él como Mora lo recuerdan así, con su frío código administrativo: no conocieron su nombre real —Papa Moussa Diouf— hasta después de su muerte. Porque los migrantes, no tienen nombre cuando desembarcan. Se les asigna un número de pasajero acompañado de una letra. De la misma manera, siete de los nueve cadáveres anónimos del naufragio descansan con los nombres M29, M30, M32, M33, M34, M35 y M36. A dos sí se les pudo identificar: Mahamaud Sima y Amadou Touré.
El pie de patera también estuvo a punto de acabar con H3, un senegalés de 29 años, profesional de la logística. Llegó hace un mes, pero aún no ha sido filiado por la Policía. Por ello, para la Administración, el ocupante de la habitación 102B sigue identificado con ese frío código. Pero se llama Moussa, y pasa sus días con los pies vendados y sometiéndose a curas periódicas que han evitado su amputación. No duda cuando se le pregunta por qué se montó en un cayuco, mientras da cuenta de unas albóndigas con arroz. “Vine para ser libre”.
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