EL RETO DE LA INMIGRACIÓN

Próxima parada, el trabajo sumergido

Reaparecen los campamentos de ´sin papeles´ en las zonas de recogida de fruta

La Vanguardia, 25-08-2006

JAVIER RICOU SÍLVIA OLLER – ALCARRÀS / TORROELLA DE FLUVIÀ

“La factura la acabamos pagando los pequeños municipios”, denuncia el alcalde de Alcarràs
Abandonados a su suerte, sin dinero ni posibilidades de encontrar un empleo… legal. Así, malviviendo en descampados y entrando en el mercado negro de la recogida de fruta, es como acaba el viaje de buena parte de los supervivientes de la marea de cayucos que ha inundado las costas canarias. Lo de si se informa o no del traslado de estos inmigrantes a ciudades como Barcelona o Madrid es sólo cuestión de burocracia. Mientras los sables se mantienen en alto en los ambientes políticos, cientos de esos subsaharianos que se han jugado la vida para llegar a España y no entienden de guerras políticas acaban tirados en pisos patera o campamentos de mala muerte sin recibir ayuda de nadie. Al final la factura la pagan aquellas zonas en las que recalan estos inmigrantes. Es el caso, estos días, de Alcarràs (Segrià) y Torroella de Fluvià (Alt Empordà).

Yusuf es uno de estos extranjeros sin futuro. Su historia es muy similar, por no decir idéntica, a la del medio centenar de subsaharianos que alcanzaron las costas canarias a bordo de cayucos y cuyo rastro se perdió en Barcelona el martes tras abandonar el centro de internamiento. Yusuf, de 28 años y natural de Mali, ha pasado por la misma experiencia que esos otros inmigrantes y ahora malvive, sin papeles ni posibilidad de encontrar un trabajo legal, en un campamento al aire libre en las afueras de Alcarràs con otro medio centenar de subsaharianos.

“Me ha sorprendido la polémica abierta por el envío de inmigrantes a Catalunya, cuando ésta es una práctica que se repite año tras año”, afirma Gerard Serra, alcalde de Alcarràs. “La única diferencia entre ahora y antes es que actualmente se informa de esos traslados en la práctica totalidad de los casos”, añade. Lo que no ha cambiado es el destino final de esos subsaharianos. El Baix Segre sigue siendo tierra de acogida de inmigrantes que no tienen regularizada su situación. “La factura la acabamos pagando, como siempre, pequeños ayuntamientos sin capacidad para hacerle frente”, critica Gerard Serra.

En el campamento levantado en las afueras de Alcarràs no hay agua corriente ni lavabos. Los subsaharianos duermen sobre alfombras extendidas en el suelo. “Nosotros les ayudamos sólo en lo mínimo indispensable. La experiencia ya nos enseñó años atrás que la solución de dotar a esos asentamientos de servicios básicos para vivir y dar comida a los inmigrantes sólo empeoraba la situación por el efecto llamada”, recuerda el alcalde. El Ayuntamiento ha desmontado en varias ocasiones los últimos días ese campamento y ha obligado a abandonar el lugar a los subsaharianos, pero al día siguiente han vuelto al lugar. Serra lamenta que estos inmigrantes hayan sido abandonados a su suerte y opina que la imagen de estos improvisados campamentos “contribuye a que la sociedad cada vez rechace más a ese colectivo abocado a la miseria”.

Yusuf no había pisado nunca antes Europa, pero cuando salió de su país se había fijado ya como destino Lleida. Conoce a otros subsaharianos que habían trabajado como temporeros en el Baix Segre. Pero el futuro de este inmigrante es ahora muy incierto. Al carecer de documentación y haberse quedado sin dinero se ha visto obligado a refugiarse en ese improvisado campamento de Alcarràs. La desesperada situación de estos inmigrantes sigue siendo aprovechada por payeses sin escrúpulos que buscan mano de obra barata.

Yusuf confiesa que en las dos semanas que lleva en Alcarràs ha podido trabajar cuatro días como temporero. Lo recogen en la calle, le pagan en negro y lo dejan tirado otra vez en ese destartalado campamento cuando no le necesitan. Es el día a día de estos hombres abandonados a su suerte.

Una historia no muy diferente de la que se vive en otro municipio de la Catalunya agrariaria, Torroella de Fluvià. Allí está Massiga, un joven de 21 años cuyo deseo de huir de la miseria de su país y las ganas de trabajar para labrarse un futuro le empujaron a subirse a un cayuco. Junto a otros compatriotas y tras pagar 1.500 euros construyó una pequeña embarcación y, tras siete días navegando, alcanzó las costas canarias.

Hace apenas tres meses que se encuentra en Torroella con un único deseo: “Trabajar”. Y no quiere distraerse. “Massiga, ¿hoy vienes a hacerte el análisis, verdad?”, le pregunta a las ocho de la mañana una voluntaria de Cruz Roja, que desde hace más de un mes les visita cada día. Pero Massiga, a su modo de ver, tenía ayer una cita mucho más importante: tras subirse encima de la bicicleta se perdió entre los manzanos.

“Si pueden, van a trabajar. De hecho vienen aquí para eso, qué les cuentas de todo lo demás”, dice la voluntaria de Cruz Roja.

Cruz Roja, junto a la Secretaria per a la Immigració, la delegación de la Generalitat, el Ayuntamiento de Torroella de Fluvià y el Consell Comarcal de l´Alt Empordà atienden a este grupo de inmigrantes, de entre 18 y 35 años, procedentes en un 90% de Mali. Pero estos jóvenes viven en unas condiciones que están a años luz de lo que entendemos por sociedad del bienestar. Amontonados en grupos de 30 y 40 en unos cobertizos, propiedad de un vecino de Figueres que lleva meses intentando desalojarlos, estos subsaharianos malviven en condiciones de higiene muy precarias.

Colchones sucios, somieres oxidados, sillas medio rotas, fogones de gas, ropa sucia colgada de una ligera cuerda conviven sin orden ni concierto en un espacio sin luz, ni puertas ni ventanas y del que emana un desagradable olor con ollas con restos de comida, botes medio vacíos de leche y el aleteo de grandes moscardones. Ante unas improvisadas puertas que han hecho con telas y plásticos, y a pocos metros del fuego donde calentaron la cena de ayer, una cazuela sin tapadera descubre los restos de comida. Una cena, que comieron con los dedos, a falta de platos y cubiertos. “Esta semana les podremos traer platos de plástico”, cuenta la voluntaria de Cruz Roja.

Los paupérrimos 4,5 euros la hora que les pagan algunos de los payeses de la zona son su única tabla de salvación. Y la ayuda de los vecinos que, lejos de mirar hacia otro lado, les han traído ropa y comida.

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