Intransigencias inútiles

La Vanguardia, Lluís Foix , 19-09-2024

El discurso de la centralidad ha sido uno de los éxitos más inesperados en la Europa que surgió de las cenizas de la última guerra mundial. La era de los extremos fue el título que el historiador Eric Hobsbawm puso a su obra, analizando lo que él denominaba el siglo más corto, que iba desde 1914 hasta 1991. Se pasó de una civilización política eurocéntrica a la hegemonía de Estados Unidos disputada por la Unión Soviética.

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La historia ha seguido con la aparición de nuevos actores geopolíticos que disputan a las democracias liberales la hegemonía global. India y China son las nuevas potencias demográficas, tecnológicas y económicas que han inclinado el fiel de la balanza hacia el Pacífico.

Hay que recuperar el discurso de la centralidad para no caer en el fanatismo
Las democracias de hoy tienden a comprar el discurso de la autoridad sobre el de las libertades. El orden y la eficacia se sobreponen a la vertiente humanista. Tenemos sociedades divididas, incapaces de hablar consigo mismas y entregadas al discurso de los dogmas que alimentan el espectro político de la izquierda radical, con sus ideas maximalistas sobre el cambio climático y la ideología de género, y el populismo de derecha extrema que demoniza a los inmigrantes y a cualquier fenómeno cultural que venga de fuera.

El discurso de la xenofobia o el del odio al que piensa diferente ha debilitado a las sociedades occidentales, que se enfrentan a la complejidad de los nuevos tiempos con respuestas cargadas de intransigencias. Se pretende gobernar sin escuchar al otro, descalificándolo de entrada y arrojándole del espacio público porque no es de los nuestros.

Los relatos que intentan convertirse en hegemónicos desde los extremos han existido siempre, pero la centralidad mayoritaria la ocuparon líderes con prestigio y credibilidad que no se dejaron llevar por la demagogia y el populismo, que conducen casi siempre a sociedades injustas y frágiles.

Ser civilizado, decía el filósofo Tzvetan Todorov significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los demás, aunque sus rostros y sus costumbres sean diferentes de las nuestras, y saber también ponerse en su lugar para vernos a nosotros mismos desde fuera.

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