Geometría del inmigrante ahogado

Cuando uno busca cuerpos en los temporales, por todas partes cree ver la ropa blanca de los ahogados, pero no son más que las crestas de las olas

ABC, , 30-08-2024

Dos semanas pasaron buscando muertos en el agua. Yo mismo estuve. El mar golpeaba la barriga de la lancha como un boxeador. La ‘surestá’ que se los llevó a pique duró varios días como un eco de aquel lamento de voces y de brazadas en la noche. Esa mañana nos embarcamos con los agentes del Servicio Marítimo a encontrar desaparecidos y los rociones de agua pasaban de lado a lado de la patrullera. Cuando uno busca cuerpos en los temporales, por todas partes cree ver la ropa blanca de los ahogados, pero no son más que las crestas de las olas y así termina sufriendo alucinaciones con muertos que le dicen cosas, pero no entiende cuáles. El mar fue dando respuestas a todas las preguntas y devolvió veintidós cuerpos, muchos de ellos enterrados aún hoy en nichos sin nombre, identificados con un número pintado a tiza por el enterrador: cadáver X, procedente del naufragio de la patera de Los Caños de Meca, 5 de noviembre de 2018.

No los mató la tempestad, solamente, ni las mafias, ni la pobreza, la avaricia de los maleantes. También los mataron las promesas de un mundo mejor y todos los gestos con los que les hicimos creer que valía la pena aquel viaje. Que era buena idea cruzar la frontera, o saltar la valla, recorrerse el Sahel a merced de los piratas y los traficantes de esclavos, hacerse a la mar en una goma cuarteada por el sol con un bebé en brazos, noventa almas hacinadas en la barca de Caronte a mil euros por cabeza.

El muerto en el agua es el más cercano de todos. Uno puede deshacerse del recuerdo del accidente en la cuneta, del tipo del infarto y de otros fantasmas, pero el del ahogado lo acompaña siempre y por el efecto del agua lo siente tan cerca. Cada vez que vuelvo al mar de Cádiz, aun en los días soleados de cubo de playa y chiringuito, recuerdo a los muertos de la patera de Los Caños y los de las otras pateras llegando al muelle metidos en bolsas blancas en el fondo de las lanchas de los rescatadores o flotando boca abajo en las noches de pesadilla. Me acompañan desde entonces y dan proporción de muchas cosas, como la medida de un sufrimiento inconmensurable.
Después aplicas la fórmula del cálculo del horror y haces los números de aquella noche imaginada desde un pareado del norte de Madrid con aire acondicionado, nevera de dos puertas, vacaciones en San Sebastián y formulario de las extraescolares para los críos y te sale que cómo un país como el tuyo no va a dar cobijo, ayuda y un futuro a quien la suerte quiso parir en Bamako o en las afueras de Dakar. A costa de lo que sea. Pero ¿y si pregonando esa ayuda en realidad los estuviéramos condenando a morir de madrugada a doscientos metros de la playa? La paradoja que las sociedades ricas enfrentan desde hace tiempo y que no han querido o sabido comprender consiste en que las facilidades que se dispensan a los inmigrantes ilegales terminan matando a muchos de ellos. Es feo, sí, pero es verdad.

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