Así me expulsaron de Venezuela

El escritor chileno Patricio Fernández relata su llegada al aeropuerto de Maiquetía y su repentina deportación del país, sin que mediara ninguna explicación, en vísperas de las elecciones presidenciales

El País, PATRICIO FERNÁNDEZ, 01-08-2024

No me dejaron entrar a Venezuela. Aterricé con una visa de turismo entregada por su Consulado en Chile. Mi principal objetivo era estar ahí, vivir la elección, conversar con mis amigos y con los amigos de mis amigos. Si me alcanzaba el tiempo, pasar un par de días en Choroní. Y escribir algo a mi regreso. Se lo dije así a los dos musculosos que me interrogaron de pie antes de llegar a las casetas de migración.

—¿A qué viene? -preguntó el más ancho.

—Tengo conocidos que hace rato insisten en que los visite y como mis alumnos están de vacaciones y aquí se vive un momento político tan interesante, me pareció una ocasión inmejorable.

—¿O sea viene a observar las elecciones?

—No vengo como “observador”. No pertenezco a ninguna institución.

—¿Pero le interesa ver lo que sucede durante las elecciones?

—Ciertamente. Es un momento muy significativo.

—¿Algún contacto en Venezuela?

—Varios.

—¿Algún teléfono de contacto?

—¿Le parece bien el de nuestro embajador?

Después su compañero pidió que le diera el mío, fotografió de la pantalla la reservación de hotel y mi boleto de regreso. Otro se fue con mi pasaporte. El gordo volvió para preguntarme si trabajaba en alguna cadena. Mientras tanto, supongo, me googleaban. Todo sucedía de pie, antes de llegar al espacio de la institucionalidad . “Estos quieren meter miedo pensé. Más vale andarse con cuidado”. Me habían advertido que, una vez identificado, podían hacerme caer en trifulcas inventadas.

Patricio Fernández
Patricio Fernández en Santiago, en 2022.
SOFIA YANJARI
Al cabo de cincuenta minutos en que algunos conseguían llegar a las casetas de migración mientras yo continuaba de pie al costado, uno de estos funcionarios, con ropa camuflada azul y actitud de guardia de discoteque, leyó cinco nombres. Entre ellos, el mío.

—Vamos por aquí— dijo una mujer.

La mujer policía comenzó a caminar. Los nombrados la seguimos mientras media docena de uniformados nos rodeaba como perros ovejeros. Al poco andar me di cuenta de que avanzábamos de vuelta por el mismo pasillo con guirnaldas tricolores por el que habíamos llegado.

—Nos llevan de regreso al avión— dijo la argentina.

—¿Eso es cierto?— pregunté a uno de la Guardia Bolivariana.

—Movió la cabeza afirmativamente.

—¿Me está hueveando? ¿Y se podría saber por qué?

La pregunta le interesó poco. Siguió caminando como si nada, con cara de póker. Después me enteré de que tanto la argentina como el boliviano eran políticos de derecha. Ella una macrista, llamada María Eugenia Talerico, candidata a senadora de Juntos por el Cambio, y él, Samuel Doria Medina, un empresario con aspiraciones presidenciales.

Al llegar a la manga caí en la cuenta de que nos devolvían en el mismo avión en que habíamos llegado. Los políticos no decían palabra y yo comenzaba a despotricar en voz alta preguntando qué mierda significaba esto. Mientras casi perdía los estribos —llevaba cerca de 15 horas viajando, estaba mal dormido, con un ligero dolor de cabeza y ese sebo físico y mental que se acumula después de tanto tiempo sin moverse— lo único que atinaba a repetir era “explíqueme, por favor”, pero los guardias parecían escucharme como quien oye llover.

Ya en la puerta del avión volteé para filmar a mis arrieros. Insistieron en que no podía usar el teléfono, aunque ellos nos fotografiaban de manera incesante. Buscaron rincones, se cubrieron con carpetas, agacharon las cabezas. Uno respondió que me expulsaban resguardando la seguridad del Estado.

Las azafatas se limitaron a obedecer y nos sentaron en los pocos asientos disponibles. Yo quedé en una de las últimas hileras. A mi izquierda, una guagua comenzó a chillar como endemoniada. Más que llantos eran alaridos. Parecía que la estuvieran desollando. A mí derecha iba un adolescente con la mollera rubia y rizada. Le pedí por favor que me compartiera internet para informar a un par de personas antes de despegar sobre lo que me estaba pasando. Los gritos de la guagua se filtraron en mis mensajes de voz.

El viaje hasta ahí había sido eterno y problemático. Antes de llegar a Caracas, de donde ahora nos expulsaban, una tormenta eléctrica impidió que aterrizáramos en el aeropuerto internacional Tocumen, donde haría escala. Nos desviaron a una pista privada, a orillas del canal. Ahí fueron estacionándose, uno al lado del otro, los aviones de la flota de Copa que a esa hora debían arribar a Panamá. Una docena. Quizás más. Yo los veía ordenarse a través de mi escotilla. Con los motores apagados dejó de funcionar el aire acondicionado y subió la temperatura en el avión. Debíamos esperar que amainara la tormenta o al menos los rayos. Los pasajeros de las filas posteriores comenzaron a reclamar. Un veinteañero avanzó hasta la puerta de la cabina del piloto gritando que atrás no se podía respirar. El avión era capitaneado por una mujer que, acto seguido, describió la situación por los parlantes. Esperaríamos en esa pista hasta que amainara la tormenta eléctrica.

Dos horas después, comenzaron a despegar los aviones estacionados a nuestro alrededor hasta que sólo quedó el nuestro en la pista. El mismo veinteañero pidió explicaciones en voz alta. Se le dijo que había un problema con el motor de partida del avión y que estábamos esperando la llegada de un “carro detonador”. No recuerdo si le llamó así o “carro batería” o “carro motor de partida”. El vuelo hasta Tocumen duró 7 u 8 minutos. Mi conexión a Caracas se había aplazado de acuerdo a la tardanza general, pero nosotros nos habíamos demorado más y llegamos a 5 minutos de su despegue. Corrí como enajenado. Felizmente la puerta de embarque estaba a 10 números de la puerta por la que llegué y ya comenzaban a cerrarla cuando, acezando, le dije a la señorita que faltaba yo.

Tomé asiento junto a un venezolano que vivía entre Santiago y Caracas. Antes de migrar a Chile trabajaba en PDVSA. Entonces era chavista y me dijo que le debía al comandante lo que era hoy. Había partido en 2014, después de su muerte, porque pispó que la situación empeoraba. Como tenía muchas vacaciones acumuladas decidió probar suerte en Chile, donde tenía un amigo cercano. Si resultaba, se quedaba; si no, volvía. Puso una empresa de fletes. Empezó haciendo mudanzas con una camioneta y le fue mucho mejor de lo esperado.

—El año pasado regresé a Venezuela, aunque mantengo casa y el negocio en Chile. Ahora Caracas está mucho más segura. Los criminales se fueron. Ellos buscan mercado, como cualquiera, y en Venezuela ya no tenían qué robar. Yo creo que ahora Caracas es más segura que Santiago.

—No exageres— le dije.

Lo cierto es que en Chile antes abundaban los ladrones, pero no conocíamos asesinatos como los actuales. Se sabía de los mal llamados “crímenes pasionales”, esos que se llevan a cabo por celos y desmesuras machistas, o entre borrachos, pero a nadie lo mataban para quitarle la droga ni se le disparaba a los carabineros ni aparecían cuerpos desmembrados. Sabíamos de asesinatos políticos y espantosos llevados a cabo por la dictadura pinochetista. Los carabineros, cuando no operaban como organismos de seguridad del Estado, hacían rondas por las calles con una porra de madera que acostumbraban menear como un llavero. Los carabineros eran gordos y pololeaban con las empleadas domésticas frente a las casas del barrio alto. No existía el crimen organizado. Eso sucedía en otras partes. Acá el único crimen organizado respondía al régimen militar, pero no a bandas de civiles.

—Chávez y Maduro son muy distintos— me dijo mi compañero de asiento. Chávez tenía carisma y quería cosas buenas. Esto ya no lo puedo decir delante de mis compatriotas. Me matan. La cosa está muy caliente. Chávez representaba lo que ahora es María Corina: la respuesta a un problema de injusticia y corrupción. A mí no me gusta María Corina. Yo soy de izquierda, pero esta elección no es entre la izquierda y la derecha. Es sobre si se quiere que siga la cosa como está o se prefiere un cambio. Es entre democracia y dictadura.

Él hablaba de María Corina. No de Edmundo.

—Probablemente si gana Edmundo lo primero que haría es quitarle a ella las sanciones que le aplicó Maduro y a continuación llamaría a elecciones, aunque también podría ser que ella lo acompañe durante todo su gobierno y se postule después.

Agregó que Maduro ya no tenía el apoyo de sus viejos amigos, ni de Lula, ni de Fernández, ni de Petro. Ni hablar de la gente normal.

—La cosa es darle una salida.

—Las bestias acorraladas— dije. Se vuelven locas y hacen tonteras.

—La esperanza está en la ruptura interna.

Le conté la historia del general Mattei la noche del plebiscito que terminó con Pinochet el 5 de octubre. Que entonces el fraude estaba en curso hasta que apareció él y reconoció el triunfo del NO”.

—Siempre queda la esperanza del factor sorpresa, del acontecimiento inesperado, de la irrupción de alguien que desarma el guiso malparido— teoricé.

Recomendó que si tenía tiempo fuera a comer carnes en El Alazán, cachitos frente al San Ignacio (un mall de la zona bien de Caracas) y tomar tragos en El Hatillo, al este de la ciudad. Para la noche: Las Mercedes, Los Palos Grandes y La Castellana.

—Si gana la oposición, los festejos serán en Altamira. Si Maduro, en el centro, en la avenida Bolívar.

Cuando le comenté que muchos destacan la confiabilidad del sistema electrónico de votación, me respondió que no es tan así. Que ya no lo maneja la empresa privada Smartmatic, que le han dificultado mucho la vida a los testigos y que en la elección de la Constituyente de 2017 se encargaron de trampear un importante número de votos.

Me preguntó si volaba seguido en Copa.

—Últimamente, bastante.

—Yo conseguí la categoría “Presidente”, la más alta y esto me permite viajar hasta con tres maletas y cerca de 100 kilos, de modo que ahora también hago encomiendas. Llevo encargos de Venezuela a Chile.

—¿Qué tipo de cosas trasladas?

—Documentos, ropas, repuestos, de todo. Sólo productos legales, eso sí.

Me pidió el número de teléfono para vernos durante mi estadía, y se lo di. Cuando bajamos del avión, la primera funcionaria aeroportuaria con que nos encontramos lo saludó con gran afecto y cercanía. Aunque había sido cuidadoso en todo lo que le dije, pensé que quizás fuera un miembro de la seguridad y que me había cubaneado. Es cosa sabida que los cubanos le prestan servicios de seguridad al régimen de Maduro a cambio de petróleo, y en Cuba, mientras más simpático y próximo es un interlocutor, resulta más sospechoso.

Me apuré para llegar entre los primeros a la fila de Migración. El corredor que daba al avión estaba completamente vacío y de su techo colgaban unas guirnaldas amarillas, azules y rojas, como la bandera. En los pasadizos formados por pilares de aluminio y cordeles, tampoco había nadie. Yo encabecé la fila que se formó a continuación. El guardia bolivariano, macizo y pelado, me pidió el pasaporte ahí mismo, de pie, antes de ingresar a las ventanillas. Comenzó a interrogarme: que a qué venía, qué quién me había invitado, a qué me dedicaba, etc., etc. Todo lo que narré al comenzar este relato.

A mí, a la argentina y al boliviano nunca nos dieron ninguna explicación. El día antes habían deportado a dos parlamentarios de la derecha chilena y no dejaron despegar de Tocumen a los expresidentes Mireya Moscoso, de Panamá, Miguel Ángel Rodríguez, de Costa Rica, Jorge Quiroga, de Bolivia, y Vicente Fox, de México. Lo mismo sucedió con una delegación española que llegó a Maiquetía y antes vetaron a una comisión de observadores europeos. A esta lista se suman varios otros nombres de políticos e intelectuales a quienes sucedió lo mismo.

En el avión, que iba repleto, la guagua chillaba. Sólo quedaba esperar que esa noche durmiera tranquila, aunque costaba imaginarlo. Llevaba el miedo muy adentro y no parecía haber arrumaco capaz de consolarla.

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