La crisis de los cayucos es solo la punta del iceberg del fenómeno migratorio. Ciertamente es la más espectacular y, a menudo, la más dramática por la cantidad de muertos que produce. Pero en cifras absolutas la llegada de extranjeros procedentes del África subsahariana, como sucedía antes con las pateras desde Marruecos, no son más que una pequeña parte del conjunto de nueva inmigración que cada semana llega. Solo hay que mirar las cifras del Instituto Nacional de Estadística (INE). Barajas y las fronteras con Francia son las grandes puertas de llegada de la inmigración. Lo son hoy con Zapatero y lo eran con Aznar. No se trata de minimizar el fenómeno de los cayucos, pero sí de ubicarlo en una dimensión adecuada no sea que se consolide la idea de que los subsaharianos nos están invadiendo.
Supongo que es normal que el ministro del Interior vaya a África a pedir más control y a ofrecer policía española para vigilar y frenar en origen la salida de personas que quieren entrar en Europa. Pero que nadie se llame a engaño pensando que la respuesta policial a la vigilancia fronteriza es la solución. No lo fue con Aznar y tampoco lo será ahora.
Cuando un número tan importante de personas quiere migrar no existe solución policial razonable. Solo hay que mirar la frontera de México con EEUU. Por cada centenar de inmigrantes subsaharianos que las patrullas logran parar, llegarán miles por Barajas u otros puntos de la costa.
Ayudar a crear y distribuir riqueza en esos países, a generar expectativas de futuro, es el mejor freno a la inmigración. La raíz del problema es, como recordaba la candidata socialista Ségolène Royal, la expoliación histórica a que se ha sometido estos países. Y mientras, aquí deberíamos hacer lo posible para garantizar el mantenimiento de la cohesión social. Y esto significa política de acogida y, lógicamente, igualdad en derechos y deberes. Y también, cuando exista arraigo, derecho a voto. ¿O queremos ciudadanos de primera y de segunda?