Voto de los emigrantes
Diario Vasco, 22-08-2006ANTONIO PAPELL
Quizá sea ilustrativo recordar que la única reforma constitucional que realmente ha prosperado desde la promulgación de la Carta Magna española en 1978 fue poco después de ingresar nuestro país en las Comunidades Europeas y para permitir el voto de los ciudadanos comunitarios en las elecciones locales. El hecho de que hubiera que reformarse la norma revela a las claras la voluntad de los legisladores constituyentes y suscita una reflexión inexorable sobre la propuesta que acaban de efectuar las dos grandes formaciones parlamentarias estatales de izquierdas, el PSOE e IU, en el sentido de propugnar que los inmigrantes puedan votar en las próximas elecciones municipales. El PP, por su parte, ha dado su conformidad a la iniciativa con una condición absurda: que exista reciprocidad, que se conceda el derecho al voto a los ciudadanos de aquellos países en que los españoles puedan también votar.
Este planteamiento, que sólo puede explicarse por la inminencia de las elecciones autonómicas y municipales de mayo, es un puro sinsentido, y podría ser francamente utilizado para poner de relieve la mala calidad de nuestro proceso político, la discretísima altura intelectual de nuestros hombres públicos, la carga de evidente demagogia que con demasiada frecuencia impregna los designios colectivos. El electoralismo es tan rampante en este caso que produce necesariamente irritación en cualquiera que se pare a analizar con cierto sentido crítico el asunto.
Efectivamente, este país tiene un problema, que es el de la inmigración, considerado ya el segundo por la opinión pública, según el CIS, y vinculado con el primero, que es el desempleo. Pero no parece que la alarma que están generando abiertamente los flujos desmesurados de inmigrantes clandestinos – pateras y cayucos mediante – vaya a refrenarse por el pintoresco procedimiento de otorgar derecho al voto a los inmigrantes ‘legales’. Porque no hacen falta demasiadas explicaciones para entender que el meollo del problema no es la participación sino la integración. Y que, desde el 11 – M, todos sabemos que en este particular debemos ser muy cautos para evitar otras tragedia, y, de paso, para facilitar a los inmigrante honrados, que son la inmensa mayoría, las herramientas más útiles para aclimatarse, primero, y para integrarse, más tarde, en este país.
Pero esta tan deseable integración no podrá ser el resultado de aplicar conceptos voluntaristas sino la consecuencia de una política bien estructurada que se encamine al objetivo. Dicho en otros términos, la integración habrá de ser la delicada combinación entre el derecho del inmigrante a conservar sus raíces y el derecho a ser admitido en la comunidad de acogida, siempre que decida respetar sus reglas fundamentales. Pero esta inserción no puede quedar al albur del inmigrante. Cómo es lógico (y bien difícilmente cuestionable), ha de ajustarse al criterio de quienes históricamente son – somos – dueños de la evolución cultural, lingüística, ideológica, del país.
Por decirlo más claro y sin ambages, constituye una aberración permitir, o propugnar que se permita, que las masas inmigrantes voten en las elecciones locales y condicionen por tanto unas reglas del juego que ellas deberán acatar para ser finalmente admitidas al consenso social. El proceso debe ser más bien otro: hay que estimular la nacionalización de los inmigrantes que realmente deseen reinstalarse en España, para lo que deberán acreditar no sólo su interés en permanecer aquí sine die sino también su afán por aprender el idioma, por formar parte del entorno social, etc. Y deberán jurar lógicamente la Constitución. Y en ese momento, no sólo habrán de poder votar en las elecciones locales sino también en las generales, y ser miembros de pleno derecho.
Por último, respecto a la propuesta del PP, el hecho de que los españoles podamos o no votar en las elecciones municipales de Ecuador, de Zambia o de Namibia no altera los argumentos antecitados, ni influye en la integración de los inmigrantes.
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