El problema con la “tarjeta Shirley”, el método de revelado de fotos que no tuvo en cuenta la diversidad racial
Cuando la fotografía en color llegó en los cincuenta se estandarizó un método de revelado con un balance de colores cuyo modelo había sido Shirley, una modelo blanca que, sin saberlo, reforzó el racismo en la mirada de la lente durante décadas
El País, , 08-04-2024Escribió Susan Sontag en su libro Sobre la fotografía que estas “no solo evidencian lo que hay sino lo que un individuo ve, no son solo un registro sino una evaluación del mundo”. James Baldwin añadió: “Se dice que la cámara no puede mentir, pero raramente permitimos que haga otra cosa, ya que la cámara ve lo que tú ves”. La propia Sontag vaticinaba allá por los setenta que el mundo de hoy se atragantaría de imágenes. Y ha ocurrido: la sobredosis de imágenes digitales nos ha devuelto a la fotografía analógica, cuyas ventas se triplicaron en 2023. Revelar carretes nos está devolviendo la noción de la espera y sus colores retro han resurgido como un viejo idilio. Sin embargo, bajo ellos persiste una gramática, una “ética de la visión”, como apunta el historiador Luis Vives-Ferrándiz Sánchez en su libro La cultura visual en tiempos digitales y posthumanos. Por ejemplo, la visión racista de la sociedad por y para la que fueron inventados. Para entenderlo es necesario conocer la historia de la tarjeta Shirley, o cómo el “color normal” determinó nuestra mirada.
En la década de los cincuenta el mundo pareció ser otro al llegar la posibilidad de ser inmortalizado en color. El tecnicolor dotaba de cientos de colores brillantes las pantallas de cine y poco a poco también las de la televisión, y las llamadas impresiones cromogénicas terminaron de dar la patada al blanco y negro pintando las fotografías comerciales. Ya no había que ser estrella o aristócrata para conseguir un retrato en el que se apreciaran unos ojos verdes… y una piel blanca. Pero de ese futuro podían olvidarse las personas racializadas, porque el revelado de fotos a color llegó estandarizado mediante una tarjeta que la empresa fabricante del momento, Kodak, repartió a todos los laboratorios comerciales del mundo. En ella aparecía el retrato de una mujer anónima que le había dado nombre: Shirley. Junto a esta mujer, a modo de muestra, seis tonos de diferentes colores etiquetados (los tres colores primarios, es decir, rojo, amarillo y azul cyan, y colores intermedios como el rosa, el verde y otro tono de azul).
No tardaron en apodar a esta modelo como la “chica del color”. Con un vestido blanco, guantes negros, una pulsera de perlas y el pelo castaño, su retrato era el resultado de una mezcla más que medida de esos colores. La “chica del color” tenía los ojos claros, y la piel también. Debajo de ella podía leerse la palabra “normal”. Shirley fue así la imagen de un control de calidad que no permitía más opciones cuando se trataba de retratar a personas: en cada estudio, en cada laboratorio, las máquinas de revelado se calibraban manualmente por un técnico que no debía perderla de vista. En palabras de Sarah Lewis, profesora de Historia del Arte y Arquitectura y Estudios Africanos y Afroamericanos en la Universidad de Harvard, revelar se convirtió en “garantizar que la cara de Shirley se viera bien” en cualquier fotografía. Paralelamente, en cine y televisión, estas tarjetas recibieron el nombre de “China Girl” o “Chica China”, haciendo una supuesta referencia a los maniquíes de porcelana utilizados en las primeras pruebas de pantalla, lo que definió el campo del maquillaje profesional para platós.
Lewis explicaba en 2019 en un artículo para The New York Times que esto se traduce hoy en el equilibrio de colores de la tecnología digital, en la forma en que los sensores de las cámaras digitales detectan o no sujetos cuando están en modo automático, y esto mismo se ha empleado para construir todo un entramado de sistemas de videovigilancia que, por defecto, tienen predilección por las personas racializadas, como destapó hace unos años Joy Buolamwini, investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), y que la directora Shalini Kantayya recogió en el documental Coded Bias (Sesgo Codificado), disponible en Netflix.
La “China Girl”, o la modelo (blanca) de referencia para el balance de luz y colores en cine y televisión.
La “China Girl”, o la modelo (blanca) de referencia para el balance de luz y colores en cine y televisión.
CC BY 2.0 DEED
El defecto, en realidad, resulta una suerte de comodín que oculta un modus operandi: las mujeres que aparecieron en aquellas tarjetas Shirley fueron muchas, pero todas seleccionadas por un puñado de hombres para convertirlas en el reflejo de una sola. El primer paso, unos ojos, un color de pelo, un alto y un ancho y un tono de piel. Luego tocaba un tipo de escote, un peinado, un estilo de ropa. Por último, que no olvidaran sonreír. La manera en que hemos asumido la representación del mundo depende de este proceso. Objetivar el ideal occidental del cuerpo femenino mediante la producción en cadena de Shirleys consiguió hacer la realidad en el sueño de la mirada dominante. El fotógrafo Laurent Leger Adame nos lo recuerda: “La tecnología debería igualar la experiencia de todo el mundo, pero está hecha de seres humanos, y esos seres humanos vienen con unos parámetros sociales”.
El día a día de Leger consiste en trabajar desde esta perspectiva. Como persona racializada, ha aprendido a solventar los “errores” predeterminados de las cámaras que dificultan la representación de quienes tienen la tez más oscura de lo que recogen los estándares de la tecnología fotográfica. Explica, por ejemplo, que en el caso de las cámaras digitales se pueden ajustar mejor los parámetros de la máquina para que la piel oscura quede bien representada, pero como las películas y los sensores se fabricaron con el blanco como modelo, lo que ocurre es que cuando empiezas a ajustar para aproximarte mejor a una piel oscura el fondo de la imagen tenderá a sobreexponerse. Entonces, “le toca a uno decidir si prefiere sacrificar el aspecto del resto de la imagen para que se perciba mejor a la persona, o arriesgarse a desfavorecerla para buscar una homogeneidad”.
En la actualidad, al menos, quedan las posibilidades de la edición posterior en un ordenador: aumentar las sombras, equilibrar el contraste… Incluso si se trabaja en analógico. “Por supuesto, no deja de ser injusto, porque hay que dedicar más tiempo a unas personas que a otras solo por ser negras”. Este esfuerzo se ha ido asentando desde el comienzo en todos los niveles donde opera la imagen. Algunos fotógrafos profesionales, por ejemplo, ya se pasaron a la película de la marca Fujifilm a finales del siglo pasado, porque permitía mostrar con más nitidez los tonos oscuros que las de Kodak.
La tarjeta multirracial de Kodak, establecida en los noventa para corregir los errores de la “tarjeta Shirley” inicial.
La tarjeta multirracial de Kodak, establecida en los noventa para corregir los errores de la “tarjeta Shirley” inicial.
CC BY 2.0 DEED
También en el cine se han ido buscando alternativas. El galardonado director de fotografía Bradford Young, que ha trabajado con la directora Ava DuVernay, entre otros, no deja de buscar nuevas técnicas para iluminar a los sujetos durante los procesos de rodaje. Por su parte, la directora de fotografía Ava Berkofsky apuntaba recientemente en una entrevista en Mic sus trucos para iluminar a los actores de la serie de HBO Insecure. ¿Lo mejor? La crema hidratante, aseguraba, porque hace que la piel brille, lo que nos retrotrae una y otra vez al comienzo de esta historia: “Puede dar un aspecto como de porcelana”, objeta Leger, poco entusiasmado con la idea.
Las peripecias a las que se ven obligadas las personas racializadas para ser vistas con precisión en la cámara son múltiples y, cuanto menos, complejas. Lorna Roth, investigadora en estudios de medios y comunicación, señala que las emulsiones de película, es decir, lo que cubre la base de las cintas de un carrete y que reacciona con los productos químicos y la luz para producir una imagen, “podrían haberse diseñado inicialmente con más sensibilidad a los diversos tonos de piel, más amarillentos, marrones y rojizos, pero para eso, incluso ahora, el proceso de diseño tendría que estar motivado por una voluntad”. La voluntad de, como dice Leger, deconstruir no solo las miradas, también las lentes.
No la hubo, así que durante décadas millones de personas quedaron atrapadas en una negritud que ocultaba sus rostros. Además, “Kodak nunca se encontró con una ola de quejas de los afroamericanos sobre sus productos porque muchos de nosotros simplemente asumimos que las deficiencias del rendimiento de la emulsión de la película solo reflejaban nuestras deficiencias como fotógrafos”, reconocía Syreeta McFadden en 2014 en un artículo para BuzzFeed. Roth, de hecho, descubrió que el cambio en la tarjeta Shirley solo llegó cuando los fabricantes de muebles y de chocolate presionaron a la empresa entre 1970 y 1980 para que corrigiera este sesgo de colores, porque adaptados a Shirley, ni los diferentes tipos de chocolates ni las vetas de algunas maderas se apreciaban en los catálogos. Para el caso de las personas, el cambio parecía imposible.
Casi medio siglo después, es en la estética de aquellos tiempos donde estos están encontrando una especie de refugio. “Veo a muchos fotógrafos actuales que cuando fotografían a una persona negra se basan en fotos antiguas que han tomado como inspiración, y veo todavía en revistas fotos de personas que tienen un tono de piel oscuro, pero no tanto como la fotografía muestra, y esto sucede porque no se va más allá de esa inspiración, porque están usando carretes antiguos para acercarse lo máximo posible a aquellas fotos sin preguntarse nada más, por lo que tienden a ennegrecernos por inercia”, dice Leger, quien asegura que las revistas y los medios están favoreciendo a profesionales que trabajan en medio formato, es decir, que revelan en analógico. Él mismo lo prefiere, en cualquier caso, “porque el resultado de la fotografía analógica, a nivel técnico, es otra historia. Se trata de aprender a manejarla”.
Leger sostiene que, si indagas mucho, se puede conseguir controlar el instante de la composición con esos carretes, pero en general, especialmente los fotógrafos blancos, no lo hacen. Mientras tanto, esa calidad técnica de la imagen analógica vuelve con su doble cara. Es tan popular que hasta se emula digitalmente, con los filtros de Instagram como ejemplo. El propio diseño del logotipo de dicha aplicación quería parecerse en sus comienzos a una cámara Polaroid. Lo que quizás algunos no sepan es que fue precisamente esta cámara, y en concreto su modelo ID-2, la elegida como herramienta policial para la segregación racial durante la era del apartheid. Con ella fotografiaban a las personas negras, hombres en su mayoría, para las libretas policiales.
Como recogía McFadden, la ID-2 tiene un botón de impulso de flash diseñado para añadir un 42% más de luz a sus sujetos. El efecto de este flash provocaba “un oscurecimiento deliberado de los sujetos racializados”. En una entrevista concedida a The Guardian en 2013, el artista sudafricano Adam Broomberg, que ha llevado a cabo trabajos para ponerlo de manifiesto, lo explicaba apuntando que “si expones la película para un niño blanco, un niño negro que esté sentado a su lado se volvería invisible, excepto por los blancos de sus ojos y dientes”. A esto se aproxima lo que Leger recalca desde la preocupación: un interés creciente en fotógrafos blancos por “esa estética de oscurecer a la persona para que solo se le vean los ojos, porque puede ser profundamente insultante para nosotros”.
“¿Quién protege a los negros? ¿Y toda la interseccionalidad que nuestras vidas requieren? Si todos desapareciéramos, ¿quién nos recordaría?”, se pregunta Pica Sullivan, la protagonista de Drylongso, una película de la directora afroamericana Cauleen Smith estrenada en 1998. Pica se refería así a la violencia constante entre asesinatos a manos de la policía y muertes por sobredosis a la que se exponía a las comunidades negras. Filmada con una cámara de 16 milímetros, la película sigue los pasos de esta joven afrodescendiente estudiante de arte mientras recorre las calles de su ciudad, Oakland, fotografiando a hombres jóvenes racializados. Cauleen encuentra en la fotografía la mejor forma de preservar la existencia de todos ellos, y a través de ellos de su propia comunidad, porque teme el olvido. La cámara que la acompaña para evitarlo es, precisa y paradójicamente, una Polaroid.
Cuatro años antes, en 1994, Kodak finalmente llegó a introducir nuevos rostros de mujeres (las nuevas Shirleys, como las denominaron) que sirvieron para la reconstrucción del estándar, esta vez, con diferentes tonos de piel. Pero para entonces la fotografía digital estaba cerca, y con ella la continuación de una herencia que aquellas tarjetas no zanjaron. Hace un mes, cuenta Leger, llegaron a su estudio dos chicas para que las retratara. Eran amigas, las dos vascas, pero una de ascendencia congoleña y la otra tunecina. “Cuando me dispuse a fotografiarlas, la cámara digital con la que trabajo recogía cierta información para una que no recogía para la otra. Por supuesto, cuando llegó el turno de la chica más negra, tocó modificar el fondo e iluminarla más a ella”. Pero insiste: “Si sabes cómo hacerlo tan solo te llevará unos minutos más, así que no hay excusas. Debemos utilizar la misma tecnología que nos ha delimitado para cambiarla y, para ello, debemos estar presentes”.
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