De Muxía a Los Cristianos

Las Provincias, 13-08-2006

Hace unos años, la costa gallega se oscureció de negro chapapote. Al margen de las interpretaciones políticas, hubo una movilización general de solidaridad para acudir a quitar el pegajoso petróleo de las playas y hasta una princesa anduvo por allí junto a sus colegas periodistas. Durante meses, los medios de comunicación explicaron con detalle, sobre el terreno, cómo avanzaba la campaña de recogida de las bolas de petróleo y qué repercusión tenía para los pescadores de la zona. Se trataba de una gran catástrofe medioambiental y todos los ciudadanos debían sentirse cerca de los afectados.


Este año es otra la costa que se llena de color negro y esta vez no se trata de un atentado al ecosistema ni a la forma de vida tradicional de una comunidad española. Ahora, a las playas de Lanzarote, Tenerife o El Hierro, están llegando moribundos inmigrantes o sencillamente sus restos. De momento, ya van casi 15.000 en este año, en España, y 10.000 en Italia y, hasta la fecha, nadie ha puesto en marcha un informativo especial desde los pueblos que los reciben ni hay convocatorias para exigir que “nunca máis” tengamos que ver nuestras playas llenas del negro engaño, obra de los mafiosos que trafican con seres humanos.


Quizás las comparaciones sean odiosas y esta resulte demagógica, pero es inevitable recordar lo fácil que resultó hace años generar corrientes de empatía y solidaridad, sobre todo entre los jóvenes que fueron a ayudar, y lo difícil que debe de ser ahora puesto que no hay una actitud similar ante este hecho, desproporcionadamente más grave que el petróleo manchando la arena. Por fortuna, nos reconciliamos cuando vemos a los turistas acompañando, consolando o simplemente arropando a unos desvalidos y más aún escuchándoles decir que ayudar a uno de aquellos les ha cambiado. Lo mismo ocurre cuando los medios de comunicación exaltan la actitud de los sencillos operarios de un pesquero que, sin estruendos, hicieron lo que les pedía el cuerpo y la pura humanidad: recoger a quienes iban a la deriva. Pero la pregunta no deja de tentar: ¿valen menos sus vidas que la costa gallega?


Cierto es que sería del todo irresponsable hacer un ejercicio de propaganda exacerbada al abrigo de la desesperación que les hace agarrarse a un cayuco cualquiera. Así, pues, bienvenido sea el silencio de quienes, en otros momentos, se aprovechan de la desgracia ajena para vender votos, películas o libros. Pero eso no quita para que sea necesario denunciar la hipocresía de quienes alzan la voz apelando a la solidaridad y la ecología cuando se trata de un vertido tóxico o los fuegos que arrasan Galicia, y no tienen una palabra de denuncia cuando lo que se está poniendo en juego es la vida humana en estado puro, sin alambiques ni repercusiones indirectas.


Pareciera que los inmigrantes en su cayuco formaran un grupo humano no suficientemente rentable para despertar la conciencia ciudadana ni a los estudiantes solidarios ni a los periodistas sensibles. La realidad demuestra, cotidianamente, que la sociedad española es capaz de focalizar su interés por la denuncia continua y por la sensibilización hacia colectivos que sufren como las mujeres maltratadas cuyas cifras de muertes las conocemos y recordamos: 44 en lo que va de año y 62, en 2005. ¿Recordamos cuántos inmigrantes han muerto en el Estrecho? Resulta difícil porque la
preocupación se centra en los problemas que genera su presencia y no tanto en el drama real, concreto y constante de personas muertas en el viaje hacia España.


Sobre eso no vemos campañas ni eslóganes ni lazos azules, amarillos o verdes; nadie pega en una pancarta la foto de uno de los inmigrantes muertos y el lema “nunca más”; nadie exige medidas en el Congreso con una camiseta del “No a la muerte en el Estrecho”; nadie convoca manifestaciones ni paros. Los únicos que denuncian la sangría de las costas son los obispos, las Cáritas de la zona y las ONG que trabajan allí. Y lo llevan haciendo desde hace años. Son, en definitiva, quienes les ven morir. El resto de España, y de Europa, sigue mirando para otro lado, dejando la responsabilidad a las patrulleras.

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