LA PRESIÓN MIGRATORIA // REPORTAJE

De Canarias a Barcelona

El Periodico, 10-08-2006

Sus camisetas blancas, iguales e impolutas, se hacen más blancas en su negra piel. Vistos a lo lejos, sentados bajo las palmeras del jardín de un albergue de juventud de Barcelona, se dibujan como un equipo deportivo – – sus chándales también son iguales, gris muy clarito – – en un rato de descanso. Bolsas idénticas, azules y blancas, se desperdigan por el suelo. Son 24.
“Buque Esperanza del Mar”. Es el anagrama que luce en sus camisetas, sudaderas y bolsas. El buque de la Cruz Roja que, cuando llevaban ocho días en alta mar, camino de Canarias desde Dakar (Senegal), y el cayuco empezó a agrietarse, acudió a la llamada del carguero que los rescató. Todos dicen ser senegaleses. Tras ser rescatados del mar el pasado 6 de junio, dos días después llegaron a Canarias, donde han pasado un mes en el centro de internamiento antes de volar, ayer mismo, a Barcelona, fruto de la política de dispersión que lleva a cabo el Ministerio del Interior para aligerar los centros canarios.
También fruto de un acuerdo entre el ministerio y Cruz Roja, los 15 días que les quedan para cumplir el periodo de 40 antes de la expulsión los pasarán a cargo de la oenegé Comisión Europea de Ayuda al Refugiado. El objetivo, en estos 15 días, es contactar con ese amigo o ese familiar que le acoja para poner un pie firme en España.

En busca de acogida
“Nos han dado una tarjeta de autobús y una tarjeta de teléfono”, explicaba ayer, a media tarde, Fallo H., senegalés de 34 años, en el jardín del Alberg de Joventut Verge de Montserrat de Barcelona. En el albergue, donde acaban de repartirles toallas mientras un kit básico de higiene descansa sobre la almohada de cada litera, tienen garantizada la supervivencia durante 15 días. El semblante de relajación se crispa de repente ante la pregunta. “Luego no lo sé, no sé qué haré luego, tengo que llamar a mi amigo”, dice Abdourahman G., de 22 años, también senegalés, según dice. A veces, el amigo existe. Pero otras no. Habitualmente, buscan a sus compatriotas, generosos con los suyos aunque no les conozcan personalmente. Por eso, en Catalunya, localidades como Cassà de la Selva (Gironès), Castelló d’Empúries (Alt Empordà) o Salt (Gironès) ven crecer su censo de inmigrantes.
El efecto llamada hacia estas poblaciones, que los alcaldes a veces atribuyen a las propias oenegés, no cesa mientras aumentan los conflictos con la llegada de grupos.
Tras cruzarse en la entrada con jóvenes turistas alojados en el albergue, el grupo de 24 recién llegados ocupa sus dos habitaciones. Doce literas en cada una.
Ubicados ya, en un perfecto francés, solamente tres quieren explicar su historia. “Yo no pagué nada”, decía Fallo, líder del grupo, el único que no lucía camiseta blanca, aunque sí gorra y unas tan vistosas como falsas gafas de sol, para añadir: “El capitán de la piragua murió y lo tiramos al mar”. Es probable que, directamente, esta versión fuera falsa y el capitán fuera él porque, a su lado, Ali, de 30 años, aseguró, tras un guiño de Fallo, que la embarcación no tenía patrón. Viajaban nada más y nada menos que 112 personas.
Ali sí pagó. “400.000 francos senegaleses, que son unos 700 euros”, dice, para añadir que los sacó de sus ahorros y del engaño a su familia, a la que pidió una cantidad aduciendo que necesitaba material de buceo para trabajar. Natural del N’gor, un pueblo de pescadores cercano a Dakar, se dedicaba a la pesca submarina.
“He tenido miedo por mi vida”, explicaba Ali., que lo único que desea es poder trabajar en Barcelona. “En un restaurante o en la mar, pero no quiero volver – – añade – – porque allí no gano lo suficiente”. A su lado, el también senegalés Abdourahman G. sí quiere volver a casa. Pasó dos años trabajando en el comercio, explicó ayer, para ahorrar el pasaje del cayuco. “Quiero hacer dinero y volver”. Rezó por ello. A la hora en punto se arrodilló mirando a la Meca.

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