REPORTAJE
Parquímetros humanos
Una quincena de inmigrantes cobra por indicar dónde aparcar en el hospital Ramón y Cajal
El País, 09-08-2006Las personas que acuden al hospital Ramón y Cajal en vehículo privado se encuentran a la hora de aparcar con un
impuesto
inesperado: una quincena de inmigrantes apostados en las calles adyacentes les señalan las plazas libres para aparcar. Como contraprestación por este servicio que nadie demanda, los
gorrillas
(así conocidos popularmente) piden unas monedas. Algunos conductores denuncian que pagan por temor a que los aparcacoches tomen represalias contra sus vehículos. Los aludidos responden que ellos no exigen nada y que sólo reciben donativos.
No es sólo en el Ramón y Cajal. En otros espacios públicos, como las zonas cercanas al hospital de La Paz y el Parque de Atracciones, algunos inmigrantes también siguen a los que acaban de aparcar su coche en busca de una propina. “Es una molestia constante. Estás en el coche pensando que vas a tener un enfrentamiento cuando salgas”, cuenta Juan, que lleva tres meses yendo a diario al Ramón y Cajal por la enfermedad de su madre.
“Aunque no suelo darles nada, el otro día le di a uno 20 céntimos y empezó a protestar porque quería un euro. Al final le cogí la moneda y se quedó sin nada”. Juan asegura no haber recibido ninguna amenaza física, pero que cuando no paga, los inmigrantes le siguen unos metros exigiéndole el pago de un servicio “que ni has pedido, ni sirve para nada, porque lo único que hacen es señalarte una plaza que habrías visto tú mismo de todas formas”. “Además, se llevan un buen dinero. Si cada día 50 personas les dan un euro, al final se sacan 1.500 mensuales”, añade.
Hay otros que no son tan críticos. “Siempre pago un euro. Mientras están aquí no hacen nada malo; a mí no me molestan”, comenta una mujer nada más aparcar su coche. Rosa, otra habitual del Ramón y Cajal, explica que las colas de decenas de coches esperando para acceder al aparcamiento del hospital obligan a buscar otras plazas: “Ellos se aprovechan de que no tenemos otro sitio donde aparcar”.
Hace cuatro años que Rosa va a visitar a su hermano enfermo y ya entonces recuerda a los gorrillas ahí. “Yo siempre les pago porque me dan pena”, asegura. Según un guardia de seguridad del hospital, los que se dedican al negocio de señalar huecos libres no amenazan a nadie, y quien les da dinero es “porque quiere”.
En la calle de San Modesto las zonas están divididas por la procedencia. La parte de arriba está copada por rumanos, y en la de abajo dominan los africanos. Manuel García vive en la misma calle y viene observando el fenómeno desde hace “por lo menos” ocho años: “Empezaron los marroquíes, pero los negros les han quitado el puesto en los últimos tiempos”. Los magrebíes se desplazaron a la calle que da a La Paz, aunque las obras de los últimos meses les han dejado sin un sitio fijo.
García, que por su profesión tiene que salir y entrar de su casa varias veces al día, dice que la mayor parte de los improvisados aparcadores le conocen y no le piden dinero. Sobre las supuestas amenazas que reciben los conductores, García responde que la mayor parte de gorrillas se limitan a insistir para conseguir su sueldo. Son los “novatos” los que en ocasiones dejan caer que si no reciben una moneda, el retrovisor o un faro sufrirá algún desperfecto.
La última vez que le amenazaron con romperle el coche, García llamó a la Policía Municipal. Los agentes respondieron que no podían hacer nada porque estar en la calle dando instrucciones a los conductores no es ningún delito. A pesar de todo, García afirma que nunca ha tenido que lamentar ningún daño en su coche. “Se pasan tanto tiempo aquí, que algunos me dan cada mañana los buenos días”, asegura.
“Señora, que tiene que darme un euro”
Empiezan a las ocho de la mañana y no se van hasta 12 horas más tarde. Más de 10 inmigrantes en su mayoría rumanos y africanos subsaharianos se distribuyen todos los días la calle de San Modesto por
zonas de influencia
para cobrar a los que aparcan ahí.
La mecánica es siempre la misma: queda una plaza libre, hasta ahí va el
gorrilla,
cuando llega el coche comienza un rito de movimientos de brazos que supuestamente facilitan la operación al conductor. Una vez que éste sale, se le acerca el que le acaba de
ayudar
a aparcar. La mayor parte de las veces, el conductor echa mano de la cartera y ahí se acaba la historia. Pero a los que prefieren ahorrarse los 50 céntimos o el euro de rigor, en su mayoría hombres jóvenes, suelen seguirlos unos metros reclamando lo que ellos consideran su salario.
Ayer, un hombre de origen asiático comenzó a gritar desde dentro del coche nada más ver que un habitual comenzaba a darle instrucciones desde la plaza en la que pretendía aparcar. Cuando salió y el rumano le pidió la moneda, el conductor comenzó a chillarle en un idioma que no parecía occidental, lo que despertó la furia y los gritos del
gorrilla
que minutos antes le daba instrucciones amablemente.
Un vecino comentaba que ha presenciado varias veces cómo un
capo
llega cada día e indica a los africanos dónde tienen que ir y cómo hacerlo. “Se nota que es su jefe porque les grita continuamente y ellos obedecen todas sus órdenes”, asegura. Este vecino cree que los rumanos no tienen ninguna mafia detrás que les organice.
Illya, nombre ficticio, es uno de los rumanos que lleva años en la calle de San Modesto, cercana al Ramón y Cajal. De mediana edad, no se para a hablar más de dos minutos porque está continuamente pendiente de los automóviles que entran y salen. “Muy poco dinero, céntimos”, responde con las pocas palabras de castellano que conoce cuando se le pregunta por lo que gana.
El rumano insiste en que ellos realizan un servicio útil y que no molestan a nadie. Después de recibir lo que él considera demasiadas preguntas sobre su trabajo, Illya empieza a sospechar que su interlocutor quiere hacerse con parte de su negocio. Empieza entonces a increparle, exigiendo que se vaya de la acera donde reinan los rumanos.
Un trabajador del hospital explica más tarde que la mayor parte de los conflictos que han presenciado se producen entre los propios inmigrantes, que discuten por el número de metros que pertenece a cada uno.
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