Unos campistas de Tenerife abandonan su celebración nocturna para ayudar a los pasajeros de una patera
La Vanguardia, 07-08-2006JOSÉ BEJARANO – Los Cristianos
En la noche, la barca desparramó una carga de seres humanos, bidones, ropa mojada, sueños…
Una enfermera halla en la playa un amuleto que usan los inmigrantes para guiarles en el viaje
Celebraban algo en la playa, ya ni recuerdan qué, cuando la fiesta se vio interrumpida por una sombra que se les venía encima desde el mar. Los vasos de plástico, las botellas de ron, todo rodó por la arena. Tenían delante una enorme patera, de las más grandes que han llegado a Canarias, de 25 metros de eslora, con 97 inmigrantes dentro. Les pareció amenazante ver aquella sombra sobre el mar con la débil luz de una linterna que trataba sin éxito de alumbrar el lugar. Ocho o diez viajeros se echaron al agua, viraron la embarcación hasta que la proa enfiló la playa y el patrón aceleró para incrustar la quilla en la arena. La barca volcó y desparramó sobre la playa una carga de seres humanos, bidones, ropa mojada, zapatos, sueños…
En estos días, cuando el periodista se acuesta en Los Cristianos no sabe cuánto va a tardar el teléfono en anunciar la llegada de una patera con inmigrantes. Después de un sábado tranquilo, a la 1.30 de madrugada, 2.30 en la península, se disparó la alarma: “desembarco en playa Confital”, decía el mensaje. Diez minutos más tarde, desde la carretera de la costa podía ver el ir y venir de linternas en la playa, el foco de una patrullera en el mar y las primeras luces de ambulancia. La playa quedaba a unos 300 metros de la carretera, por lo que había que atravesar, en la oscuridad, un pedregal lleno de matorrales y hoyas.
En la playa esperaba la imagen de un nutrido grupo de inmigrantes diseminados por el suelo, los más visibles abrigados con mantas rojas, la mayoría casi confundidos con el negro de la arena y el fondo del mar. Todo enmarcado por el perfil de la embarcación tendida de costado con una cascada de objetos irreconocibles, como un tendedero de harapos enganchado de las costillas de la patera. Voluntarios de la Cruz Roja y pocos agentes de la Guardia Civil acababan de llegar. Hasta ese momento habían sido los propios campistas los que atendieron a los inmigrantes con agua y mantas traídas de sus tiendas de campaña y de los coches. La mirada de los inmigrantes, círculos profundamente blancos destacados en sus rostros negros, en la noche negra, era mitad agradecida, mitad desconfiada. Uno de ellos, cuando pudo recuperar fuerza y equilibrio, se acercó al agua, recogió una poca con la mano derecha y se persignó. Otro se limitó a ponerse en pie mirando a la patera con la vista perdida, tal vez incrédulo por haber llegado vivo, tal vez sopesando la dimensión de la aventura que acababa de concluir. Es imposible sacarles dos palabras juntas y da la impresión de que, llegados aquí, todo lo demás les es indiferente. Obedecen sin preguntar, no piden nada, aceptan con la mirada baja lo que se les ofrece. En la noche cerrada es difícil saber el estado de una persona deslumbrada por el foco de una linterna. En medio de los gritos, las caídas provocadas por las olas, los tropezones con los cuerpos tendidos en la arena, un grupo de campistas socorrían, y van tres veces en esta misma zona en una semana, a los ocupantes de una patera.
Incomprensiblemente, cuando llegó la policía echó con cajas destempladas a los que habían estado ayudando, que optaron por formar un círculo de brazos cruzados alrededor. El estado de los inmigrantes, como los ocupantes de las otras dos pateras de ayer, era bueno y los sanitarios sólo tuvieron que atender hipotermias leves y algunos rasguños. Nadie se explica cómo es posible que embarcaciones tan grandes sean capaces de burlar el despliegue de radares, patrulleras, aviones y helicópteros desplegados en el archipiélago canario. ¿Para qué tanto gasto inútil? Si en vez de verano, cuando no queda un metro de playa desocupado, hubieran elegido cualquier otro momento del año, nadie les habría visto llegar y hubieran tenido que salir a la carretera a pedir auxilio a algún conductor. La embarcación de El Confital venía bien equipada y en varios bidones caídos en la arena quedaba aún bastante agua. También les había sobrado combustible. La segunda patera, remolcada a las diez de la mañana por Salvamento Marítimo al muelle de Los Cristianos con 104 pasajeros, portaba seis bidones de combustible y dos de agua extrañamente casi llenos a pesar de haber realizado una travesía de 11 días desde Senegal. La explicación sería que viajaron con el mar en calma y eso les permitió gastar el mínimo combustible. La tercera embarcación, con 107 ocupantes, recaló en La Gomera.
Acabaron al mismo tiempo la travesía de los 97 inmigrantes y la fiesta nocturna de un puñado de campistas que veranean en la playa del Confital, una cala entre invernaderos contigua a la Tejita, a unos 15 kilómetros de Los Cristianos, en el sur de Tenerife. Los africanos subieron en silencio a los furgones de la policía y se perdieron otra vez en la oscuridad, ahora en la de la burocracia y el miedo a la expulsión. Los voluntarios de la Cruz Roja acabaron su trabajo y se retiraron a compartir un café con la gente de la prensa. Cristina, la enfermera, había encontrado en la arena un amuleto que los inmigrantes traen para que les guíe en el viaje, les lleve a sus destinos y les haga transparentes ante los ojos de la policía española.
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