Cáncer a los 17 años, abusos y 14 intentos de suicidio: «Quiero morir y la muerte no me quiere»
La dura biografía de una refugiada colombiana «izquierdosa» torturada bajo la excusa de las FARC, que ha encontrado asilo en Segovia
Diario Vasco, , 27-06-2023Una madre recibe en su casa un ramo de girasoles y rosas con una nota. «Aquí yacen los cuerpos sin vida de Mariana y su semilla. Porque la plaga hay que acabarla de raíz. Por una Colombia sin comunismo, muerte a todos los izquierdistas». Mariana (nombre ficticio) dijo varias veces que no a las FARC. La oferta llegó desde avanzadilla intelectual: esta líder de la izquierda universitaria colombiana era un perfil ideal para captar nuevos miembros. Así justifica la negativa: «Desdibujaron mucho su causa en el momento en que metieron las drogas en su propósito. Son terroristas y narcotraficantes, yo no valido sus acciones». Poco importó su integridad; la defensa de sus ideas provocó un torbellino de violencia del que se refugió con su hijo en Segovia.
Mariana nació en Manisales, hija de una relación extramatrimonial entre primos segundos. Su padre, alcohólico, abusó sexualmente de ella desde los siete años, algo de lo que no era plenamente consciente. Por eso le preguntaba a su madre: «¿Si un papá toca el pecho a su hija es porque no la ama?» Cuando lo contó, el prestigio de su padre –un docente respetable– se impuso y se llevó una buena paliza por mentirosa. «Así que mi cerebro empezó a bloquear el momento. Él abusaba de mí y yo al otro día no lo recordaba». Así hasta los 19 años. Por el camino, llegaron los intentos de suicidio; hasta 14. El primero, con 15 años: ingirió un veneno y estuvo 33 días en coma. «Yo tengo 32 años; de ellos, llevo 17 sobreviviendo. Si me preguntas si quiero vivir te digo que tengo que vivir porque tengo un hijo. ¿Quiero? No».
Así que cuando llegó su cáncer de tiroides a los 17 años lo vio como una salida. Aun así, se sometió a quimioterapia, radioterapia y yodo. Nueve tumores en el hemisferio izquierdo de la tiroides. Los resultados de su biopsia «a sangre viva» tardaron nueve meses en llegar: carcinoma folicular etapa 4. Pidió una traducción a su médico: «¿Voy a morir?» La respuesta: «Sí». No dijo nada a nadie y se emborrachó la noche antes de la cirugía. Fue la herencia de su madre, que lo pasó a los diez años. Una complicada cirugía de 18 horas, pero no fue la última: garganta, pecho, cuello, axilas, ingle, rodillas y tobillos. Tenía las defensas de una persona con sida. «Parecía un marciano». Contra todo pronóstico, venció al cáncer con una aparente secuela: no podía tener hijos.
A los tres meses, se quedó embarazada. El guion de su vida continuó: obstáculo tras obstáculo. Primero, el padre se desentendió. La ecografía a los cinco meses mostraba una masa con corazón, pero sin cabeza ni extremidades. Conclusión: «Hay que interrumpir el embarazo». Ella se negó: «Que nazca y se muera». Estuvo un mes hospitalizada durante el embarazo, con amago de parto prematuro incluido. El diagnóstico se mantuvo en las siguientes ecografías, así que cuando nació nadie preparó nada –ni ropa ni nombres– porque el ‘producto’ –la denominación médica– no se convertiría en persona. «Cuando una trabajadora social y una psicóloga llegan a un parto es porque todo va muy mal». Nadie la llamó mamá, el mensaje era: «Necesitamos que empujes con fuerza para alumbrar el producto». Tras el primer empujón, el producto tenía cabeza; tras el segundo, extremidades inferiores. Al tercer empujón, la llamaron mamá. «Es un varón». Relata una sensación sin igual. «Que te pongan a tu hijo en el pecho y sentir sus manitas buscándote el rostro… Yo solo lo miraba para ver si le faltaba algo».
Su espíritu de lucha
«Las manifestaciones me han gustado siempre, en las calles es donde se logran los cambios; pero no tiré una sola piedra»
La maternidad no le devolvió las ganas de vivir. Seis meses después, se colgó en la terraza de su casa, pero el techo se vino encima. «Así es mi vida, a mí la muerte no me quiere». Ocurrió porque su padre seguía en la ecuación. «Me duele decirlo, pero tuve el peor y el mejor papá del universo. Cuando no estábamos en el escenario de abuso sexual, era alguien crítico, con una ideología brutal de izquierdas. Yo recogí sus banderas de protesta, eso es lo que me encaminó en la vida. Reconocerlo como mi verdugo fue un golpazo». Lo hizo en una clínica psiquiátrica, donde revivió dos décadas de abuso bloqueado.
La base ideológica de su padre y la convicción de no tener nada que perder en este mundo la convirtieron en una revolucionaria convencida. «No soy fariana, soy izquierdosa», resume en defensa de un ideal político que no está vinculado a un movimiento al que tacha de terrorista. «En la izquierda se han utilizado mecanismos violentos, ninguna revolución se gana solamente con letras, hay sangre». Fue expulsada de su primer colegio porque respondió a una monja que le exigió que se desnudara quitándole el hábito y lanzándolo al patio. Hasta entonces vivía en una burbuja de clase alta, pero el nuevo centro le abrió los ojos. «No comprendía por qué mis compañeros se tenían que desmayar de hambre mientras yo estaba llena». Defiende una sociedad igualitaria desde los 15 años como representante sindical. Su primer hito fue lograr que un autobús evitara a los alumnos dos horas de caminata para ir a clase. Lo hizo encadenándose a la puerta del instituto. «Ahí llegó la primera paliza de la policía. Me pegaron muy duro, a una niña». Una ONG recogió las fotos con los pies magullados de los alumnos que tuvieron repercusión nacional. Así consiguieron zapatos nuevos. Y transporte.
Los abusos de su padre
«Mi cerebro empezó a bloquear el momento. Él abusaba de mí yyo al otro día ya no lo recordaba»
Entró en el colectivo nacional de estudiantes de secundaria y participó activamente con la Universidad de Caldas, donde estudió trabajo social. En 2007, con Álvaro Uribe como presidente, impulsor de las Autodefensas Unidas de Colombia, un grupo paramilitar que nació para acabar con las FARC. En la práctica, había recompensas por cada guerrillero muerto. «Así que lo que hizo la policía es empezar a matar civiles». Una ola de privatizaciones en la educación y en la sanidad llevaron a muchos universitarios a la calle. «Empezó una represión muy fuerte por parte de la policía hacia los manifestantes. Desaparecidos, muertos, violaciones, secuestros…».
Arquitecta de las manifestaciones y de otras acciones, se define como defensora de los derechos humanos. «Las manifestaciones me han gustado siempre, en las calles es donde se logran los cambios. Pero no tiré una sola piedra». Su experiencia concluye que la violencia parte de un infiltrado que justifica la intervención policial. Y en Colombia lamenta un uso «desproporcionado» de la fuerza. «Las aturdidoras deberían lanzarse de forma parabólica, pero han sacado 234 ojos porque disparan de frente».
Ella habla del Estado disfrazado de muchas formas. Su nombre apareció en panfletos del grupo Águilas Negras. «Castrochavistas con ideologías comunistas inspiradas en Marx y en los demás ‘hijoeputas’ guerrilleros que siguen. Uno a uno les vamos a matar; sus madres recibirán sus cabezas en cajas en las puertas de sus casas». Debajo, 21 nombres, incluido el suyo. La situación se agravó en 2019 cuando fue fichada por la policía como líder social. Un día salió de su casa, paró una camioneta blanca y dos agentes de paisano requisaron su maletín con utensilios para la manifestación a la que se dirigía, incluida una bandera de Colombia que quemaro. Dejaron un aviso: si la veían en la manifestación, moriría. La tarde desembocó en un bloqueo de suministros y se cruzó con ellos: Se metió bajo un camión, del que tuvo que salir tras una granada de gas. Encerraron a nueve personas en un furgón sin ventilar con gas pimienta. Llevaban leche y vinagre para atenuar el efecto del gas y volvieron a casa.
La amenaza recibida
«Aquí yacen los cuerpos sin vida de Mariana y su semilla. La plaga hay que acabarla de raíz. Muerte a todos los izquierdistas»
En 2020 formó parte de dos detenciones que tilda de irregulares. En la primera, estuvo con 37 personas en un lugar acondicionado –no era una comisaria– para lo que vendría después. «Nos hicieron quitar la ropa y no entraba luz. Toda la noche con gritos, golpes en las paredes, alarmas o luces verdes y azules. No sabíamos quién había a los lados. Te tocaba orinar ahí mismo». El comité de derechos humanos intervino y fueron liberados, pero no volvieron todos. «De las 37, salimos solo 32. Nunca supimos qué pasó con el resto».
Mariana (nombre ficticio), en su refugio de la provincia de Segovia
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Mariana (nombre ficticio), en su refugio de la provincia de Segovia . El Norte
Fue el prólogo de su experiencia más traumática. Todo partió de una reunión en la universidad; de repente, se fue la luz y escucharon tiros. Un amigo le cogió la mano para que corrieran. «Yo no sentí que él cayó. Cuando me di la vuelta, estaba en el suelo». Su amigo le gritó para que siguiera y no volvió a verlo. «Se acercó un policía, le disparó en la cabeza y lo mató». Solo pudo ganar tiempo, pues les encontraron bajo unas banquetas. Subieron a los detenidos a unos camiones, les ataron las manos y les vendaron los ojos. Cuando caía uno, caían todos. «Caminábamos por una vía, se escuchaba el sonido de grillos».
Cuando recuperaron la vista, estaban en una finca, también su pareja. «La idea es que ellos no se enteren de que tienes algún vínculo porque ese es el mecanismo para hacerte sufrir». Así que se ignoraron. «A los hombres los dejaron en bóxer; a las chicas nos quitaron toda la ropa. Empezaron a meternos la cabeza en un balde enorme de agua. «¿Quién es su líder?». Empezaron a salir nombres –el suyo incluido– a la espera de que alguien hablara, pero eso no ocurrió.
Llegaron al denominado cuarto de masajes, con un gancho de carnicería en el techo de donde les colgaron. «Empezaron a pegar con el bate, muy fuerte. Llega un punto en el que ya no duele. Decían ‘péguela hasta que grite’. pero el orgullo no te permite gritar. Yo era callada, respiraba duro. El último me lo dieron en la cara y sentí que la boca reventada». Su pareja no pudo reconocerla: «Era un monstruo». Allí estuvieron tres días sin agua. Hasta que una mañana los maltratadores no estaban. Imaginen la escena: 17 personas desnudas sangrando. «¿Qué carro para? Ahí nadie se detenía». Hasta que alguien paró y les llevaron al hospital.
Su hijo ha abrazado la lucha de su madre. «Es un niño muy crítico». Por ejemplo, grabó un vídeo incitando a una movilización, simplemente defendiendo una educación pública y de calidad. Las redes sociales convirtieron a su hijo en objetivo, así que tocó emigrar. Llevaba escondida en la finca de un primo desde noviembre cuando llegó aquel ramo. Fue a denunciarlo; a los 40 minutos recibió una llamada: «Tiene una hora para retirar la denuncia porque si no la matamos a usted y a su hijo». Su primo, informático, le dijo: «Te vas ya, escoge país». España, por el idioma. «Yo llegué creyéndome Pablo Escobar, consigo trabajo en una semana. Y no fue así. Yo, montañera, la más boba del mundo, paré un metro con la mano». Pidió ayuda: la encontró en Segovia y vive en un centro para refugiados con su pareja, organizando manifestaciones. Y vive por su hijo. «Sigo queriendo morir. Mi hijo es lo mejor y lo peor que me ha pasado, me robó el derecho a decidir sobre mi propia vida».
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