Milton (y Rose) Friedman: «Si no hubiera estado del bienestar, podría haber inmigración totalmente libre»

ABC, 31-07-2006

PALO ALTO (CALIFORNIA).

Uno no entrevista a un hombre como Milton Friedman – el premio Nobel de Economía en 1976 y uno de los cinco o seis pensadores más influyentes del siglo XX – sin antes documentarse a conciencia. Así que reuní mis libros – para leer algunos y releer otros – y tomé páginas y más páginas de notas. También envié mensajes electrónicos a varios pesos pesados intelectuales, preguntándoles qué preguntarían ellos a Friedman – de 94 años – si lo tuvieran acorralado en una fiesta. Me llovieron las respuestas. «Cómo atajar la inflación», escribía un premio Nobel de economía (ligeramente) más joven. La «educación», proponía otro Nobel. «¿Le hace replantearse su apoyo al Partido Republicano la actual plusmarca de gasto público del presidente republicano y del Congreso?», sugería alguien que, hasta hace poco, trabajaba en política económica en la Casa Blanca. «¿Hay algo específicamente difícil para el capitalismo en el mundo islámico?», se preguntaba un especialista de Oriente Próximo. «Qué música escucha?», era la contestación insospechada de un economista político demócrata. Más previsiblemente, el redactor de un importante blog se «moría» por saber si «Milton lee blogs, y si alguna vez escribirá uno».

Todos tenían una pregunta, y muchos más de una (un economista de Chicago me envió 10). Porque Milton Friedman es la idea que todos tienen de un oráculo, de un sabio estadounidense. Naturalmente, los sabios tienen sus rarezas, y la entrevista de la semana pasada – en el despacho sorprendentemente pequeño que Friedman tiene en la Hoover Institution, perteneciente a la Universidad de Stanford – tuvo un comienzo surrealista. Junto a su mesa cuelga un mapa de Belice, uno de esos recuerdos estilizados hechos de tela, bordados para atraer la vista. Le pregunto por qué tiene un mapa de Belice en su pared. Se gira, mira el objeto y contesta: «No sé, la verdad es que no lo sé». No era una prometedora forma de arrancar la entrevista, pensarían algunos, así que le pregunto, para romper el hielo, si se encuentra bien. «Oh, sí», es la animada respuesta. «Pero mi esposa acaba de soportar un brote de herpes y aún no lo ha superado del todo». En este punto se interrumpe y me pregunta: «¿Ya ha tenido usted herpes alguna vez?»

Economistas

Tras dejar las enfermedades a un lado, pasamos a la economía, y a este respecto presento una disculpa reflexiva por no ser economista. «Quiere decir que no ha estudiado usted ciencias económicas», responde Friedman. «He descubierto, a lo largo de mucho tiempo, que algunos son economistas natos. No hacen la carrera, pero entienden; los principios les parecen evidentes. Puede que otros tengan un doctorado en Economía y, sin embargo, no son economistas. No piensan como economistas. Extraño pero cierto».

¿Era Keynes un «economista nato?» «¡Desde luego! Keynes era un gran economista. En todas las disciplinas, los avances se producen gracias a personas que plantean hipótesis, la mayoría de las cuales acaban siendo erróneas, aunque todas ellas apuntan en última instancia a la respuesta correcta. Keynes, en la Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero planteaba una hipótesis bellísima, y realmente alteró la forma de la ciencia económica. Pero resultó que era una hipótesis equivocada. ¡Eso no significa que no fuera un gran hombre!».

Eso de que «alteraron la forma de la ciencia económica» no puede decirse de demasiados economistas. ¿Diría Friedman – modestia aparte – que él es uno de ellos? Sigue un largo silencio – la modestia, claramente, es difícil de dejar aparte – antes de mascullar, como obligando a las palabras a salir, «eh… muy difícil de decir…». Y entonces lo salva la campana: se abre la puerta y entra Rose, su esposa, dando un soplo de garbo al deslustrado despacho, con un impacto que contribuye a aumentar un hermoso abrigo de visón, que lleva, todo hay que decirlo, una tarde en la que en el exterior hace 26 grados centígrados. «Esta noche va a hacer mucho frío», predice con un escalofrío. Los Friedman cenan al aire libre esa noche – junto con otros 1.200 miembros de Stanford – y Rose se ha venido preparada para que el mercurio caiga a, ¡oh!, por debajo de los 16 grados. «Es una época absurda para cenar fuera».

La señora Friedman se instala en una silla, parpadeando, y yo retomo mis preguntas. ¿Si organizaran una pequeña fiesta – en el interior, nunca al aire libre – para los economistas favoritos de Friedman (muertos o vivos), a quién invitarían? «Muertos o vivos? Está claro que Adam Smith sería el primero. Alfred Marshall el segundo. John Maynard Keynes el tercero. Y George Stigler el cuarto. George era uno de nuestros mejores amigos». (En este punto, la señora Friedman, también economista distinguida, comenta con tristeza que «es difícil creer que George haya muerto»).

¿Ha sido bueno para su matrimonio – llevan 68 años casados – que ambos sean economistas? Rose (afirmando con la cabeza): «Mmmm. Pero no discuto con él… mucho». Milton (riendo a carcajadas): «No la crea! Discute muchísimo…». Rose (interrumpiendo): «… y no soy competitiva, así que no he intentado competir contigo». Milton (marido devoto): «Ha sido de gran ayuda en todo mi trabajo. No hay nada que yo haya escrito que ella no haya revisado primero».

La chispa entre ambos está clara, y resulta hasta conmovedora. Así que siento la tentación de preguntar si la economía tiene un lado romántico, como la historia o la filosofía. «¿Qué si la economía tiene un lado romántico?», repite Milton, con tono incrédulo, y a renglón seguido se ríe. «No, no creo. La economía tiene tanto romanticismo como la física. La economía es básicamente una ciencia, como la física, o la química… Es una ciencia sobre cómo organizan los seres humanos sus actividades cooperativas». ¿Es ésa su definición favorita de la ciencia económica? «Bueno, según la definición establecida es el estudio de cómo organiza una sociedad sus recursos. En ese sentido, no es especialmente romántica».

¿Es la inmigración, pregunto – especialmente la inmigración ilegal – buena o mala para la economía? «Ni una cosa ni la otra», responde. «Pero es buena para la libertad. En principio, deberíamos tener una inmigración completamente abierta. Pero con el Estado del bienestar no es verdaderamente posible hacerlo. Ella es inmigrante», añade, señalando a su mujer. «Llegó justo antes de la Primera Guerra Mundial» (Rose sonríe ligeramente: «Tenía dos años»). «Si no hubiera Estado del bienestar», prosigue él, »podría haber inmigración totalmente libre, porque cada uno sería responsable de sí mismo». ¿Insinuaba que no se puede reformar la inmigración sin reformar la Seguridad Social? «No, podemos reformar la inmigración, pero no se puede liberalizar del todo sin eliminar en gran medida el Estado del bienestar».

«En este momento me opongo a la inmigración ilimitada. Pienso que buena parte de la oposición a la inmigración es de ese tipo; porque un dogma fundamental del punto de vista estadounidense es quela inmigración es buena, que Estados Unidos no existiría si no fuese por la inmigración. Por supuesto, en muchos aspectos, los inmigrantes lo tienen ahora mucho más fácil que antes…»

La presión de la inmigración

¿Quiere decir que ahora hay mucha menos presión para que se integren de la que había antes? Milton: «No estoy seguro de que sea cierto…». Rose (hablando al mismo tiempo): «Eso es lo deplorable…». Milton: «Pero no creo que sea cierto…». Rose: «Yo pienso que sí. Ése es uno de los problemas, que llegan inmigrantes que quieren seguir siendo mexicanos». Milton: «Sí, pero en el pasado llegaban inmigrantes que querían seguir siendo italianos, y judíos…». Rose: «No, no es cierto. Los que querían eso regresaron a sus lugares de origen».

Empiezo a descubrir que a menudo la señora Friedman es la que tiene la última palabra.

Con frecuencia en el caso de Milton Friedman, las cuestiones personales son inextricables de las corrientes históricas. ¿Cómo encajó, le pregunto, la gran oposición a sus opiniones dentro y fuera de la profesión económica durante buena parte de su carrera activa? ¿Y qué se siente al pasar de que a uno lo tachen de «maligno» en algunos sectores a ser reverenciado en todo el mundo?

Milton (reprimiendo una risa): «No creo que nunca se me haya considerado maligno». Rose (aludiendo a las protestas que lo seguían a todas partes, en especial después de asesorar al régimen de Pinochet): «Era muy difícil ir a las universidades…». Milton: «Recuerdo a un tipo que vino a verme a Harvard o a otro sitio… quería ver a «ese diablo de Occidente"». Rose: «Es probable que en Harvard aún piensen así».

Llegados a este punto, Friedman explica «la historia del periodo de posguerra» en Estados Unidos. «En 1945 – 1946, la opinión intelectual era casi completamente colectivista. Pero se practicaba el libre mercado. El Estado gastaba aproximadamente el 20 – 25 por ciento de la renta nacional. Pero las ideas de la gente se decantaban por más administración pública. El Gobierno empezó a expandirse y expandirse y expandirse». Se detiene, como si estuviera decidiendo si usar la palabra «expandirse» por cuarta vez, antes de seguir: «Y el gasto público pasó del 20 al 40 por ciento de la renta nacional».

«Pero lo que ocurría en la economía estaba provocando un movimiento opuesto en la opinión. La gente pudo ver, a medida que el Estado empezaba a regular cada vez más, los efectos perniciosos que tenía el que el Estado se involucrara. Y la opinión intelectual empezó a pasarse del socialismo al capitalismo. Eso, en mi opinión, fue lo que permitió que Ronald Reagan saliera elegido en 1980». Señalo, a este respecto, que también Friedman influyó en este cambio de opinión. Se muestra, como es habitual en él, reacio a atribuirse cualquier mérito. «Pienso que tenemos tendencia a atribuir demasiada importancia a nuestras palabras. La gente veía lo que estaba ocurriendo. No habrían leído mis columnas en Newsweek, ni mis libros, si los hechos sobre el terreno no hubieran sido los que eran». (Rose: «¡Vamos, no seas tan modesto!»).

¿Le decepciona que el Gobierno de Bush haya sido incapaz de reducir el gasto? «Sí», contesta. «Pero retrocedamos un momento. En los años noventa, teníamos la mejor combinación para reducir el gasto. Un demócrata en la Casa Blanca y los republicanos controlando el Congreso. Eso es lo que produjo los excedentes al final de la era de Clinton, y durante todo ese periodo se produjo una tendencia a la reducción del gasto. Entonces entraron los republicanos, que habían estado en el desierto, y tenemos una explosión del gasto en el primer mandato de Bush. Y él se niega a vetar nada, así que no influye para nada en la disminución del gasto. En 2008, es muy posible que tengamos un presidente demócrata» – (Rose, cortante: «¡Dios no lo quiera!») – «y si podemos mantener una Cámara de Representantes y un Senado republicanos, volveremos a una combinación que recortará el gasto».

Al llegar a este punto cambia de tema. «Lo que realmente ha matado al Partido Republicano no es el gasto, sino Irak. Lo cierto es que yo me opuse a la guerra de Irak desde el principio. Pienso que fue un error, por la simple razón de que no creo que Estados Unidos deba involucrarse en una agresión». La señora Friedman – escuchando a su esposo con la cabeza ladeada – murmura algo por lo bajo.

Milton: «¿Eh? ¿Qué?». Rose: «¡No ha sido una agresión!». Milton (exasperado): «Fue una agresión. ¡Por supuesto que lo fue!». Rose: «Se considera agresión si es contra el pueblo, no contra el monstruo que lo gobierna. No estamos de acuerdo. Es lo primero que se nos presenta en la vida en lo que no coincidimos. Obviamente, hemos tenido desacuerdos sobre cosas pequeñas – como que yo no quiera salir a cenar y él sí – , pero en lo que se refiere a las cuestiones importantes, ésta es la primera vez». Milton: «Pero, dicho eso, después de meternos en Irak, me parece muy importante que la empresa salga bien». Rose: «¡Y saldrá!».

Como se habrán dado cuenta, la señora Friedman dice la última palabra.

The Wall Street Journal

© 2006 Dow Jones & Company, inc.

TEXTO: TUNKU VARADARAJAN
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