Editorial
El reto migratorio
Por perfecta que sea una ley, si no se hace cumplir es como si no existiera. Es el caso de unas órdenes de expulsión de extranjeros que solo se ejecutan en un 7,5 por ciento
ABC, , 06-02-2023La Administración española tiene un reto inaplazable con la aplicación eficaz de las normas de extranjería. El dato de que solo se ejecuta el 7,5 por ciento de las órdenes de expulsión de extranjeros es incompatible con la seriedad y el rigor que cabe exigir a un Estado en la protección de sus fronteras. Nos hallamos ante un problema que no admite soluciones de populismo simple. Ni las que abogan por abrir fronteras y reconocer el derecho de cualquier inmigrante a entrar en nuestro país, por las buenas o por las malas; ni las de quienes proponen levantar muros o negar auxilio a personas a la deriva. Una sociedad democrática y avanzada ha de asumir unas políticas migratorias capaces de abordar todos los compromisos que plantea el problema de los flujos de personas que huyen de la pobreza o de la guerra. Y ha de hacerlo combinando el principio humanitario con el respeto a la legalidad. Todo Estado tiene que velar por la integridad de sus fronteras, ordenar la entrada de la inmigración, fijar reglas de legalidad y procedimientos de control y devolución. El humanitarismo no debe conducir al sentimentalismo; ni la legalidad a la indiferencia con el sufrimiento.
Ese porcentaje de ejecución de órdenes de expulsión ya irrevocables pone el foco más en el grado de eficacia de la Administración española a la hora de aplicar la legislación de extranjería que en la calidad de estas normas. Por perfecta que sea una ley, si no se hace cumplir es como si no existiera. El ‘efecto llamada’ obedece a muchos factores. Sin duda, uno de ellos es el oportunismo de países vecinos en administrar a su conveniencia la llave de la inmigración ilegal. También el discurso buenista con el que se manifiesten los poderes públicos europeos, discurso del que rápidamente se arrepienten. Pero la ineficacia de los procedimientos de expulsión es un reclamo cualificado para las mafias de la trata de personas, que detectan una ventana de oportunidad abierta de par en par en el corazón mismo del Estado.
No hace falta trufar el debate sobre este problema con referencias a los inmigrantes que cometen delitos. Sin necesidad de asociar inmigración ilegal a delincuencia, el problema de una inmensa mayoría de expulsiones convertidas en papel mojado es suficientemente grave. Ahora bien, si a ese dato se añade la realidad de que tampoco funcionan como deberían las expulsiones de delincuentes ya condenados, o de inmigrantes con orden de expulsión que, entre tanto, cometen delitos, el problema se agrava y la opinión pública se resiente. La mejor manera de evitar que los sentimientos sociales deriven en reacciones populistas es cumplir la ley a rajatabla. No hay que dudar sobre el deber del Estado de salvar toda vida en peligro. Cualquier propuesta que haga excepciones a este imperativo ético debe ser rechazada. Pero una vez cumplido ese deber, comienza la obligación de aplica la ley y de garantizar a España una entrada legal y ordenada de la inmigración. Una inmigración que es necesaria para el sostenimiento de la actividad productiva y a la que es más fácil integrar cuanto más regulado y fiable sea el procedimiento de entrada en nuestro país.
En este escenario, muy a menudo enmarcado por la tragedia, no hay que olvidar que la gran mayoría de los flujos migratorios se derivan de la opresión de los sátrapas locales, a la pobreza que genera la corrupción, a conflictos con los que Occidente tiene cada vez menos que ver y, entre otros factores, al colonialismo encubierto que ejercen potencias, como China o Rusia, situadas en los antípodas de la democracia, ese espacio de libertad y prosperidad que precisamente buscan los que huyen.
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