Inmigración a debate
Las Provincias, 27-07-2006Probablemente a causa de la mediocridad de nuestra política, empieza a ser frecuente que los grandes debates de este país no sean sobre los grandes asuntos que nos afectan sino sobre cuestiones marginales que enfrentan entre sí, por razones variadas, a los dos principales partidos. Así, el nuevo conflicto del Oriente Medio ha dado aquí lugar a airadas discusiones sobre el carácter más o menos proisraelí o antisionista del Gobierno, pero bien poco se ha debatido, se está debatiendo, acerca de un problema que afecta tan gravemente a la estabilidad mundial. Y con respecto al estado de la inmigración regular e irregular en España, cuestión suscitada por la publicación del censo del Instituto Nacional de Estadística (INE), está a punto de suceder otro alarde de frivolidad: de momento, el debate más aparente versa sobre una futilidad: si las regularizaciones de inmigrantes producen o no
efecto llamada
y son causa por tanto de que el problema se agrave a medio y largo plazo.
Los referidos datos del INE confirman que hay en nuestro país 3,88 millones de inmigrantes que, sobre los 44,4 millones totales, representan el 8,7% de la población. De estas cifras y de los cómputos de extranjeros regularizados, se desprendería que hay poco más de un millón de
sin papeles
. Pero como la estadística oficial ha suprimido al casi medio millón de extranjeros empadronados que no renovaron su inscripción, el PP considera que el número real de indocumentados sería de unos 1,6 millones. Probablemente la verdad esté en un punto intermedio.
Es muy dudoso que sea posible identificar como
efecto llamada
la pasada regularización de 600.000 inmigrantes que estaban trabajando en nuestro país, y que por razones de justicia y equidad merecían salir de su ostracismo clandestino. El verdadero
efecto llamada
proviene como es obvio del gigantesco gradiente de renta entre el Norte y el Sur, y afecta especialmente a España por la singular posición geográfica de la península Ibérica. Lo cierto, en cualquier caso, es que tenemos un problema con la inmigración, que ya ocupa el segundo lugar, tras el paro, en el ranking de las preocupaciones colectivas de los españoles, como han puesto de manifiesto los periódicos análisis del Centro Investigaciones Sociológicas (CIS).
Ese problema tiene una triple vertiente: de un lado, España tiene que conseguir todos los apoyos posibles para frenar la insoportable presión migratoria que recibe; y en concreto la Unión Europea ha de incrementar su solidaridad con nuestro país en la lucha contra la inmigración ilegal, que pasa tanto por la cooperación al desarrollo de los países emisores como por el control físico de sus fronteras en origen. De otro lado, España tiene que conseguir modular mejor la llegada de inmigrantes irregulares para que la capacidad de asimilación de la sociedad autóctona no se vea desbordada y evitar así la generación de una indeseable conflictividad. Finalmente, España tiene que proporcionar una salida vital a los inmigrantes ilegales que ya residen y que están arraigando entre nosotros, más de un millón de personas según los recuentos mencionados más arriba.
Es claro que no existen soluciones milagro para gestionar este problema, característico del proceso de globalización que entre todos estamos tratando de digerir improvisadamente. Para afrontar el reto y conseguir que la inmigración, en su concepción más general, desarrolle sus aspectos positivos en términos económicos, nuestro país se ha visto altamente beneficiado del fenómeno, aunque haya sido a costa de sacrificar la productividad y minimice los negativos, es imprescindible practicar políticas complejas, que se vayan adaptando constantemente a la evolución del fenómeno y que concilien los aspectos humanitarios con los sociales e institucionales.
Pero a más largo plazo, resulta inútil cualquier planteamiento del asunto que no vaya al origen del fenómeno migratorio: o contribuimos los europeos a fijar a los africanos en su territorio ofreciéndoles oportunidades mediante inversiones y ayudas suficientes, o tendremos que resignarnos a emplearlos en nuestro propio país. Y si interiorizamos esta evidencia, llegaremos a la conclusión de que lo que ocurre es una irónica venganza de todo un continente contra unas políticas coloniales y poscoloniales que no han sido capaces de sacar a África de la miseria más absoluta en que se encuentra casi en su totalidad. Si así se ve, se entenderá mejor la necesidad de que el segundo problema español se convierta en el primer problema europeo, que no se resuelve elevando las murallas de la ciudadela sino actuando generosa e inteligentemente en los países que, simétricamente a nuestro conflicto, experimentan el drama de la despoblación.
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