SAQUE DE ESQUINA
La disentería arquitectónica
Diario Sur, 23-07-2006SALVADOR MORENO PERALTA/
A algún arquitecto bujarrón se le ocurrió trasplantar aquí el color de Marraquech, sin que a los guiris del norte les llamara demasiado la atención, pues sabido es que desde un determinado paralelo europeo para abajo todos somos sur. DICEN que antes de que apareciera por España Esquilache, ministro italiano de Carlos III, las casas en Andalucía eran de adobe, tapial, ladrillo o terracota, dándole al paisaje un tono general de daguerrotipo. Pero el ilustrado ministro impuso la higiene del color blanco, y ya para siempre los pueblos tuvieron una luminosidad cegadora de escuadras y cartabones azules, remansada al caer la noche en un silencio lorquiano de cal y mirto. ¿Ah Salobreña, Setenil, Arcos de la Frontera, Cómpeta, Sayalonga ! pueblos blancos sobre un blanco y otro blanco y otro blanco hasta elevar la arquitectura a las más altas cimas de la abstracción, si no fuera porque ahí al lado estaba el olivo y la parra para traernos el pálpito de una vida alumbrada por la tierra. Siempre creí que los andaluces brotábamos de la cal y del olivo.
Todo eso ya es pasado. Cuando, hace ya muchos años, tuve que hacer un trabajo sobre la arquitectura popular en nuestra provincia, pude comprobar que, con frecuencia, la gente de posibles y los emigrantes que volvían a su tierra con unos pequeños ahorros incorporaban a sus nuevas casas un repertorio decorativo que traducían modestos sueños de grandeza alimentados por el ‘¿Hola!’ y la aristocracia del ladrillo. Y todas tenían algo en común: el abuso del color, primero en los zócalos de cerámica policromada para luego trepar por las paredes hasta la apoteosis de las cubiertas y los remates de chimeneas. Supuse entonces que este repudio de la noble y tradicional blancura no significaba otra cosa que el despego, el rechazo de un significante arquitectónico de esa pobreza que les obligó a emigrar. El blanco – que tanto gustaba a los turistas y a los señoritos cultos de la ciudad – era el color de la carestía de la España rural; el color, sin embargo, era el símbolo de lo urbano, del porvenir, del éxito y, en cierto modo, del progreso. Frente al abuelo de alma cuarteada sentado en el quicio de la puerta sobre la pared encalada, el nuevo y arrogante pueblerino proclamaba con su casa un sonoro y desafiante ¿aquí estoy yo!
Pero la cosa no se paró en los pueblos, sino que se extendió por la costa y por la capital. A algún arquitecto bujarrón se le ocurrió transplantar aquí el color de Marraquech, sin que a los guiris del norte les llamara demasiado la atención, pues sabido es que desde un determinado paralelo europeo para abajo todos somos sur, sin que haya lugar para los matices. Y a partir de ese momento se extendió como un síntoma de elegancia pintar las casas con ese inimitable almagre magrebí que, en su versión estándar adquiría todas las tonalidades posibles de las consecuencias de una disentería amebiana. O sea, caca, que luego dicen mis amigos periodistas que no se entiende lo que escribo. Y así ha proliferado la caca marrón oscuro de los pueblos arábigo – mejicanos, que tanto gustan en Marbella, la caquita desvaída de las casas «a la toscana», que se suelen esparcir por los nuevos campos de golf agrupadas de dos en dos para que así parezcan menos adosadas, que es poco elegante, y la cagada líquida que tira a albero, en un imposible esfuerzo por atrapar el señorío maestrante del coso sevillano que, a decir verdad, en su mezcla de blanco y amarillo tiene algo de homenaje al huevo frito.
Nada tengo contra el color, al contrario. Una de las razones por las que el Movimiento Moderno acabara languideciendo en Europa fue el hecho de su obscena instrumentación inmobiliaria, pues la simplicidad de su arquitectura fue aprovechada para hacer el mayor número posible de bloques iguales y al menor precio posible. Pero también la aburridísima uniformidad de los tonos grises, blancos y las paredes de cristal del llamado Estilo Internacional, como magníficamente satirizó Jacques Tati en sus películas. Tuvo que ser en Latinoamérica – Argentina, Brasil y Méjico sobre todo – en donde el criollaje le insuflara nueva vida, entre otras cosas mediante una desprejuiciada utilización del color. Y tampoco tengo nada con que el usuario de una vivienda quiera personalizarla a su gusto, pues nada hay más estomagante que las pretensiones dictatoriales de los arquitectos. Todo eso está muy bien, pero yo lo único que me pregunto es, ¿por qué el color caca?
(Puede haber caducado)