Guerra en Ucrania | Acogida
Y de pronto, tutores de ucranianos en Gipuzkoa
Dos familias guipuzcoanas cuentan su experiencia a cargo de menores cuyos familiares volvieron a Ucrania. Lo que era una situación provisional se alarga ya seis meses y ha arrancado el curso escolar
Diario Vasco, , 03-10-2022Cuando das el paso de acoger en tu casa a personas que salen de una guerra, lo haces sin condiciones con tal de ayudarles, aun sabiendo que no va a ser un camino de rosas, ni una situación que vaya a resolverse en dos meses». Ha pasado ya medio año desde que los hogares de Alejandra Arrieta, en Donostia, y Ricardo Bárcena, en Errenteria, abrieran sus puertas al éxodo ucraniano. En sus rostros no hay una mueca de arrepentimiento. «Para nada», coinciden. Pero la «responsabilidad» se refleja en sus miradas. Y más desde el momento en el que los adultos que la pasada primavera huyeron de la guerra han regresado a su país, dejando a sus hijos e hijas al cargo de las familias de acogida. Y esa es otra batalla. Las guerras aquí son de almohadas, pero no hay tregua en las trincheras: el curso escolar, las actividades extraescolares… Lo cotidiano en cualquier alumno del territorio.
Según fuentes de la Diputación de Gipuzkoa, son 65 las familias guipuzcoanas que se encuentran a cargo de menores de edad procedentes de Ucrania. En buena parte se debe a que «sus progenitores han regresado» a su país, tal como informó el Gobierno Vasco tras la mesa de seguimiento celebrada el jueves. Desde Chernobil elkartea trasladan que «hay experiencias de todo tipo. Personas que vinieron a Gipuzkoa y no tienen intención de regresar, al menos por un tiempo; otras que vinieron y volvieron; otras que regresaron a su país y otra vez se vinieron al ver lo que había…». Cada alma porta «su mochila», confiesa Ricardo Bárcena. Junto a su mujer, Mª José Carrère, desde 2015 venía oxigenando en Errenteria el organismo de Kateryna, ‘Katya’, una niña de Chernóbil que ahora tiene 14 años. «Los dos veranos de la pandemia no pudo venir, pero sí la última Navidad». Al poco estalló la guerra. «En marzo perdimos el contacto. Estuvimos un mes sin poder comunicarnos», recuerda Ricardo. Cuando lo recobraron, Katya les trasladó que «mi aita y mi ama quieren que vengamos a Gipuzkoa». Pues venid.
Tras una odisea de varios días para salir de Ucrania y subirse a un autobús en Katowice (Polonia), Katya llegó a Gipuzkoa con su hermano Konstantin, de 9 años, y su madre, Angela. Su padre se quedó en Stanyshivka, donde «tienen las necesidades básicas cubiertas», ya que él es campesino y la guerra últimamente les está dando una tregua. «En un primer momento las alojamos en un apartamento en Donostia –recuerda Ricardo– para que estuvieran más a su aire aunque tuvieran nuestro apoyo. Pero la madre trabajaba con un médico en Ucrania, y en mayo la reclamaron. Antes de volver, hicimos los trámites en Diputación para hacernos cargo de sus hijos». Desde entonces, Ricardo y MªJosé son la brújula de Katya y Konstantin. «A esas edades son como esponjas, absorben todo y se adaptan mucho más fácil que los adultos», agradece Ricardo. De no tener hijos, este matrimonio se vio de pronto con dos. «Al principio su madre y nosotros pensábamos que para el final del verano habría acabado todo, y de hecho cuando vinieron quedaba tan poco para el final del curso, que no se matricularon. Pero no podían perderse todo este curso, así que los hemos matriculado aquí, y tienen sus extraescolares como cualquier niño de Gipuzkoa».
Dos ucranianos en Errenteria
«Al principio acogimos también a la madre, pero tuvo que volver a su país y tramitamos hacernos cargo de los dos niños»
RICARDO BÁRCENA
Bien saben de esto Alejandra Arrieta e Iván Gutiérrez. Tienen seis hijos –el más pequeño ha hecho un año–, así que ya eran ocho en su casa de Donostia, y además acogieron a tres ucranianos –una madre y sus dos hijos– y con posterioridad a una cuarta adolescente ucraniana, Kira, que es a la que actualmente tutelan al ser menor de edad. «Por suerte, tenemos una casa espaciosa», sonríe Alejandra.
Cuando la invasión de Rusia provocó la huida de miles de ucranianos, Alejandra e Iván tuvieron claro que «algo teníamos que hacer por esta gente». A través de la asociación Oriaberri tuvieron conocimiento de la llegada de aquellas furgonetas que la irundarra Marina García fletó desde Ucrania en marzo. Se brindaron a dar cobijo y cariño «a más de dos personas», y les asignaron a Valentina y a sus hijos Valeri y Anastasia, de 18 y 15 años.
Dos meses después, recibieron el aviso de que llegaba a Euskadi un autobús repleto de refugiados y se iban a necesitar camas esa misma noche. Su vecino, que ya arropaba a tres ucranianas, se ofreció a cobijar a una madre con una hija y una amiga de esta «para solucionar la urgencia». Pero en época de guerra, la emergencia suele ser un estado permanente. Y cada acción exige una reacción. «Un día la madre y la hija decidieron irse, dejando aquí a la amiga, Kira. Como es de la edad de Anastasia, creí que podía ser positivo para ella instalarse en nuestra casa», explica Alejandra, que es pragmática y acepta las cosas «como vienen, no queda otra».
La integración
Esta odontóloga se lo toma con humor cuando se le pregunta cómo se convive con tanto adolescente. «Es una edad malísima. No diré que sea fácil, pero ahí vamos: un día se enfadan y no se hablan, otro día se llevan mejor… Pasará en cualquier familia con hijos de esa edad. Pero bueno, en nuestro caso, con seis hijos en casa, te puedes imaginar que nunca hay tranquilidad. Todo tiene su lado positivo y puedo decir que he hecho una bonita amistad con Valentina. Trata de encontrar trabajo y ayuda todo lo que puede en casa». Cuanto más entretenida esté, menos presente tiene que su marido está combatiendo. Si es que se puede llegar a abstraerse de algo así.
Tanto la familia de Alejandra como la de Ricardo son conscientes de que bajo su techo comparten una situación provisional. Algún día, sus refugiados saldrán por la misma puerta por la que entraron, pero «tampoco se trata de estar esperando con los brazos cruzados», y tratan de llevar una vida «lo más normal posible». Esto incluye compartir el día a día, que de lunes a viernes se limita a menudo a algún trayecto escolar y a las horas de sentarse a la mesa. Como ha ocurrido en muchos hogares guipuzcoanos, «les sorprendía que comiéramos todos juntos. Se ve que en Ucrania acostumbraban a hacerlo cada uno por su cuenta», pero no han tenido «ningún problema» para hacerse a los usos familiares, que en el hogar donostiarra exigen mayor disciplina. «Primero cenan nuestros hijos, y luego mi marido y yo con los ucranianos», dice Alejandra.
Cuatro ucranianos en Donostia
«Les sorprendía que comiéramos todos juntos. Se ve que en Ucrania acostumbraban a hacerlo cada uno por su cuenta»
ALEJANDRA ARRIETA
Al venir a Gipuzkoa desde 2015, la ‘errenteriarra’ Katya ya tiene su cuadrillita de amigos, algo que también van logrando Valeri –que ha iniciado un grado de máquina herramienta–, Anastasia y Kira –que van al mismo colegio que los hijos de Alejandra e Iván–. La primera ya chapurrea «bastante» el castellano, y a la segunda le está costando más. «Tiene a sus padres en Ucrania, y tiene más presente que aquí está de paso. Su situación no es fácil por mucho que intentemos que se sientan como en casa».
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