Crónica

La memoria viva del niño Juan, el 500 de los 500 del barco del exilio infantil

Encontramos en México, nonagenario, al exiliado que mantiene viva la memoria de "la expedición de los niños", como la llamó Azaña. En el Mexique, barco francés, iba también el equipo de fútbol del Barcelona. Juan Llop es el último superviviente que no volvió. Se cumplen 85 años de aquella travesía para escapar de la Guerra Civil

El Mundo, El Mundo, 31-08-2022

La memoria viva del ‘niño’ Juan, el 500 de los 500 del barco del exilio infantil

Encontramos en México, nonagenario, al exiliado que mantiene viva la memoria de “la expedición de los niños”, como la llamó Azaña. En el Mexique, barco francés, iba también el equipo de fútbol del Barcelona. Juan Llop es el último superviviente que no volvió. Se cumplen 85 años de aquella travesía para escapar de la Guerra Civil

CIUDAD DE MÉXICO

Juan Llop recuerda nítidamente los bombardeos y las carreras desesperadas hacia los refugios antiaéreos de Barcelona durante la Guerra Civil. Sólo tenía 5 años, pero la experiencia le marcó profundamente. Hoy es un nonagenario felizmente jubilado en México, el país al que llegó, junto a otros 455 niños españoles, para escapar de los estragos del conflicto bélico. El suyo es uno de los últimos testimonios vivos de Los Niños de Morelia, el gran barco del exilio que cruzó el charco hace 85 años. Llop abre a Crónica las puertas de su vivienda en el acomodado barrio de Polanco, en la capital mexicana, para inmortalizar la historia de su vida: “Soy mexicano, pero si me rascan un poquito sale sangre española”, asegura.

Cuando estalló la guerra, Emilio Llop vivía angustiado por la posibilidad de que un misil alcanzara la casa familiar. Este padre de familia, viudo y encargado de una papelería de la vía Laietana tenía cuatro hijos que mantener en una ciudad acosada por las bombas y la escasez de alimentos. Un anuncio publicado en la prensa le ofreció una solución: México iba a acoger a 500 niños españoles. Confiado en que la guerra acabaría pronto y que el bando republicano vencería, Emilio decidió inscribir a dos de sus hijos, Jorge y Juan, de 11 y 5 años respectivamente. También envió a un tercero con unos tíos que vivían en un pueblo cercano, quedándose sólo con su hija mayor.

Los dos hermanos Llop fueron aceptados en el programa junto a otros 454 menores españoles de entre 4 y 16 años. Tuvieron que pasar unas pruebas médicas, recibir vacunas y esperar varios días la llegada de un tren que venía desde Valencia. Les alojaron en el Hotel Regina y mataron el tiempo viendo varias películas de indios y vaqueros en un cine del barrio. El momento de la despedida fue “horrible”, según Juan, aunque el que más sintió la partida fue su hermano Jorge, “yo no tenía muy claro a donde íbamos ni cuánto tiempo, pero él sí sabía que era lejos”. Juan recuerda escenas dramáticas, como la de una madre que decidió sacar a uno de sus hijos por la ventana justo antes de que el tren se pusiera en movimiento.

SUBMARINOS ALEMANES Y TESOROS

El primer exilio infantil masivo de la Guerra Civil salió de la Estación del Norte de Barcelona en mayo de 1937. A bordo viajaban 164 niñas, 292 niños y varios maestros y enfermeras. A diferencia de lo que muchos pensaban, los niños no eran huérfanos: “Nuestros padres estaban en el frente o no podían hacerse cargo de nosotros”, explica Juan. Nada más cruzar la frontera con Francia, cambiaron de tren y viajaron a Burdeos. Se alojaron en un hotel en espera de su partida definitiva hacia México.

El exilio de los menores fue posible gracias a los fondos y gestiones del Comité de Ayuda a los Niños del Pueblo Español, el Partido Comunista francés, la Internacional comunista y la naviera más importante de Francia, la Compagnie Générale Transatlantique, la cual ofreció el buque Mexique para su traslado. Junto a ellos viajaban los jugadores del FC Barcelona, quienes se disponían a iniciar una gira de tres meses por México y EEUU tras la cancelación de la Liga. Disputaron 14 partidos (con 10 victorias y cuatro derrotas) y algunos de sus integrantes, como Urquiaga, Iborra, Pedrol o Tache, decidieron no volver a España.

El buque Mexique zarpó del puerto de Burdeos el 27 de mayo de 1937. La travesía fue tranquila y duró 12 días. Rápidamente, los niños refugiados convirtieron la cubierta del barco a vapor en un campo de juegos donde conocerse y relajarse, lejos de los estragos de un país en guerra. Juan Llop recuerda que se extendió el rumor de que estaban siendo perseguidos por un submarino alemán, así que muchos oteaban el horizonte en busca de amenazantes periscopios. Los más mayores encontraron un tesoro escondido dentro de los botes salvavidas: leche Nestlé, galletas y comida enlatada, productos que devoraron y usaron como moneda de cambio. La primera parada era La Habana, donde la comunidad de españoles quería ofrecer un almuerzo a los pasajeros, pero el dictador Fulgencio Batista se negó a autorizar su desembarco.

Tras permanecer atracados un día sin poder pisar territorio cubano, el buque llegó a su destino final en Veracruz el 7 de junio, donde cientos de personas les dieron una cálida bienvenida. “Fue apoteósico, nunca había visto tanta gente”, recuerda Juan. También los fue a visitar en persona el entonces presidente de México, Lázaro Cárdenas, quien se convirtió en su protector. En agradecimiento a su labor, el presidente de la República, Manuel Azaña, le escribió una carta en la que celebró, “el feliz arribo de la expedición de los niños españoles (…) unos actos generosos de auxilio y adhesión a la causa de la libertad de España que este pueblo agradecido nunca olvidará”.

En pocos días, los niños se trasladaron en tren hasta la capital de Michoacán, Morelia, donde fueron acogidos en dos conventos en los que dormían, comían y tenían clases. El grupo fue dividido en dos: los mayores, por un lado, y las niñas y los más pequeños, por otro. Por primera vez desde que se subieron al tren en Barcelona, Juan se separó de su hermano y la adaptación al nuevo hogar no fue fácil: “No hablaba bien español y decían que hablaba catalán muy mal, así que no me entendían. Muchas veces iban a buscar a mi hermano a su escuela para que les dijera por qué estaba haciendo un berrinche o qué tenía”.

La comunicación con la familia en España también era complicada, “mi hermano y mi padre se escribían, pero había una censura muy fuerte y las cartas tardaban semanas o meses en llegar”. Pronto comprendieron que su estancia en México iba a ser más larga de lo previsto, la guerra continuaba y los bando franquista ganaba terreno. “Más tarde vino otra separación”, recuerda Juan, “mi hermano salió de sexto año y, como no había internados de secundaria en Morelia, los mandaban a distintas partes del país donde sí había ese tipo de escuela”.

Jorge se fue a la ciudad de Tepic, a más de 500 kilómetros de distancia, “venía a verme en vacaciones y podía dormir y comer en la escuela”, asegura Juan. Con el tiempo, los adolescentes más intrépidos fueron saliendo voluntariamente de la escuela para probar suerte en las grandes urbes. Los hermanos Llop conocieron por primera vez la Ciudad de México gracias a los hijos de unos residentes españoles que quisieron llevarlos de vacaciones, “le ofrecieron trabajo a mi hermano en una papelería, así que se quedó”. Juan no tardó en seguir sus pasos y fue trasladado a otro centro de la capital del país para ceder su espacio a otros menores mexicanos más necesitados.

Juan pasó por varias Casas Hogar financiadas por los comités de ayuda a los refugiados republicanos. Estudió la secundaria y encontró su primer empleo, como su hermano y su padre antes que él, en una papelería. El general Cárdenas cumplió con su palabra de cuidar de estos niños de la guerra: “Como no encontrábamos trabajo, nos dijo que fuéramos todos los días a una esquina donde un coronel nos daría un peso a cada uno. Si nos daba 30 pesos de golpe, lo gastábamos enseguida, así que con ese dinero se juntaban tres o cuatro amigos y alquilaban un cuarto de hotel”, asegura. Su hermano Jorge terminó enrolado en la Marina mexicana y uno de sus primeros destinos fue a bordo del yate presidencial. En una de las misiones de aprovisionamiento, él y unos compañeros decidieron desertar y probar suerte en EEUU. Poco tiempo después fueron detenidos por agentes migratorios y enviados a una prisión federal. El cónsul de México en el país logró ofrecerles una repatriación a México o a España y Jorge optó por volver a casa para comprobar cómo estaba su familia en Barcelona.

“Pensó que lo mejor era ir a España y después llevarme a mí. Pero llegó y se encontró con la posguerra y una situación de mil demonios”, asegura Juan, “mi padre había muerto dos años antes de neumonía y mis hermanos estaban en la penuria”. Jorge prohibió a su hermano viajar a Barcelona, la situación era demasiado dura en contraste con su país de acogida. Además, a Juan le iba bien en México, había montado una imprenta junto a otros niños de Morelia: José Ortiz, Blas Pinillos, Lorenzo Llorente y Averio Fernández Pastor.

También había conocido a Lourdes, nieta de unos emigrantes españoles e hija del dueño de una tienda que frecuentaba mucho. “Al principio no me hacía caso, pero a mí me gustaba mucho, así que ponía cualquier excusa para comprar algo a la hora en la que ella estaba”. No tardaron en casarse y hoy, más de 60 años después, continúan juntos. Juan dejó España siendo un niño y no regresó hasta que cumplió la treintena. Reconoce que entró al país con algo de miedo por la represión de la dictadura, “por eso de ser exiliado y que me pudieran acusar de comunista”. Afortunadamente, no tuvo problemas con las autoridades y pudo reencontrarse con su familia y sus raíces. “Fue un momento muy emotivo”, asegura.

Aprovechó el viaje para conocer su país natal junto a unos amigos, Joaquín García Mádico y Blas Pinillos. Los tres Niños de Morelia alquilaron un coche y recorrieron España de cabo a rabo, “fuimos por todo el sur y pasamos por Valencia, Toledo, León, Galicia, Asturias, País Vasco y toda la costa de Francia”, recuerda sonriente. También logró llevarse a México un acuerdo para importar una máquina desde Mataró que supuso un gran impulso para su imprenta. Las visitas a España continuaron con mayor o menor frecuencia, pero Juan nunca se planteó la posibilidad de quedarse a vivir. En México había logrado crear un negocio próspero y una familia feliz de tres hijos.

A sus 90 años, Juan conserva una memoria y una forma física envidiables. Lleva prácticamente toda su vida en México, el país que le acogió y al que asegura querer, “honradamente, sin tonterías”; a pesar de ello, confiesa que se siente “tan español como mexicano”. Habla regularmente con su hermano Jorge, quien sigue viviendo en Barcelona, “tiene 96 años así que, lógicamente, está más fregado que yo, pero de cabeza está muy bien”. Asegura que su hermano siempre se sintió culpable por haberle dejado en México, “es una cuestión de responsabilidad”, pero le quita hierro: “Yo nunca lo tomé a mal, las circunstancias eran las que eran”.

Los 456 refugiados españoles que cruzaron el Atlántico a bordo del Mexique hace 85 años siguieron caminos diferentes. Cada 7 de junio, los supervivientes tenían la costumbre de reunirse para comer en Morelia con motivo del aniversario de su llegada. El último encuentro se celebró en el 2019, justo antes de la pandemia, “supe de tres compañeros que vivían en México, pero ya no he vuelto a tener contacto con ellos. Somos muy mayores y se complican los traslados”.

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