El desierto de los malditos

Los campamentos saharauis en el Tinduf ilustran la cara más brutal de un exilio que dura ya 46 años y al que no se adivina una salida. Los refugiados huyen de la resignación y se toman como «una traición» el cambio de postura de España sobre el Sáhara

Diario Vasco, SERGIO GARCÍA, 23-05-2022

La carretera asfaltada muere a la entrada de Bojador, uno de los cinco campamentos de refugiados saharauis que motean el desierto argelino en Tinduf. A partir de ahí, las pistas son de tierra, las conducciones eléctricas discurren a ras de suelo y las jaimas están permanentemente montadas. Lo contrario, dicen los locales, lo vivirían como una derrota, porque implicaría una resignación con su situación actual que todos están muy lejos de admitir.

El panorama es desolador, posiblemente uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Un batiburrillo de casas desparejadas, de fachadas de abobe y hormigón y tejados de placas de metal que convierten el interior en un horno cuando fuera se superan los 50 grados; de contenedores de mercancías herrumbrosos utilizados para ganar una habitación; de cuadras hechas con chatarra, ferralla y cartones. De arena, de guijarros y basura. De cabras que ramonean en el papel y el plástico, y perros que pasean su tedio. De jaimas descoloridas a las que el irifi y el siroco –el primero, el viento que trae calor; el segundo, la arena– han cubierto de una pátina terrosa. La última vez que llovió fue hace 4 años y aquí aún hablan de ello como lo que fue, todo un acontecimiento.

Es de noche cuando llegamos a Tinduf, la víspera de que se celebrara el Congreso de la Juventud al que asisten decenas de delegados de ONG de todo el mundo. También está la vicepresidenta tercera del Congreso español y diputada de Podemos, Gloria Elizo, para hacer constar su desacuerdo con el giro de Pedro Sánchez respecto a los saharauis, su apoyo al plan de autonomía del Sáhara propuesto por Marruecos y la renuncia implícita a la autodeterminación. Se reúne con Brahim Ghali, presidente de la Rasd (República Arabe Saharaui Democrática) para manifestarle su apoyo.

El Frente Polisario, que el año que viene cumplirá medio siglo de existencia, organiza el traslado a los campamentos de refugiados, un convoy de autobuses y landrovers, escoltado primero por la seguridad argelina y una vez cruzado el perímetro de los campamentos por la seguridad del Polisario. Desde la salida de Madrid no hemos dejado de recibir instrucciones para hacer más llevadera nuestra estancia en los campos, donde no hace mucho se ha instalado alumbrado exterior aunque los frecuentes apagones aconsejan llevar linternas. El agua –caliente, por lo general– es considerada aquí un tesoro, y el abastecimiento a las familias se hace con camiones cisterna cada dos o tres semanas. Su escasez impide cultivar nada o abrevar al ganado.

Los campamentos no tienen alcantarillado y las necesidades se hacen por lo general en un agujero excavado en la tierra. Un cazo con agua es lo único que ayuda a borrar cualquier huella de nuestro paso por allí. El enemigo a batir son las diarreas, que adquieren las proporciones de una plaga y a las que no escapa la población local. Toda la desolación es fruto de que nada de lo que hay a la vista es de los saharauis, que viven de la ayuda humanitaria y de la generosidad argelina. No pueden trabajar y ni siquiera el suelo sobre el que se levantan las jaimas es suyo. Perdieron su condición de españoles en 1975 y desde entonces buscan el paraguas de Marruecos, de Mauritania, de Argelia… de allá donde les lleven sus pasos.

Recuerdo de un veterano
Paisaje de miseria. La población infantil se beneficia de programas que ofrecen educación y estancias en el extranjero, pero la falta de oportunidades lastra su regreso.
Paisaje de miseria. La población infantil se beneficia de programas que ofrecen educación y estancias en el extranjero, pero la falta de oportunidades lastra su regreso. / S. G.

Hasenna Ehbib nació en Dajla, la antigua Villa Cisneros. Llegó andando con 23 años –ahora tiene 67– y ha enterrado aquí a su padre, su madre y sus tres hermanos. «Huí después de los bombardeos con fósforo y napalm de los marroquíes». Confiaban en la comunidad internacional, también en España, aunque no les gustase la colonización, bajo cuya administración quedaron. «Aquello iba a durar apenas unos meses», recuerda con la vista perdida. Pero el exilio se prolongó nada menos que 46 años, alumbrando un relato que ha pasado de padres a hijos, hasta el punto de que estos sienten nostalgia por un sitio que jamás han conocido. Hasenna luchó con el Ejército de Liberación Popular Sarahui, arrebataron a Mauritania lo que este país había ocupado ilegalmente, pero para perderlo luego a manos de Marruecos. «El alto el fuego de 1991 no trajo nada» y ahora que las hostilidades se han reabierto el panorama no es mucho mejor. Tiene cuatro hijos que ya le han dado tres nietos y la consigna pasada de generación en generación es la de que acabarán ganando la guerra y volverán a su tierra, bañada por el mar. Sus ojos se humedecen de sólo pensarlo.

A Hasenna le ocurre lo que a todos los saharauis. El cambio de discurso del Gobierno español lo vive como «una segunda traición». Tampoco le agrada el doble rasero que demuestra la comunidad internacional cuando se habla de Ucrania, que ha obtenido el respaldo de todos contra la invasión, en contra de lo que les ha sucedido a ellos. Prefiere no tener patria a convertirse en marroquí. Su discurso lo escuchas por todas partes. «Nos han dejado solos, no importamos a nadie», abunda Dembet Malainin Zaui, profesor de 55 años. «Y no por falta de información, sino de compromiso. Los saharauis somos el pueblo más castigado de la tierra, sus hijos malditos». Mientras comparte el te con Chej, su mujer, directora de un colegio de Primaria en Bojador, adelanta trabajo en un ordenador que llegó con la ayuda humanitaria y que tendrá que devolver al final de la jornada, mientras aguanta con estoicismo las sucesivas caídas de internet fruto de las tormentas de arena. Sus jóvenes, dice, disfrutan ahora de oportunidades que antes eran inimaginables. «Incluso hay una escuela de Bachiller en Smala –otro de los asentamientos– a cargo de unos cubanos».

La población refugiada se alimenta del relato de padres y abuelos por una tierra que muchos no han conocido.
La población refugiada se alimenta del relato de padres y abuelos por una tierra que muchos no han conocido. / S. G.

Dembet se refiere así a los programas surgidos al calor de la solidaridad, como el de ‘Veranos por la paz’ que ofrece la posibilidad a chavales saharauis a escapar de la dureza de los campos de refugiados por unos meses, o iniciativas como Madrasa, que busca familias con las que estos críos, alrededor de 300, puedan convivir al tiempo que mejoran su formación sin por ello perder el sentimiento de arraigo. Algunos aprovechan la oportunidad para hacerse arquitectos, abogados, profesores… También médicos, formados en Argelia, Cuba, España o Libia. Muchos vuelven para enfrentar la desesperante falta de medios, algo que desde fuera no se entiende salvo por la necesidad imperiosa de mantener una épica, la del pueblo expoliado pero jamás rendido. Anclada en una patria, los territorios ocupados, que forma parte del imaginario colectivo.

Entre los que han vuelto está Moilemnin Mohamed Embarec, que estudió Estomatología en Rusia, y regresó dispuesta a participar del esfuerzo por garantizar las condiciones de vida en los campamentos. Dirige un hospital en Bojador y su caballo de batalla diario es lograr «mejoras salariales que hagan más atractivo trabajar» en un sitio donde un cartel de Obstetricia u Oftalmología no siempre garantiza que haya detrás un profesional que lo atienda. Esa es la primera causa de que no haya diálisis para los enfermos renales, ni detección de cánceres; de que haya que evacuar a la gente a Argelia para hacer escáneres, biopsias, hemogramas completos…

En los campamentos, asegura, hay un cirujano general, «el problema es que no se puede preparar un quirófano si faltan productos para hacer una anestesia general». Faltan fármacos para niños con parálisis cerebral, esquizofrenia, psicosis… «Las autoridades nos los tienen prohibidos aquí». Entre sus pacientes abundan los niños con problemas neurológicos, consecuencia de que muchas embarazadas sufren anemias, una carencia que también vincula a las isquemias cerebrales.

De vacaciones
Su discurso lo hace suyo Jamida Brahim Jalic, coordinadora de Ginecología, que echa en falta «hasta una aspiradora para extraer secreciones a los niños; o aire acondicionado en la sala de partos. Aquí hay meses donde dan a luz treinta mujeres con temperaturas que sobrepasan los cincuenta grados», afirma. Cuando las cosas se complican –hemorragias posparto, bebés con la cabeza grande–, la única solución pasa por la evacuación a Tinduf, a una hora de camino en coche.

La ONU calcula que 600.000 saharauis viven en condiciones muy duras y con acceso limitado a la sanidad.
La ONU calcula que 600.000 saharauis viven en condiciones muy duras y con acceso limitado a la sanidad. / S. G.

Ali Ahmed estudió en Cuba y en Venezuela, donde ahora reside, y ha venido de vacaciones para visitar a la familia, a la que no veía desde 2013. Les ayuda con un colmado donde se compra desde tabaco hasta perfumes y tarjetas SIM. Su historia es la de tantos otros, aunque sus motivos sean distintos. Hassanna vive en Hernani. Tiene 34 años y no visita el Aaiun, donde nació, desde hace 11 porque tiene una condena a cadena perpetua tras organizar una protesta de 20.000 personas en la que pedían que se garantizasen los derechos del pueblo saharaui. Las autoridades españolas no aprobaron su petición de asilo hasta pasados 5 años, y colabora con el Polisario para mostrar las condiciones a las que se ve sometido su pueblo, «siempre pendiente de la ayuda humanitaria, golpeado pero no vencido, y al que no han conseguido arrebatar su esperanza». Su anhelo lo resume Dembet. «Volver a nuestra tierra. Inshallah».

EN SU CONTEXTO
Campamentos de refugiados saharauis. Hay cinco en el Tinduf argelino, todos con el nombre de ciudades ocupadas. Bojador, Esmara, El Aaiún, Auserd y Dajla. Suman 173.000 personas.

150.000 soldados marroquíes custodian el muro, rodeado de minas y vigilado por satélite.

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