De vuelta al barrio

La Vanguardia, 18-07-2006

NORBERT BILBENY -

POR DESGRACIA, muchos niños y jóvenes crecen hoy en aglomeraciones sin ser barrio ni ciudad.

El lector disculpará que hable de mí. Se trata de mi reciente experiencia con dos barrios de Barcelona: el Putxet y el Raval. En el primero he vuelto a residir después de estar algunos años fuera de él. En el segundo trabajé hace poco unos meses y ahora se está instalando mi facultad. En éste crecí hasta mi adolescencia.

Barcelona es una ciudad de barrios, como casi todas en Europa. En América la urbanización es confortable, pero solitaria. Apenas se tiene idea de vivir en un barrio o localidad. Pero democracia viene de demos,que es barrio, y política de polis,que es ciudad. La patria de uno, antes que política, es doméstica, cultural. Es su barrio, o, con mucho, su ciudad. La patria es el vecindario y el paisaje, sobre todo los de la infancia. Por eso, cuando uno no ha tenido barrio ni ciudad, se hace patriota político, en busca de la patria que no tuvo.

Desafortunadamente, muchos niños y jóvenes crecen hoy en aglomeraciones sin ser barrio ni ciudad. Así, se sienten atraídos hacia aquello que les concede una real o supuesta identidad de lugar. Como actitud personal, el independentismo no es un sentimiento de pueblo, ni el nacionalismo lo es de Estado, sino que son nostalgia de lugar entre aquellos que han crecido en un hábitat anónimo o provisional. Este tipo de entornos urbanos despersonalizados se extienden, y por consiguiente también la añoranza de vínculo.

La mayoría de la gente del Putxet lleva ya bastante tiempo en el lugar. Al volver ahí, el paso de los años se ha hecho notar en todos, en especial los mayores. En el barrio predominan también las similitudes étnicas y de clase social. No es, aparentemente, un barrio plural en dichos sentidos. Los inmigrantes trabajan en el servicio doméstico y en los supermercados. Mujeres extranjeras acompañan a los ancianos por la calle, y llevan de paseo o al parque a los niños de las parejas instaladas en la zona. Éstas, profesionales y funcionarios de clase media-alta, sin ser alta, trabajan hasta muy tarde y parecen convivir poco con sus hijos. En el barrio casi todos tienen prisa y al anochecer la calle se vacía. Los inmigrantes se han ido.

La experiencia del Raval es casi opuesta. Ha cambiado tanto, por lo menos desde los cincuenta y sesenta, que me siento a veces extranjero al revisitar mis calles. Me siento, digo, extranjero, pero confortable, sin problemas, pues a pesar del nuevo vecindario, pluriétnico, el barrio se parece en su vitalidad al de aquellas otras fechas, habitado por familias de obreros y pequeños comerciantes, nacidos en Catalunya o recién llegados de Andalucía. En el Raval los vecinos son por lo general jóvenes, desde obreros inmigrantes hasta artistas y estudiantes, y hay muchas familias con varios hijos.

Ya es de noche y todavía hay tiendas abiertas, junto a las cuales algunos se detienen a conversar un buen rato.

Los dos barrios pertenecen a Barcelona y la representan. Pero son muy distintos entre sí. En uno me siento más en casa: son los de mi color de piel, modos y costumbres, idioma, y parecida situación social. Pero por la mentalidad, más bien conservadora, y una cierta falta de iniciativa en cuanto uno ya se ha estabilizado, me parece un barrio que no va conmigo. El Raval, en cambio, me hace sentir cosmopolita, si bien me cuesta identificarme con él. La identidad fronteriza, en fin, es una condición que se expande en el mundo global y puede darse en la propia ciudad.

Lo cierto es que muchos se sienten en ella, a la vez, autóctonos y extranjeros.

N. BILBENY, catedrático de Ética de la Universitat de Barcelona
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