«La guerra me persigue»
La ONU cifra en 30.000 los ucranianos que regresan a diario a su país. Muchos lo han perdido todo y plantean un desafío humanitario sin precedentes
Diario Vasco, , 03-05-2022Olga tiene 28 años y cierto parecido con Hermione, la compañera de Harry Potter, maestra de hechizos y sortilegios varios. Si de ella dependiera haría desaparecer a los rusos que han convertido su vida en un éxodo desde que con 20 años atacaron el aeropuerto de Donetsk, cerca de donde ella vivía. Corría el año 2014 y Olga no dudó en hacer las maletas, las mismas que el pasado 28 de febrero, cuatro días después de la invasión, tuvo que volver a llenar con prisas para huir a Lviv con los tanques casi a la vista. «Mi madre dice que me traen mala suerte, quizá tenga razón. Es la segunda vez en mi vida que me convierto en refugiada, parece que la guerra me persigue».
La joven, publicista en Kiev, ha aguantado fuera un mes, rodeada eso sí de paisanos, «saltando de una cosa a otra y echando una mano en lo que podía». Cuenta que regreso porque echaba mucho de menos lo que había conseguido reunir desde que llegó a Kiev. «No estaba dispuesta a volver a pasar por una ruptura traumática como la que viví entonces, así que en cuanto el frente se alejó, no me lo pensé dos veces». Pero no se desprende del miedo. Confiesa que por «las noches sueño con que el enemigo vuelve y hace añicos mi vida de nuevo».
Olga es sólo una gota más en ese océano de dolor que recorre Europa, despojado de todo y cautivo de la incertidumbre más absoluta. Pero su caso ilustra otra realidad, la de quienes emprenden el camino de regreso con la esperanza de que su país se sobreponga a la adversidad. Según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas, citando al Servicio Estatal de Guardia de Fronteras ucraniano, 30.000 personas cruzan la frontera a diario para regresar a sus hogares. Un reguero lento pero constante de mujeres con niños y personas mayores, en contraste con lo que sucedía al estallar el conflicto, cuando los hombres susceptibles de ser alistados eran mayoría. Del mismo modo, la Oficina también informa citando fuentes rusas que desde el inicio de la ofensiva más de 783.000 civiles –incluidos 150.000 niños– han entrado a Rusia desde Ucrania.
Los últimos datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados indican que más de 5,5 millones de personas han huido de Ucrania desde que comenzó la guerra y que otros siete millones son desplazados internos. «Las estadísticas sugieren que el número de retornados podría ser cada vez más alto, lo que nuevos desafíos para la respuesta humanitaria, ya que estas personas precisarán apoyo para reintegrarse en sus comunidades o encontrar lugares de acogida adecuados si el regreso a sus hogares ya no es viable», han señalado las mismas fuentes.
Con la visa de Canadá
El tren que sale de Przemysl, en la frontera polaca con Ucrania, a las 6 y media de la tarde emplea un día en llegar a Odesa, al otro lado del país. Así lo indica al menos el tablón de horarios que hay en cada coche cama, aunque si añaden a ese tiempo cuatro horas es muy posible que tampoco se equivoquen. Vika vuelve a casa con su hija Carolina, su madre y una hermana. Han pasado los últimos dos meses viviendo con una familia polaca, mientras su marido se quedaba en Vinnytsia, en el centro del país, a la espera de que le movilizasen. Mientras el tren se abre paso por una llanura inabarcable, de casas diminutas, huertos con animales y fábricas a las que cualquier auditoría ambiental culparía del cambio climático, el revisor reparte almohadas a diestro y siniestro y los militares que han subido al tren revisan los pasaportes. Son los únicos hombres, porque el tren está lleno de mujeres y niños, los que tienen permiso para poner tierra de por medio.
Vika abraza a su hija Carolina en el tren que les lleva de vuelta a Vinnytsia, después de dos meses acogidas por una familia polaca.
Vika abraza a su hija Carolina en el tren que les lleva de vuelta a Vinnytsia, después de dos meses acogidas por una familia polaca. / SERGIO GARCÍA
Larisa también viene de Polonia, en su caso para conseguir la visa que le permita viajar a Canadá. Se dirige a Chornomorks, cerca de Odesa. No tiene familia, sólo un perro, con el que se ha propuesto apurar hasta el final antes de tomar una decisión. «Dependerá de Putin y de que cómo le hagamos frente, porque se ha propuesto invadir toda la franja litoral y me temo que estoy en su camino». Cuando en la conversación sale el hundimiento del ‘Moskva’ no puede evitar que se le ilumine la cara. No tiene prisa por marchar; trabaja haciendo declaraciones de la renta para empresas, pero intuye que una vez lejos de casa tendrá que apañárselas con lo que salga, «lo mismo fregando platos».
Nikita Dernitskiy tiene 28 años y el rostro travieso del que se resiste a dejar atrás la juventud. Es abogado en una compañía que suministra electricidad a empresas y particulares allá en el este, a escasos 90 kilómetros de Mariúpol. «Cuando arrojaron aquella bomba de 3 toneladas sobre la planta de Azovstal, mi madre jura que sintieron la detonación». Decidió huir hace tres semanas cuando los rusos empezaron a elaborar un censo con todos los hombres en edad de combatir, «todavía no sé muy bien si para reclutarnos o para deportarnos». Tampoco se quedó a comprobarlo; metió en una bolsa algo de ropa, comida y la batería del móvil, y salió a la carrera, «harto de ver en mi ciudad el despliegue de carros de combate y blindados rusos, pertrechados hasta los dientes». «Ahora nadie puede salir de allí».
Tampoco sus padres, que han quedado al cuidado de su casa y de la de su hijo, de sus abuelos y de la ‘dacha’ donde pasaban los fines de semana antes de que la guerra impusiera su brutal lógica. Algunas tiendas siguen abiertas, pero los rusos ponen las condiciones. «Y estas se reducen a la extorsión pura y dura: o nos pagas para que te ‘protejamos’ o echas la persiana y te vas». La ciudadanía no es ajena a estos abusos. «Antes los prorrusos eran mayoría, pero todo cambió con la invasión de Crimea, y ahora apenas representan el 5% de la población, por lo general gente mayor».
Hogares destruidos
Nikita empleó dos días en llegar a Kiev, las primeras ocho horas atascado en un dédalo de ‘checkpoints’ donde detrás de cada alto había un rostro patibulario. «No me sentí a salvo hasta que vi la bandera ucraniana», relata. Ahora está en casa de su amigo Alexei trabajando a distancia, lo que le permite tener ingresos. Aunque se sabe un afortunado –«conservo mi casa», dice–, siente nostalgia: de la familia, de los amigos que quedaron atrás, del mar… Y eso que deja atrás historias terribles. «El padre de mi mejor amigo, que había pertenecido hace 7 años al Azov –el batallón de extrema derecha que hostiga a los rusos–, fue arrestado y durante dos semanas no supimos nada de él». O la de Artur, que tuvo que huir de Rozovka, en la frontera del Donbás, a finales de marzo y ahora su casa la han ocupado los oficiales rusos. «Ni siquiera sé si sigue vivo». O la de Katerina, a quien conoce de Kiev, cuyos padres han escapado de Jarkov horas antes de que la artillería redujese su casa a escombros.
El barrio donde se ha refugiado, Akadem Mistechko, fue bombardeado con misiles antes de que él llegara y las cicatrices son aún visibles en fachadas y parques. Por no hablar de las trincheras que la resistencia civil continúa abriendo: en pleno asedio de Irpín, desde los tejados se podían ver las columnas de humo y las explosiones. «Putin amenaza ahora con declarar oficialmente la guerra –esto todavía es una ‘operación de castigo’, recuerda Nikita– y movilizar a millones de rusos. Pero Ucrania es un hueso duro
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