Soldadito peruano, soldadito valiente

Diario Sur, 16-07-2006

La inagotable capacidad de cinismo humano ha inventado mil eufemismos para justificar la inmolación de jóvenes en todas las guerra LA irrupción en el gobierno, allá por los sesenta del pasado siglo, de una cofradía de sinuosos tecnócratas, sirvió para que nuestro país saliera de la asfixiante autarquía e iniciara un lento camino hacia la homologación occidental con paso acomplejado, sudor de emigrante y polvo de ladrillo. Pero ni aún en esos momentos el régimen del atiplado y sádico dictador dejó de oler a pedo de brigada y a cirio parroquial. Más de la mitad de la población española no sabrá de qué va esto, pero los tricornios, los fajines y las sotanas estuvieron demasiado ligados a la represión franquista como para que fuera fácil limpiar su imagen tras la muerte física del régimen. A pesar de ello, y para asombro – e indiferencia – de muchos, el Ejército y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se democratizaron internamente muchísimo más y más rápido que otras instituciones civiles y religiosas que por prudencia no menciono, para que no caiga sobre mí el peso de la ley con azares de ruleta rusa y estrépitos de excomunión. Pero estos encomiables esfuerzos no evitaron que los institutos armados quedaran en gran medida estigmatizados por una sociedad que parecía esgrimir su condición civil como una primacía moral sobre aquellas, y a las que sólo admitíamos en nuestro club para las carnavaladas de Semana Santa o para casos serios de apuro, esto es, cuando nos robaban en el chalet adosado y otras catástrofes por el estilo. Corre uno un riesgo enorme si se atreve a arañar, aunque sea de refilón, la costra de hipocresía con que hoy se blinda la corrección política – el pacifismo de salón, los corralitos identitarios, el corporativismo fascistoide, la sagrada libertad de calumniar, etc – pero ese riesgo queda superado con mucho por el asco que me produce esa hipocresía, así que no tengo la menor reticencia en proclamar mi respeto a la organización, la disciplina y la natural predisposición al servicio público del funcionariado militar frente a ese concepto de canonjía perpetua que con harta frecuencia suelen tener en España muchos de los que meten la cabeza en el pesebre del Estado.

Pero lo más indignante es que aquí – como en Estados Unidos, tal y como demostró Michael Moore en ‘Fahrenheit 9/11’ – la clase de tropa se ocupe de esos menesteres laborales que una sociedad de opulentos ‘parvenus’ ha relegado para los pobres y los ‘sin papeles’ del Tercer Mundo. Y así el glorioso ejército español ha tenido que recurrir a la leva de emigrantes sudamericanos como el infortunado paracaidista peruano Jorge Arnaldo Hernández Seminario, muerto bajo bandera española a miles de kilómetros de su aldea natal, Campara, en la soledad calcárea de un hábitat natural para escorpiones y talibanes. El arzobispo castrense, en la homilía de la ceremonia fúnebre, habló de «muerte cruel». Ociosa redundancia. Darte la vida para luego quitártela convierte a la existencia humana en una estafa, una broma cruel para la que alguien, como podría haber dicho Alcántara, nos debe una explicación. Pero esta muerte es peor; es sencillamente absurda.

La inagotable capacidad de cinismo humano ha inventado mil eufemismos para justificar la inmolación de jóvenes en todas las guerras que en el mundo han sido: la bandera, la patria, la civilización, la religión, el eje del Bien, la inspiración divina, o ese sucedáneo del Santo Grial que se llama petróleo. La Historia – que en pura onda borgiana es siempre una Historia Universal de la Infamia – ha llegado a sublimar el crimen en el género épico, desde Tucídides a Tennyson. Pero qué mierda de épica hay en tener que salir de Perú escapando de la pobreza, acogerte a la ciudadanía española para sobrevivir y alcanzar unas gotas de respeto, ser enviado al puto secarral afgano abrasado por la antigua potencia soviética y el infausto cowboy que está descoyuntando el mundo en este arranque de siglo, para finalmente morir despanzurrado por la bomba de un ‘hashishin’, heredero de aquel siniestro Viejo de la Montaña.

Salió de Perú para poder vivir y ha vuelto muerto. En la foto de los periódicos, su destrozada viuda parece estar preguntándole al mundo ¿por qué?, sin que nadie se atreva a proporcionarle el feroz consuelo de decirle que su marido murió gloriosamente por la globalización.

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