Allí en las fronteras de la guerra
Diario Vasco, , 11-04-2022Como ocurre en toda conflagración, tras la invasión por las tropas rusas de Ucrania hemos comenzado a ver la cara más terrible y cruel de una guerra: muertos, heridos y refugiados, sufrimiento, edificios destrozados. Si se confirma la matanza cometida en la ciudad de Bucha, cuestión compleja ésta en tiempos de ‘fake news’, estaríamos hablando de crímenes de guerra. Desde que el ejército ruso, siguiendo las órdenes de Vladímir Putin, penetró en territorio ucraniano el 24 de febrero, la vida de millones de personas dejó de ser una existencia normal para convertirse en una pesadilla. Sentados a miles de kilómetros, no podemos ni imaginar lo que supone ver caer abatidos a tus seres queridos, no tener una casa donde dormir, verte obligado a buscar comida en los apartamentos de vecinos fallecidos, suplicar una dosis de insulina en una farmacia derruida o renunciar al amor de alguien perteneciente a la comunidad enemiga.
Y por mucho que nos edulcoren el hecho con vídeos de jóvenes cantando el himno patrio, lo único real es que Ucrania está quedando devastada, a sangre y fuego, por la falta de compasión demostrada por un presidente ruso más conocido por sus métodos de eliminación de adversarios políticos que por su humanidad. El paisaje después de la batalla, «operación militar especial» en el lenguaje del Kremlin, nos muestra cuerpos despedazados y ciudades derruidas, pero destrozadas quedan también otras muchas cosas: el alma, la dignidad, la felicidad, las relaciones, la posibilidad de vivir juntos iguales y diferentes.
Ante este presente de terror, las poblaciones huyen y abandonan su tierra (ya ocurrió con muchos rusos que tuvieron que huir después de la violencia desatada tras la Revolución del Euromaidán en 2014, por coherencia no debemos olvidar asesinatos como los acaecidos en Odesa y cometidos por los ultranacionalistas ucranianos), como siempre que se producen este tipo de movimientos, con un solo objetivo: vivir. Así se ha generado todo un ejército de exiliados que recorren el planeta, esos a los que Bauman denominó «vidas desperdiciadas de la modernidad», y que no han surgido en 2022, sino que han estado ahí siempre, aunque no los hayamos querido ver.
Desde que comenzaron a llegar los primeros refugiados a las fronteras de Polonia (más de 2,3 millones), Moldavia (400.000), Hungría (365.000), Eslovaquia (282.00) o Rumanía (más de 600.000), me llamó la atención la celeridad con la que la UE se aprestó a acogerlos. Esta posición chocaba frontalmente con la mantenida antes por Europa, especialmente por estos países ahora ‘acogedores’ integrados en el denominado Grupo de Visegrado, con respecto a aquellos hombres, mujeres y niños que huían de la guerra de Siria, Libia, Afganistán, Yemen, Malí y otros lugares. Una tragedia humanitaria que en 2015 se denominó la ‘crisis de los refugiados’ y que todavía mantiene sus crueles consecuencias en campamentos infames situados en Grecia y otros lugares. Por eso me resulta un tanto desconcertante, amén de sospechosa (aunque indudablemente no deje de aplaudir ese cambio de actitud), la calurosa acogida que ahora se presta si la confrontamos con la hostilidad mostrada ante migrantes y refugiados hace tan solo unos años.
Poco han tardado numerosas ONG en denunciar que en esa frontera norte de Europa se permite el paso a todo aquel que tenga un fenotipo determinado y se les impide a otros. No solo organizaciones como Acnur, también la Unión Africana ha denunciado estos hechos. Blancos, caucásicos, occidentales ven franqueadas las fronteras, pero contingentes de subsaharianos, en especial nigerianos y eritreos, de rostro más oscuro, ven impedido el paso. Entiendo que, en la actual situación bélica, se deba priorizar la ayuda hacia quienes huyen del terror provocado por la política ultranacionalista de Putin, pero ¿acaso no huyen de ese mismo horror otros refugiados y migrantes que, con otro color de piel, buscan también un futuro mejor? Incluso en este difícil y terrible momento nuestro eurocentrismo aflora allí donde los abrazos son generosos y blancos, mientras que el rechazo se muestra oscuro, tanto como la piel de los rechazados.
Europa ha reaccionado correctamente ante un contingente de desplazados nunca visto desde la II Guerra Mundial, CEAR lo sitúa alrededor de los 10 millones. No obstante, es necesario recordar, recordarnos, que la defensa de los derechos humanos, reflejada en las directivas de protección temporal y de asilo, no es puntual, lo es siempre y en todo momento. Resulta atroz, pero en demasiadas ocasiones la inhumanidad ha venido tanto de la mano de la violencia como de la mano de la incoherencia.
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