DV VIAJA EN EL CONVOY DE DYA
Confesiones en un furgón desde Ucrania
Las 17 personas que DYA evacúa de la guerra dejan atrás una vida a la que deberán dar continuidad a su llegada hoy a Gipuzkoa
Diario Vasco, , 11-03-2022La vida vuelve a conectarse en Wieliczka, una localidad al sur de Polonia con una población como Tolosa y una coqueta iglesia de San Sebastián, toda de madera. Aquí, cerca ya de Cracovia, pernoctaron ayer los 17 ucranianos evacuados por el convoy de DYA Gipuzkoa. Todas mujeres, niñas o niños, salvo un joven de 23 años. Sábanas limpias, una ducha y un desayuno. Algo que les era cotidiano pero que en nada se asemeja a los colchones, andenes o asientos de coche o tren donde habían descansado, poco y mal, los días previos hasta cruzar a Polonia. La salvación. Atrás quedan el horror de la guerra y el calor de quien no puede dejar Ucrania: un marido, un padre, un hermano. Esta falta de afecto impide que sea completa la conexión vital con la nueva etapa que la mayoría arrancará desde hoy en Gipuzkoa. Algunas piensan que podrían establecerse aquí, otras no descartan regresar, aunque no sepan ni cómo ni cuándo. Hace menos de un mes ni se imaginaban rehaciendo su vida a 3.000 kilómetros de casa.
La mayor del grupo es Nina, con 74 años. La acompaña su hija Marina, de 51, que ha dejado en Poltava a su marido, «como todas las mujeres», puntualiza. Inicialmente iban a dormir hoy en un albergue de la Diputación, pero esta tarde partirán para Oviedo, donde vive una familiar. Son las únicas que no habían sido contactas por DYA antes de salir el convoy. Vieron la ocasión en el centro comercial polaco donde se ‘subastan’ los desplazamientos gratuitos con voluntarios a cualquier destino. Cuando oyeron por la megafonía «dos plazas a Spain», Marina saltó como un resorte: «Nosotras!». «Queríamos acercarnos a España con idea de ir a Oviedo», explican «muy agradecidas» al viaje humanitario que las ha alejado del «genocidio ucraniano. Es lo que quiere Putin, acabar con todos nosotros porque mata ya por matar. Si no, quién se explica la matanza en el hospital de Mariúpol», lamenta Marina. Lleva la dureza ucraniana en la mirada, y se ve que también en el carácter. «Hemos tenido suerte en la huida, solo nos llevó 24 horas. El transporte público es gratuito ahora con la guerra, pero el problema es caber en un tren o autobús. Van repletos de mujeres y niños, de gente que va de pie como sardinas en lata».
Ivan lleva siete días sin contactar con su familia, solo una llamada perdida que se cortó. «Así al menos sé que están bien»
Peor lo pasaron Ivan y Viktoria, ‘Vika’, de 23 y 22 años. Proceden de Ivankiv, a casi 40 kilómetros de Chernobil, pero al inicio de la guerra se hallaban en Kiev, donde trabajan como traductores de castellano. Lo aprendieron de pequeños en sus veranos guipuzcoanos. Los tambores bélicos habían empezado a sonar, y una amiga aconsejó a Vika ir a Járkov, «que estaba más tranquila». Y esta joven avisó después a Ivan. Cuando este llegó se encontró con el ataque ruso. Primero una hora de disparos y a continuación las bombas. A partir de ahí, un periplo de supervivencia les llevó a Kaniv, Bila, Vinnytsia, Iviv… En 29 horas de ciudad en ciudad en coche, durmieron «17 minutos». Pocos ucranianos habrán dormido mucho más estos días. «Se pasa miedo cuando oyes disparos y bombas durante dos horas seguidas. No sabes qué va a pasar», dice Ivan.
A Vika le gustaría encontrar un futuro en Gipuzkoa, donde arrancará con ‘su’ familia de Amara. Ivan lo hará en el hogar de Javier Barace, uno de los voluntarios de DYA en este viaje, quien junto a su mujer lo albergó cinco veranos y dos navidades. Este joven, a quien la salud le impide coger el fusil, sí se plantea una vuelta a Ucrania. ¿Pero adónde? Ivankiv y todos los alrededores de Chernobil están devastados. Llevan siete días sin poder contactar con su familia, porque «los rusos cortaron la señal de teléfono». La víspera, la madre de Ivan logró hacerle una llamada perdida que se cortó. «Así al menos sé que está bien». Sus padres, su hermano de 15 años y su hermana de 29 están allí, «rodeados de rusos», apunta Vika.
Las instituciones vascas activan un plan de contingencia para acoger a desplazados ucranianos
Guerra Rusia – Ucrania
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MIGUEL VILLAMERIEL
La zona está sitiada y los ucranianos no pueden abandonarla porque ellos mismos habían destruido sus puentes para evitar el asedio ruso. Vika muestra en su móvil varios tanques enemigos custodiando un amasijo de cascotes de piedra y asfalto. De este modo, las tiendas tampoco pueden reponer los productos. Esta joven cuenta que «junto a una amiga, intentamos que unos voluntarios llevaran alimentos en coche, pero los rusos los mataron. Y pasó lo mismo con otro envío». Otros amigos de ella recibieron la visita de unos soldados que en este caso no pretendían saquearles. «Eran chicos de 18 y 19 años, llevaban mes y medio de servicio militar. No eran soldados profesionales. Entraron llorando para que les dieran de comer y beber, porque la comida militar estaba caducada desde 2015». Según afirma, «no sabían ni por qué debían luchar». Los ucranianos se ofrecieron a acercarlos a la frontera, los dejaron cerca y los rusos dispararon contra sus propios soldados. Los amigos pudieron huir». Vika habla o se escribe a diario con su hermano, militar destinado en «algún punto de la frontera».
«Mi familia está sin luz. Fue horrible cuando bombardearon Kiev. Entré en pánico. Ahora solo quiero vivir», dice Ania
Las 28-30 horas calculadas desde Wieliczka en furgoneta son el relato amargo de una canción sin música, un poema sin letra. Elena tiene 44 años y es de Kiev. Viaja con sus hijas Sasha y Sofia, de 19 y 9 años, y una amiga de la primera de ellas, Ania, de 20 años. Debían aguardarnos en Medyka, pero querían asegurar cuanto antes la recogida y se acercaron a Przemysl, donde el grupo de DYA debía descargar las cajas con mantas y material sanitario.
La madre adopta un rol secundario al desconocer el castellano que Ania y Sasha manejan con fluidez gracias a sus meses de infancia en Gipuzkoa. Sin embargo, esta mujer sonríe con la mirada a cada gesto de un voluntario. Todas confían en reencontrarse con su marido o padre. «¿Pero cuándo, dónde?». Elena, que residirá de entrada en Altza con la familia que acogió a su hija de niña, piensa en un regreso a Ucrania. Ania, con la rebeldía propia de la juventud, apunta a Barcelona, donde tiene una hermana. «Me han obligado a salir de mi país, y no quiero volver», protesta. Ahora mismo solo la esperaría la oscuridad. «Mi familia está sin luz. Fue horrible cuando bombardearon Kiev. Entré en pánico». Lejos de las bombas, «solo quiero vivir». Algo que se cotiza caro en Ucrania.
Uliana tiene apenas 23 años. Desde que fue recogida no se le ha visto sonreír. Viaja con su hermano, Maxim, de 10 años, y con su hija Emilia, de 3. Está inquieta por su madre y su marido, que se ha ofrecido como voluntario para vigilar la ciudad donde residían, Leópolis. Llegó a cruzar a Polonia junto a su madre, pero esta regresó a Ucrania porque «es funcionaria y temía perder su trabajo», no vio peligrar tanto su vida, al parecer.
De Leópolis partieron Alina e Ivanka junto a sus hijos, Zlatka y Vlad, de 4 y 14 años. Los cuatro se van a instalar en Orio, donde hace nueve años se asentaron Oksana Slavych y su marido. Esta ucraniana, que estos días ha hecho de intérprete para DYA Gipuzkoa, es suegra de Alina y abuela de Zlatka, y busca un piso más grande para posibilitar la acogida familiar.
Irina, de 44 años, y su hija Anastasia, de 16, también van a casa puesta. «En Barcelona tenemos amigos y nos van a ayudar», explica la joven en un correcto inglés, un idioma que no abre tantas puertas en Polonia. Huyen de una guerra que han visto muy cerca. «El primer día que Rusia atacó Kiev, yo estaba en clase cuando oímos las bombas. Fue un ‘shock’, pasé mucho miedo». Ahora ya no va a clase. «Estaba en el último curso», cuenta Irina. Hoy, los bombardeos continúan en Kiev, donde permanece el marido y el padre de estas ucranianas. Los abuelos se hallan en Járkov, por donde también pasaron en su éxodo vital camino de Leópolis antes de recalar en un hotel de Wieliczka. «Ha sido la primera noche en dos semanas que he dormido tranquila», asegura Anastasia.
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