DV VIAJA EN EL CONVOY DE DYA

«¡Saluda a tu abuela, Zlatka!»

Oksana pudo abrazar a su nieta en el campo de refugiados de Przemysl de donde hoy regresa el convoy de DYA Gipuzkoa con 17 refugiados que inician una vida lejos de la guerra

Diario Vasco, OSKAR ORTIZ DE GUINEA Przemysl (polonia), 10-03-2022

La zona de recepción de refugiados en Przemysl, junto a la muga ucranio-polaca, es un hervidero permanente de personas. Da igual la hora que sea, siempre que no sea entre las 19.00 y las 6.00, cuando está decretado el toque de queda en Ucrania y el paso se cierra. Centenares de almas dejan a su espalda la guerra tras cruzar la frontera a pie. Caminan hacia la incertidumbre, en medio de un pasillo de tenderetes y mostradores ambulantes, donde decenas y decenas de voluntarios se desviven por brindarles un gesto afable y algo caliente que ayude a empezar a digerir la patada que les ha dado la guerra. Si es que semejante trance es posible de rumiar. «Yo quería empezar un día mi propia vida, pero no ahora ni de esta manera», suelta su rabia Ania. Esta joven de Kiev, de 20 años, pasó varios veranos en Errenteria y es una de las 17 refugiadas recogidas ayer por el convoy fletado por DYA Gipuzkoa. Todas son mujeres salvo algún niño y un joven de 23 años, Ivan, uno de aquellos niños de Chernóbil que creció durante varios veranos en Gipuzkoa. Padece unos problemas coronarios que ha maldecido en más de una ocasión, cada vez que lo han operado a vida o muerte, pero que esta vez le han salvado de verse alistado por el ejército ucranio, como sucede con infinidad de varones entre 18 y 60 años.
Quienes se quedan son en su mayoría hombres o personas mayores que no quieren romper con sus raíces, aunque ahora tiemblen en una tierra bombardeada por Rusia. Al pasaje fletado por DYA Gipuzkoa se suman también dos perros de raza York. «Un ucraniano nunca abandona a un animal», nos dicen. Muchos granjeros, en su huida, debieron dejar escapar sus reses, ovejas o gallinas para que no perecieran de inanición en cuadras y corrales.

Minutos antes de trasladarnos sus impresiones, y en medio de un enjambre de personas que buscan un vehículo en el que salir de Przemysl o al menos les acerque a su estación de tren, Ania había visto un grupo de cuatro hombres que se acababan de conocer y hablaban entre ellos en castellano, uno de San Sebastián de los Reyes, un barcelonés afincado en Ibiza, un asturiano y uno de Hernani, por lo que se dirigió a ellos en perfecto castellano: «Queremos ir a España, nos esperan para ir a San Sebastián, ¿sabéis dónde pueden estar?». Al mostrar en su teléfono móvil una fotografía de una ambulancia de DYA Gipuzkoa, el guipuzcoano que firma estas líneas comprende que se trata de una de las refugiadas a trasladar a Gipuzkoa: «¡Somos nosotros a los que esperas!». «¡¡¿En serio?!!», exclama ella mientras se le ilumina una mirada a la que no le podía quedar ya brillo después de tres días enteros sin dormir desde que dejó Kiev.

Acto seguido, la pareja del barcelonés, Olivia, hace un hueco en su autocaravana alquilada a Ania y a sus tres compañeras de desventura: su amiga Sasha, de 19 años, y la hermana y la madre de esta, Sofia y Elena, de 9 y 44 años. Estas tres se dirigen a Altza, al hogar de la familia donde Sasha también pasó varios veranos donostiarras. «Antes me cuidaron a mí, y ahora quieren hacerlo con mi familia». O a parte de ella. «Nuestro padre se ha tenido que quedar en Ucrania». También los de Ania.
Mientras sucede esta escena, el grupo de DYA ha debido separarse en el caos para tratar de ganar tiempo a las esperas interminables. Oksana, la intérprete ucraniana que reside en Orio desde que, hace 9 años, su marido, minero, fue contratado para perforar túneles en la línea férrea de alta velocidad vasca, vela ya por los suyos: su nieta, su nuera, una amiga de esta con dos hijas, su cuñada y su sobrino. Su encuentro fue vibrante, como no podía ser de otra manera. Por la ubicación del teléfono móvil, se sabían a 600 metros de distancia, una distancia que a este lado de la guerra se recorre más rápido a pie que en vehículo. De hecho, estos ya no pueden rodar a partir de un punto. «¡Saluda a tu abuela!», le estampa con un beso a su nieta, Zlatka. La niña, de 4 años, suelta una carcajada de felicidad que no ablanda al soldado polaco que se nos acerca. «Circulen, circulen», parece decir su ademán con la mano.
El grupo de mujeres opta por guarecerse del frío en un supermercado que hace las veces de albergue de día y se asemeja a unos grandes almacenes en comparación con las estanterías vacías de productos en las superficies de Ucrania. «Mi familia explica Oksana se va a venir un mes a nuestra casa, pero estamos mirando otra más grande a la que mudarnos, también en Orio, porque en la de ahora no cabríamos todos. No sabemos cuándo acabará la guerra, pero da la sensación de que aún durará». Para amortiguar su preocupación, ha convencido a sus dos hijos, que por edad no pueden abandonar Ucrania, a que desde anoche convivan en la misma casa, «así uno cuida del otro».

Por su parte, los ocho voluntarios de la asociación se han buscado la vida para depositar el material sanitario y humanitario traído desde Gipuzkoa. La idea inicial era dejarlo en este mismo lugar, a escasos metros de la zona neutra que da paso al territorio ucraniano, pero hacerlo ahí suponía hacer cola durante bastante más de hora y media, dada la enorme caravana de vehículos de todo tipo -furgonetas y turismos, sobre todo, pero también camiones y autobuses con distintivos de multitud de países y la misma misión de ayuda. Como alternativa, Oksana, a través de un conocido de un amigo, gestiona un hangar a unos 30 kilómetros donde dejar las cajas de cartón. La distancia es demasiada para ir y volver cuando todavía hay que ir a recoger más refugiados. Al final, acceden a un campo de ayuda humanitaria en pleno Przemysl. Por su parte, la ucraniana de Orio sigue pegada al teléfono tratando de coordinar la llegada de los últimos compatriotas. «Por qué no pasas más rato conmigo», le reclama su nieta.
Por suerte, ni rompe a nevar ni hace el frío de jornadas previas. Dos grados. Eso es calor cuando se ha estado tres días bajo cero en Ucrania como Ania y sus amigas. Esta joven no tiene intención de regresar a Errenteria. «Iré a Barcelona, donde está mi hermana». Lo dice con un punto de resquemor. «Siento que mi segunda familia está en Errenteria, pero ahora mismo no me sale ir. En los dos últimos años no hemos mantenido ningún contacto. Yo he cambiado, he crecido, y no han estado ahí. Se han interesado ahora que hay guerra, y lo agradezco, pero me habría gustado que no hubiera hecho falta una querra que solo quiere Putin», explica convencida. «Necesito estar con mi hermana. Es lo que me une a mi casa», aunque no desea volver a su hogar «pero tampoco renunciar a mi familia. Y ahora me obligan a irme», afirma sin acabar a frase, con la voz ya rota. Le quedaban «tres meses» para licenciarse en Filología española, «y ahora todo ya no sirve de nada». Sasha también lamenta haber dejado sus estudios de investigadora. «¿Me convalidarán en San Sebastián», se pregunta.

También conocen Donostia Ivan y Viktoria, ‘Vika’, de 23 y 22 años. Él disfrutó cinco veranos en casa de Javier Barace, integrante de la expedición. Ella permaneció nueve estíos con una familia en Amara. La guerra les sorprendió en Járkov, de donde salieron a la carrera. «Nos juntamos, porque veíamos que la cosa se podía complicar. De pronto, durante cinco minutos escuchamos los primeros disparos, todos seguidos. Corrimos hasta el coche» y engarzaron durante varios días diversas ciudades de las que siguieron huyendo al ruido de las bombas, Kiev, Vinnitsa…. Al final, optaron por la única escapatoria: la huida. A Ivan le costó hacerlo, porque lo querían reclutar para la causa. Intentó salir por Medyka, y no pudo. Lo intentó 80 kilómetros más al sur, y hoy está camino de San Sebastián.

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