No son monstruos

Diario Vasco, EDURNE PORTELA, 14-02-2022

Hace unos días disfruté de un paseo por las calles de Toledo y visitar las sinagogas de Santa María la Blanca y del Tránsito. Siempre que paseo por una judería me invade una especie de tristeza. En la sinagoga de Santa María la Blanca hay un pequeño museo que narra la historia de los judíos de Toledo y de la península ibérica y, como no puede ser de otra manera, es la historia de la persecución y la desposesión, del señalamiento y de la acumulación de un odio milenario que se nutre de violencias cotidianas y que estalla en grandes masacres. Visito esos enclaves en los que busco algún rastro de su cultura extraordinaria. Me detengo y pienso por qué hablo de ellos como si fueran otros cuando son parte de nuestra historia. Tampoco me extraña: que las sinagogas sigan teniendo una nomenclatura católica es una mínima parte de la herencia de violencia antisemita que hemos normalizado.

Por desgracia, el antisemitismo no es cosa del pasado. Auschwitz nos mostró de la forma más brutal el paroxismo del odio antisemita. Y a pesar de ser conscientes de la dimensión de aquel horror y después de décadas de una inmensa producción historiográfica y cultural que lo muestra, el antisemitismo sigue vigente. Así lo demuestra Talia Lavin –joven autora judía estadounidense– en un libro titulado ‘La cultura del odio: Un periplo por la ’dark’ web de la supremacía blanca’, recientemente publicado por Capitán Swing. Lavin centra su investigación en el antisemitismo de los grupos supremacistas en EE UU, pero en este mundo global lo que se mueve en la ‘dark’ web no se circunscribe a las fronteras nacionales.

El relato de las diferentes formas de odio contra los judíos –y otros grupos que para los supremacistas son infrahumanos, como mujeres, personas LGTBIQ+ y/o racializadas– es espeluznante y, me temo, tiene su propia versión española. Acuérdense de esa joven con camisa azul y saludo fascista cuyo discurso antijudío se hizo viral y al que se le dio eco en una entrevista televisiva. Pues ese discurso, basado en los estereotipos y odios más antiguos y aberrantes, está a la orden del día.

Para llevar a cabo su investigación Lavin se aprovechó de la misma herramienta que tienen los integrantes de esos colectivos para propagar su odio: el anonimato y la creación de perfiles falsos. Lavin creó decenas de ellos. Durante su investigación de estos grupos y muchos otros –se unió a más de noventa grupos ultraderechistas en el canal de comunicación Telegram– Lavin se enfrentó con un odio profundo y radical que, en ocasiones, iba dirigido contra ella. Así, cuenta la autora que mientras parapetada tras un perfil falso leía los mensajes en un chat, dio con «una discusión donde se debatía si yo era demasiado fea como para que me violaran» y uno de los usuarios respondió «sí, la violaría con mi escopeta de dos cañones». ¿Qué llevaba a esos hombres a una violencia tan brutal? El mundo en el que se sumerge Lavin para encontrar respuesta es aterrador, no solo porque transcribe los discursos y describe las fantasías violentas de miles de usuarios, sino porque en ocasiones esas palabras se convierten en violencia física que acaba con la vida de personas.

Esos santos asesinos son para el supremacismo blanco salvadores de una raza que, según sus ideas delirantes, está amenazada por un complot internacional encabezado por los judíos cuyos cómplices son el multiculturalismo, el feminismo y el socialismo: viejas conspiraciones con ingredientes nuevos. Nos podríamos reír de esas teorías conspirativas, como nos reíamos de Donald Trump o de otros líderes circenses de la ultraderecha, si el odio que propagan no estuviera calando tan hondo en algunas comunidades.

Ese odio no se queda en las pantallas. Como señala la autora, la incitación a la violencia es real y su apología del genocidio es clara. Lavin no oculta cómo le afectó la escritura del libro: «Algo se me rompió por dentro». Tal vez porque una de las lecciones que aprendió es que estas personas no son monstruos, sino muy humanos: «El odio que promulgan y la violencia que ansían desatar no son sino la consecuencia de cientos de pequeñas elecciones humanas». Estas personas se relacionan, tienen trabajos y buenos sueldos, van a la universidad y viajan por el mundo. Lavin transcribe una conversación que tuvo como Ashlynn con un pretendiente en la web de citas para blancos. Como parte del intercambio amoroso, el pretendiente incluye su deseo de acabar con todos los judíos de Europa del Este que sobrevivieron al Holocausto. Declaración romántica y muerte genocida en cuatro renglones. Es imposible pasar por alto su humanidad pero, como señala Lavin, eso no le absuelve.

Es difícil aborrecer y no odiar. Es difícil no ensuciarse de ira leyendo este libro. La autora reconoce que ha sentido «una rabia sin fin» durante el proceso de de escritura, que ha pasado por una depresión profunda como resultado de exponerse a tanta violencia. Pese a todo, ha conseguido publicar este ensayo sobrecogedor que nos revela un entramado de odio mucho más tangible y cercano de lo que nos gustaría admitir.

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