EL ARTÍCULO DEL DÍA

BARBARIE MULTICULTURAL

El Periodico, 14-07-2006

Cuando esto escribo, el fanatismo étnico – religioso se ha cobrado muchísimas vidas en los trenes suburbanos de Bombay (India). Días antes, el 7 de julio, Gran Bretaña recordó las terribles explosiones del metro y autobuses londinenses que costaron 56 muertos. Ese primer aniversario ha desencadenado allí una seria conversación cívica sobre las raíces de la devastadora ira que arrastró a unos pocos jóvenes musulmanes británicos a desencadenar una furia indiscriminada contra sus conciudadanos. Si la comparamos con las especulaciones surgidas en España a raíz de las matanzas de Atocha, comprobaremos que estas últimas han girado mucho más en torno a las consecuencias que tuvo el desastre sobre las elecciones que se celebraron a los dos días que sobre las verdaderas causas que empujaron a unos dementes a volar los trenes llenos de gente inocente.
Acontecimientos como estos obligan a reflexionar sobre los estragos que pueden ocasionar los excesos de la ideología multiculturalista en los países democráticos. Hay una dimensión bienintencionada y respetable de la doctrina multiculturalista. Sin duda, a esta no se le puede atribuir la causa (la culpa, dirían algunos) de estos espantosos desaguisados. A nadie que esté en su sano juicio se le ocurriría negar a cada comunidad étnica, religiosa o ideológica su derecho a existir y hasta medrar sin más límite que el de no entrometerse en la vida de los demás. La variedad de una sociedad civilizada en la que conviven las colectividades más diversas en medio del respeto mutuo, o aquella que fomenta la convivencia pero también el mestizaje y la mezcla pacífica, es algo intrínsecamente bueno. Hasta ahí podemos estar de acuerdo con los entusiastas del multiculturalismo.

LAS COSAS se complican, no obstante, cuando la diferenciación étnica y cultural alcanza tales cotas de aislamiento que nos encontramos con sociedades fragmentadas en las que unos seres humanos conviven los unos junto a los otros, por decirlo así, en paralelo, dentro de su comunidad primaria, sin sentimiento de pertenencia alguna a la sociedad general. En el caso del desastre londinense, el estupor de los observadores más serenos proviene de que se ha comprobado que los terroristas eran jóvenes nacidos y crecidos en Inglaterra, pero que han vivido en paralelo concibiendo la que hipotéticamente es su propia patria, su propia tierra, como territorio enemigo, y a sus conciudadanos, como sus peores enemigos.
Lo que era más explicable (¡si es que cabe una explicación!) en el caso de los atentados de las Torres Gemelas de Manhattan y del Pentágono, o en el de la matanza de Atocha, no lo es en absoluto en el del metro de Londres y, si se me apura, en el de la quema indiscriminada de miles de automóviles ocurrida en Francia a lo largo de noviembre del 2005. Podría ser que tales explicaciones se aplicaran también al caso de la India, con su sangrante herida abierta en Cachemira desde 1947. En estos casos hay un elemento extranjero, un presunto enemigo externo. Es menester distinguirlos, en medio de tanta violencia, de la creación de fanatismos identitarios en el marco de nuestras propias sociedades.
Tales fanatismos identitarios son los que más deben preocuparnos. Somos responsables, como miembros de un país, de enseñar a todos nuestros conciudadanos a compartir un ámbito político común, con unas creencias republicanas elementales – – igualdad ante la ley, tolerancia, solidaridad y libertad – – que deben ser inculcadas a todos los ciudadanos. Hay que hacerlo con firmeza. Con todo el tacto del mundo, sin duda, permitiendo a cada comunidad el goce de su identidad y diferencia, pero haciéndole saber, poco a poco, que la integración es la única vía posible y aceptable en una buena república.
De eso tendríamos que saber bastante en este país. La novedad de la inmigración masiva de otros continentes hace pensar a muchos que la cosa nos coge desprevenidos y que no hay suficiente cultura de tolerancia ante la diversidad cultural. No es así. Es España – – las Españas – – tierra experimentada otrora en la expulsión de moriscos y judíos, para mayor empobrecimiento suyo. Forjado el país con el fuego de los autos de fe de la Santa Inquisición, y con la persecución del racionalismo, la ciencia y el progreso, se fue hundiendo en una serie de guerras, las llamadas guerras carlistas, la última de las cuales, la cuarta, desencadenó su furia en pleno siglo XX, de 1936 a 1939. En todos estos casos se combatió con tristes victorias el pluralismo y la pluralidad: el catalanismo fue la primera víctima de tanto odio monocolor, seguido de cualquier otro legítimo nacionalismo, como el vasco, que los enemigos de la variedad quisieron extirpar a sangre y fuego. Por tanto, la cosa es aquí menos nueva de lo que parece.

APRENDER a convivir y conllevarse de modo duradero y civilizado en la variedad se logra solamente si todos aprenden primero a compartir los valores republicanos más elementales. Es decir, si todos los asimilan. Es menester combatir todo multiculturalismo ingenuo que se complace y exalta la mera diferencia de modo que esta no deje lugar a la integración y a la asimilación. La asimilación de los principios republicanos es una doctrina que es menester cultivar. Requiere tacto, paciencia y cultura cívica. La alternativa es demasiado terrible para que podamos contemplarla con tranquilidad.

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