El cajero que hay junto a la Iglesia de la Paz en Valladolid tuvo durante semanas una enigmática inquilina. Era una veinteañera que dormía allí. Cada noche leía un libro junto a un trolley rosa mientras a los demás las nieblas y la friura nos mantenían alejados de la calle y a ella protegida de los curiosos. Leía con el mentón erguido, un tanto altivo, y una paz que se engrandecía bajo la luz de los potentes neones de la caja de ahorros.

En el banzo del escaparate del restaurante de comida rápida de la esquina de la calle Santiago con la plaza Mayor cada mañana un hombre viejo, desdentado, al que le falta una pierna, pide una ayuda para comer mientras fuma como una coracha y estos días observa apasionado cómo los operarios colocan las luces de Navidad.